Tannhäuser
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- 20 Nov 2004
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Muere Eloy de la Iglesia, el cineasta de la marginalidad
El director, autor de «Navajeros» y «El pico», falleció ayer en un hospital de Madrid
Madrid- Eloy German De la Iglesia, director de cine conocido por su primer nombre y apellido, falleció ayer en un centro hospitalario de Madrid después de una operación quirúrgica. El director y actor sufría un cáncer de riñón. Eloy de la Iglesia nació el 1 de enero de 1944 en Zarautz (Guipuzcoa), aunque se crió en Madrid, donde estudió Filosofía y Letras hasta el tercer curso, cuando decidió dedicarse al cine, teatro y televisión.
Con 20 años de edad ya había escrito, dirigido o producido casi cincuenta títulos para la televisión, como «La doncella del mar», «Los tres pelos del diablo» y «El mago de Oz», textos que formaron su primer largometraje «Fantasía» (1966).
Trabajos conflictivos. Sus trabajos en pantalla grande se han visto envueltos en una aureola de escándalo, que algunos tacharon de oportunismo, por haber abordado temas que entonces resultaron muy conflictivos, como el de la marginación social en plena etapa de la transición española. En 1969 apareció su «Algo amargo en la boca» y, ya en los años setenta, «Cuadrilátero» (1970), «El techo de cristal» (1970), «La semana del asesino» (1971), «Una gota de sangre para morir amando» (1973), «Nadie oyó gritar» (1973), «Juego de amor prohibido» (1975), «Los placeres ocultos» (1976), «La otra alcoba» (1976), «La criatura» (1977), «El sacerdote» (1978), «El diputado» (1978) y «Miedo a salir de noche» (1979). En la siguiente, en la de los años ochenta, entró con el estrenó del filme «Navajeros» (1980), y siguió con «Colegas» (1980), «La mujer del ministro» (1981), «El pico» (1983), «El pico II» (1984), «Otra vuelta de tuerca» (1985) y «La estanquera de Vallecas» (1987) - que era una adaptación de una obra teatral de José Luis Alonso Santos.
Se dice que durante el largo tiempo que De la Iglesia estuvo apartado del cine fue por problemas con la droga a partir del año 1983, según ha reconocido él mismo, y que muchos interpretaron como una auténtico descenso a los infiernos. Eloy de la Iglesia, de todas formas, no acabó ahí su carrera, y volvió a ofrecer un nuevo trabajo, aunque mucho más tarde: «Los novios búlgaros» (2002), una película que fue protagonizada por los actores Fernando Guillén Cuervo y Antonio Hens y que estaba basada en una novela del escritor Eduardo Mendicutti, y que narraba una historia de amor entre homosexuales con la inmigración de telón de fondo. Un año antes había sacado adelante una producción teatral para Televisión Española: la obra «Calígula», del novelista y dramaturgo Albert Camus. El director vasco debutó como actor de manera tardía y, precisamente, en la ópera prima de J.A. Durán: «Mi último silencio» (2002), un melodrama con toques de cine policiaco donde el propio Eloy de La Iglesia encarnaba al padre de la protagonista, una joven que decide abandonar la banda criminal de la que forma parte para intentar empezar una nueva vida en un pueblo localizado en la costa.
Decir que era uno de los más atrevidos francotiradores del cine español es decir poca cosa: era un navajero del celuloide, rasgando y dando tajos a las convenciones que separan el cine de autor del comercial, el éxito de taquilla de la inteligencia, el riesgo artístico de la explotación de los más bajos instintos de los espectadores. Mezcló como nadie la denuncia política y social con el sexo y el destape, convirtió a los quinquis y los yonquis de la Transición en cronistas de un lado oscuro de la nueva España que nadie quería ver, y puso a complejos personajes homosexuales frente a los espectadores, inundando sus películas con una atmósfera homoerótica y perversa que nadie ha igualado en nuestro cine. Será recordado por sus «Navajeros» y sus «Picos», sus «Colegas» y su «Diputado»... Pero uno le recordará por sus incursiones en cierto terror psicológico, capaz de sacar erotismo turbio de una luminosa Carmen Sevilla en «El techo de cristal», junto a Patty Shepard, de lidiar con un gore tan negro como nuestra crónica, en «La semana del asesino», y hasta de incursionar en la ciencia ficción con su descarada explotación de «La naranja mecánica»: «Una gota de sangre para seguir amando» , conocida como «la mandarina mecánica». Así era: descarado y brutal, demasiado próximo a sus personajes. Un auténtico navajero del celuloide.
Los kinkis están de luto.
Requiescat in pace.