https://cultura.elpais.com/cultura/2016/09/03/actualidad/1472916222_309136.html
Palais des Festivals. Cannes. Quinta planta. Una de sus inmensas salas reconvertidas en zona de entrevistas por mor de unos sofás de diseño alberga la promoción de
Blood Father. El sol exterior, fruto del mediodía de una calurosa mañana de mayo en el festival, es combatido por un poderoso aire acondicionado. Mel Gibson (Nueva York, 1956), traje elegante, barba mesiánica, gafas de sol incrustadas en un rostro marcado por innumerables arrugas, mira su móvil en uno de los sillones. Espera a que acabe las entrevistas de televisión el director del
thriller, el francés Jean-François Richet. De repente, la mano cuelga. El actor se está echando la siesta. Una asistente le avisa de que en breve llegará Richet y comenzarán las entrevistas con la prensa internacional. Gibson pide un descanso para ir al baño. A la vuelta bromea con el director –que casi no habla inglés y necesita un traductor a su lado- y empieza la charla. El actor deviene en una montaña rusa de gestos. Se mesa la barba, se toca la nariz, se revuelve en el sofá. Su voz resuena como el rugido de un oso y al quitarse las gafas, uno descubre que la mirada acero azul, aquella invención de Zoolander, es propiedad en la vida real de Gibson.
Antes del encuentro una agente de prensa advierte: solo hablará de
Blood Father, que se estrena el próximo viernes 9 en España, en la que encarna a un padre que ha sufrido un descenso a los infiernos de la delincuencia mientras desaparecía su hija adolescente. Cuando por fin reconstruye su vida, ella reaparece perseguida por el cabecilla de un cartel de la droga. También charlará sobre
Hacksaw Ridge, el drama bélico que presenta hoy en el festival de Venecia, su vuelta a la dirección una década después de
Apocalypto. Pero Gibson, incontrolable, volcánico, habla de lo que él quiere. Una historia con padre redimido se parece demasiado a su vida como para dejar pasar la ocasión. Con sus problemas lingüísticos, Richet se convierte en un convidado de piedra de un estupendo tira y afloja entre un grupo de periodistas y una de las estrellas del cine de los ochenta y noventa.
Gibson acababa de estar en España de vacaciones. “Me encantó Granada, y el edificio ese antiguo… Ah, no me acuerdo de su nombre”. ¿La Alhambra? “Sí, muy molón”. Sobre su personaje en
Blood Father, confiesa su atracción por sus diversas caras: “Ha sido criminal, motero, probablemente mató a alguien en prisión, vendió drogas, fue un mal padre…”. ¿Se acordó de
Mad Max cuando montó en la moto? “No. Algo. Sí. Preguntadle a Jean-François”, y con otro extraño gesto facial señala al realizador. ¿No cree que vivimos un resurgimiento cinematográfico de los ochenta? “Fueron agradables los ochenta… ¿Qué por qué llaman tanto la atención esos años? No tengo ni idea. Bueno, si ves películas de superhéroes, todas iguales, lo entiendes. Antes el negocio estaba en invertir en guiones con historias que importaban a la gente”. Hoy el cine ha cambiado. “Y hay buenos libretos por ahí, pero los estudios solo hacen fotocopias de ‘A todo gas’. Falta sustancia”. Y él lucha por ello: cambió el final de
Blood Father, pidió tres días más de nuevas tomas. ¿Qué pasó? “No me acuerdo mucho”. ¿Es usted nostálgico, añora su pasado? “¿Yo? No recuerdo décadas de mi vida, y casi es mejor así”. Una publicista pasa a su espalda con un cartel de la película. Tarde, Gibson ha entrado en barrena. “Hay días enque me miro en el espejo y veo a un viejo… y ese es uno de los días buenos. He estado 10 años en una lista negra en Hollywood. Ha sido injusto. Un consejo: no conduzcas borracho”.