Y claro, ahí está el colmo de la ironía: la señora declamando a los cuatro vientos que ha encontrado en su perro la perfección hecha carne y pelo, como si el pobre animal hubiera pasado por Eton y hubiera aprendido urbanidad en el Reform Club. Pero la vida —que es mucho más rápida y más justa que cualquier sermón de Facebook— le recuerda con un zurullo humeante que, por muy príncipe azul que crea tener, sigue siendo un can que se rasca el lomo contra la alfombra y se limpia el hocico en las cortinas.
Lo hermoso de la escena es que ni falta hace discutirle: ahí, en medio del salón, está la respuesta universal, la réplica incontestable, la metáfora en tres dimensiones. Porque los hombres, con todos sus defectos, al menos saben dónde está el baño (aunque lo apuntemos con más fe que puntería). El perro, en cambio, habla el idioma más puro de la sinceridad: te quiero mucho, pero tu moqueta me viene de perlas para inmortalizar el instante.
Y así, sin pedir permiso ni redactar un manifiesto feminista canino, coloca sobre la mesa el argumento definitivo. El amor perruno es maravilloso, sí, pero nunca viene con manual de convivencia: lo tomas o lo dejas… y lo recoges con una bolsa biodegradable.