"Me entrego a vosotros. Veis que no me resisto. Tiene que ser así. Sacrifico mi vida, mi futuro, mi carne que sufrirá por vuestra salvación. Yo que soy un hombre que podría amar, que tengo miedo como todos los demás hombres, renuncio a todo lo que podía haber sido. Seguid mi ejemplo. Sed dignos de todo el amor que siento por vosotros"
La civilización es esto, así resiste y se perpetúa décadas y siglos, gracias a un funcionario que pega sellos y comprueba con entusiasmo y pulcritud las facturas de la reparación de la caldera de la casa cuartel de Alcazar de San Juan. Porque esto es transcendental, porque cada gesto minúsculo y rutinario es la savia de un sistema, de una superestructura que exige sacrificios y renuncias y sobre todo compromiso. Y no hace preguntas, ni duda, ni cuestiona, tan sólo se mantiene en su garita, asienta y da vigor a los pilares de nuestro mundo previsible y rutinario. Es monótono, poco estimulante, previsible, no hay laureles ni vítores ni mujeres reclamando su esperma para engendrar una raza de atlantes; pero hay seguridad y la razón higiénica, aplastante y analgésica de un mundo que es algo mejor que una caverna donde los caníbales se hacen fuertes. Los imperios colapsan cuando el legionario que camina sobre el muro confunde lo mediocre con lo insignificante y aspira al pectore broncíneo del centurión. Abandona su ronda, desoye su compromiso, menosprecia su labor y olvida todo lo que sustenta su mirada perdida y sin hallazgos hacía la tierra de los bárbaros. Son estas la grietas de derriban la altas murallas, son las deserciones de los hombres que dudan las que arruinan los templos y los palacios y también las casas y el patrimonio de los hombres humildes.
Es la épica del hombre común, la heroicidad de caballero guarda civil, escrupuloso y monógamo, la constancia en los valores de millones que como él los que nos permite cruzar por los semáforos con un grado de aventura aceptable. Hay tanta grandeza en lo minúsculo...No quisiera, una vez más, pervertir el mensaje, empocilgarlo con mis arabescos y volteretas. Es directo y sencillo porque su obra también lo es. Es el afecto y reconocimiento de un hombre que persevera en la rutina, en la cotidianeidad más pavorosa. De 8 a 14 de lunes a viernes. Después el arma y el uniforme en la taquilla. Y finalmente de regreso a casa, en metro, de paisano, donde le espera una mujer que no ama y no desea. Sin una duda, sin un amago, sin turbiedad ni victimismo. Es su vida, la acepta, la engrandece con su constancia y compromiso. La apura hasta el último rincón, consciente y lúcidamente. Delante de su mesa, factura a factura, sello a sello hasta las últimas consecuencias. Hay que tener dos huevos gigantescos, hay que ser un hombre de las cabeza a los pies para no pegarle fuego al archivador en lugar de cuidar minuciosamente que todas las carpetas estén archivadas alfabéticamente y el contenido de las mismas, en cambio, por orden cronológico. Me quito el sombrero. Mis respetos.