Libros La conjura de los necios y otros escritos de humor anglosajón.

  • Iniciador del tema Iniciador del tema Dana88
  • Fecha de inicio Fecha de inicio
Ese fragmento no se puede considerar spoiler en modo alguno, no jodamos. Hay decenas de fragmentos ya posteados en muchos hilos que podrían obtener ese calificativo, pero una paja de un tío no entra dentro de la categoría.
 
ruben_clv rebuznó:
Ese fragmento no se puede considerar spoiler en modo alguno, no jodamos. Hay decenas de fragmentos ya posteados en muchos hilos que podrían obtener ese calificativo, pero una paja de un tío no entra dentro de la categoría.

Está claro, y mi ruego tampoco iba en serio. Si a mí incluso me va bien que vayan saliendo fragmentos como el de la gayola. La próxima vez que pase delante del libro, seguramente, por fin, me lo lleve a casa y le deba mi determinación en buena medida a esa y otras perlas.


Yo tt rebuznó:
En relación a lo de dejarse los ojos leyendo en el pc aprovecho para recomendar por enésima vez el adquirir, cuando podáis, un ebook reader (160-180 leuretes)



Se que algún día un ebook reader pondra fin a mi caótico amontonamiento de libros. Pasa que aún estoy pez en questión de modelos y precio-calidad, y no quisiera que una compra precipitada ahora me condene a gastos innecesarios dentro de unos meses. He visto aquí en el subforo un hilo con información al respecto. Le echaré un vistazo, a ver si me orienta.
 
Sé que esto es un OFFTOPIC pero ahí va: ¿Wodehouse? me leí El inimitable Jeeves y aunque estaba simpático no me parecía tan divertido como me lo pintaron. Soy más de Tom Sharpe.

Primero el OFFTopic.

Si algún día abro un hilo en este subforo estará dedicado a Wodehouse, maestro de maestros.

No es un humor de carcajada sino de fina ironía inglesa, pero de tan buena calidad que es simplemente inolvidable.

No todos sus libros (poseo más de 50) son igual de buenos pero ya recomendaré unos cuantos en ese hilo prometido.

Volviendo al TOPIC:

Quien no haya leido La Conjura de los Necios goza de toda mi envidia. Pura envidia por poder disfrutar por primera vez de este libro.

Joder, desvirgarse con Ignatius no suena tan mal después de todo....
 
Niños, no he leído nada de estos señores, poned más fragmentos para que me pueda hacer a la idea. Por favor.
 
ruben_clv rebuznó:
Niños, no he leído nada de estos señores, poned más fragmentos para que me pueda hacer a la idea. Por favor.

¿Llegaste a leer Tres hombres en una barca? ¿Alguien tiene interés o lo ha leído?

Dejo aquí, por si a alguien le interesa, el comienzo de esta maravilla:
TRES HOMBRES EN UNA BARCA
(POR NO MENCIONAR AL PERRO)
Jerome K. Jerome
* * *
PREFACIO A LA PRIMERA EDICION
La principal belleza de este libro no reside tanto en su estilo literario o en el alcance y
utilidad de la información que proporciona como en su simple veracidad. Sus páginas
constituyen un registro de acontecimientos que ocurrieron realmente. Todo lo que se ha hecho es
darles color, y ello sin recargo alguno de precio. George y Harris y Montmorency no son ideales
poéticos, sino seres de carne y hueso... especialmente George, que pesa unos ochenta kilos.
Quizá otras obras sobrepasen a ésta en profundidad de pensamiento y conocimiento de la
naturaleza humana, y otros libros rivalicen con éste en originalidad y tamaño, pero, en lo que
toca a veracidad sin esperanza ni curación posible, nada descubierto hasta el presente puede
superarlo. Creemos que este encanto, por encima de los demás que lo adornan, dará a este
volumen un valor precioso para el lector atento y prestará peso adicional a la lección que el
relato contiene.
Londres,
Agosto de 1889.


CAPITULO PRIMERO

Tres inválidos. Sufrimientos de George y Harris. Víctima de ciento siete enfermedades
mortales. Recetas útiles. Cura para las afecciones hepáticas infantiles. Acordamos que sufrimos
de exceso de trabajo y necesitamos descanso. ¿Una semana en el mar proceloso? George sugiere
el río. Montmorency presenta una objeción. Moción original aprobada por mayoría de tres a uno.


Eramos cuatro: George, William Samuel Harris, yo y Montmorency. Estábamos sentados en
mi habitación, fumando y charlando sobre lo malos que nos encontrábamos... malos desde un
punto de vista médico, naturalmente.
Todos nos sentíamos enfermos, lo que nos estaba poniendo bastante nerviosos. Harris dijo
que a veces le daban unos mareos tan extraordinarios que apenas sabía lo que hacía, y después
George dijo que también él tenía mareos y apenas sabía lo que hacía. En mi caso, lo que no
funcionaba era el hígado. Sabía que el hígado no me funcionaba porque acababa de leer un
prospecto de píldoras hepáticas donde se detallaban los diversos síntomas que permiten
apercibirse del mal funcionamiento del hígado. Yo los tenía todos.

Aunque parezca realmente extraordinario, jamás he leído un prospecto farmacéutico sin
llegar inevitablemente a la conclusión de que padezco de la enfermedad allí descrita, y en su
forma más virulenta. El diagnóstico parece coincidir, sin excepción y exactamente, con todas las
sensaciones que he sentido alguna vez en la vida.
Recuerdo que un día fui al Museo Británico para leer algo sobre el tratamiento de un ligero
achaque que me afectaba... creo que era fiebre del heno. Bajé el libro y leí cuanto tenía que leer;
y después, irreflexiblemente, lo hojeé descuidado y empecé a estudiar con indolencia las
enfermedades en general. No recuerdo cuál fue la primera dolencia donde me sumergí –sin duda algún temible y devastador azote– pero, antes de haber llegado a la mitad de la lista de «síntomas
premonitorios», supe sin lugar a dudas que la había contraído.

Me quedé unos instantes paralizado de horror. Después, con la indiferencia propia de la
desesperación, seguí pasando páginas. Llegué a la fiebre tifoidea, leí los síntomas, descubrí que
tenía fiebre tifoidea, que debía tenerla desde hacía meses sin saberlo. Me pregunté qué más
tendría. Llegué al baile de San Vito; descubrí, como ya esperaba, que también lo tenía. Empecé a
interesarme por mi caso y, decidido a investigarlo a fondo, inicié un estudio por orden alfabético.
Observé que estaba contrayendo la malaria, cuyo estado crítico sobrevendría en un par de
semanas. Constaté aliviado que padecía la enfermedad de Bright sólo en forma benévola y que,
en lo que a ello tocaba, me quedaban muchos años de vida. Tenía el cólera, con complicaciones
graves, y parece que había nacido con difteria. Recorrí concienzudamente las veintiséis letras
para llegar a la conclusión de que la única enfermedad que no padecía era la rodilla de fregona.
Esto me irritó en un primer momento. Parecía, en cierto modo, una especie de menosprecio.
¿Por qué no tenía rodilla de fregona? ¿Por qué tan odiosa salvedad? Al rato, sin embargo, se
impusieron sentimientos menos egoístas. Recordé que tenía todas las demás enfermedades
conocidas por la farmacología, mi egoísmo cedió y decidí arreglármelas sin rodilla de fregona.
Parecía que la gota, en su estadio más maligno, se había apoderado de mí sin que yo me diera
cuenta, y era evidente que sufría zimosis desde la más temprana infancia. Después de zimosis no
había más enfermedades, por lo que concluí que ya no me ocurría nada más.

Ponderé el asunto. Pensé que debía ser un caso bien interesante desde el punto de vista
médico. ¡Menuda adquisición para una clase! Si contaran conmigo, los estudiantes no
necesitarían ya hacer práctica hospitalaria. Yo era un hospital en mí mismo. Todo lo que tenían
que hacer era dar una vuelta a mi alrededor y después recoger el diploma.
Entonces me pregunté cuánto tiempo me quedaría de vida. Traté de examinarme. Me tomé el
pulso. Al principio no sentí ningún pulso. Después, de pronto, me pareció que echaba a andar.
Saqué el reloj y lo medí. Ciento cuarenta y siete pulsaciones por minuto. Traté de sentirme el
corazón. No sentí el corazón. Había dejado de latir. Con el paso del tiempo he sido inducido a la
opinión de que tenía que estar ahí y de que tenía que estar latiendo, pero no puedo asegurarlo.
Me palpé todo el frente, desde lo que llamo la cintura hasta la cabeza, un poquito por cada lado y
un poquito por la espalda. Pero no oí ni sentí nada. Traté de mirarme la lengua. La saqué todo lo
que pude, cerré un ojo y traté de examinarla con el otro. Sólo alcancé a ver la punta, y lo único
que saqué en limpio fue convencerme con mayor seguridad que antes de que tenía escarlatina.
Había entrado en aquella sala de lectura caminando como un hombre sano y optimista. Salí
arrastrándome, convertido en una ruina decrépita.

Acudí a mi médico. Es un viejo amigo, que me toma el pulso, me mira la lengua y habla del
tiempo, sin cobrarme nada, cuando se me mete en la cabeza que estoy enfermo, así que pensé
que le haría un favor presentándome en esas condiciones. Lo que necesita un médico, pensé, es
práctica. Puede contar conmigo. Conmigo podrá practicar más que con mil setecientos de sus
enfermos comunes y corrientes, que no tienen cada uno más de una o dos enfermedades. Así que
fui directamente a verle, y me dijo:

–Bueno, ¿qué te pasa?

Yo dije:
–No pretendo malgastar tu tiempo, camarada, contándote lo que me ocurre. La vida es breve,
y podrías morir antes de que yo terminase. Pero sí te diré lo que no me pasa. No tengo rodilla de
fregona. No puedo decirte por qué no tengo rodilla de fregona, pero el caso es que así es. Tengo,
sin embargo, todo lo demás.

Y le conté cómo lo había descubierto.

Me hizo desvestirme y me examinó, me cogió por la muñeca y después me golpeó en el
pecho cuando menos lo esperaba –una acción cobarde, en mi opinión– e inmediatamente después me embistió con un lado de la cabeza.
Terminado esto, se sentó, escribió una receta la plegó y
me la entregó. Me la metí en el bolsillo y me fui.
No la abrí. La llevé a la botica más cercana y la entregué. El boticario la leyó y me la
devolvió.
Me dijo que no podía atenderme.

Yo dije:
–¿No es usted farmacéutico?

El dijo:
–Soy farmacéutico. Si fuera una combinación de almacén de cooperativa y hotel de familia
quizás podría ayudarle. El ser sólo farmacéutico me lo impide.

Leí la receta. Decía lo siguiente:
1 libra de bistec, con
1 pinta de cerveza amarga cada seis horas
1 paseo de diez millas todas las mañanas.
1 cama a las once en punto de la noche.
Y no te llenes la cabeza de cosas que no entiendes.

Seguí las instrucciones, lo que felizmente –desde mi punto de vista– resultó en la
preservación de mi vida, que aún sigue en marcha.

Esta vez, para volver al prospecto de las píldoras para el hígado, tenía inequívocamente
todos los síntomas, entre los que destacaba «una general desgana para todo tipo de trabajo».
Nadie podrá comprender jamás lo que sufro en este sentido. Soy un mártir de este síntoma
desde la más tierna infancia. De niño, la enfermedad no me dejaba prácticamente un solo día de
respiro. Los demás no sabían en aquel tiempo que era un problema de hígado. La ciencia médica
estaba considerablemente menos avanzada que ahora, y lo atribuían sencillamente a
holgazanería.

–Ah, diablillo remolón –me decían–, levántate y haz algo para ganarte la vida, que ya es
hora.

Naturalmente, no sabían que estaba enfermo.
Por la misma razón, no me daban píldoras. Me daban capones. Y, por extraño que parezca,
los capones a menudo me curaban... momentáneamente. Sé por experiencia personal que un solo
capón actuaba sobre el hígado y me hacía ir de aquí para allá y hacer lo que había que hacer con
más velocidad que hoy en día toda una caja de píldoras.

Ya saben, ocurre a menudo. Los remedios sencillos y pasados de moda son a veces más
eficaces que todas las porquerías de dispensario.
 
¿Llegaste a leer Tres hombres en una barca? ¿Alguien tiene interés o lo ha leído?

Yo me lo he puesto en la cesta en Amazon, está por solo 2 libras. Nuevo. Me interesa esto de los autores británicos que son de la broma, aunque los fragmentos rara vez me cautivan, por mi parte prefiero que se recomiende directamente un autor y varios de sus libros, junto con alguna opinión personal.

Al hilo de las opiniones personales, creo que éstas fueron las que me estropearon La conjura de los necios, además del gran parecido entre Ignatius y mi padrastro (ese aire resabidillo, el bigote, la vestimenta extravagante... me resultó muy difícil sentir simpatía alguna por él). No es un mal libro, pero me lo habían vendido como lo mejor y tenía unas expectativas que no alcanzó ni por asomo. Me reí bastante más con Flatland, aunque no pretenda ser tan divertido.
 
¿Llegaste a leer Tres hombres en una barca? ¿Alguien tiene interés o lo ha leído?

Yo, en la época del instituto, me lo leí, pero era una versión en inglés adaptada al nivel de Lengua Inglesa de 4º de la ESO. No obstante, me conozco el argumento, y puedo decir que no es malo. Recuerdo que lo mejor del libro me pareció el perro.

Aunque igual debería leerlo de nuevo. Cuando lo haga y redescubra algo que no tomé en cuenta aún, edito este post.
 
¿Llegaste a leer Tres hombres en una barca? ¿Alguien tiene interés o lo ha leído?
Yo tengo interés, según lo has recomendado, con ese título tan ilustrativo y para mí tan gracioso (no había leído el subtítulo :lol:), he ido a por la moleskine para anotar la compra. Le he dado tímidamente a tu spoiler, porque no quería más que asomarme para ver si me 'pinchaba', y me ha bastado leer lo del perro para cerrarlo corriendo; no quiero que nada estropee esos momentos primeros de soledad y un libro nuevo..
 
las hay que somos pelín antiguas, y no tenemos remedio (me niego 1 y 1000 veces a comprarme un eBook ahora o en el futuro -claro que eso dije con la fotografía digital, y hay que verme ahora :oops:-), passsa algo?


Respecto al tema del hilo, comentar que leí La conjura... hace años y me gustó mucho (reposa en mi librería de 'prefes'), a mí no me arrancó carcajotadas fuertes, pero sí grandes sonrisas (y alguna que otra cara de asco); pero sobre todo, lo que me "enamoró", fue el esperpéntico, cochino, exagerado, anti-todo y original Ignatius Reilly, y su particular visión y estancia en el mundo.


(Rubén, yo también tengo obras en mis estantes esperando ser leídas, como El Cuarteto de Alejandría -desde hace por lo menos 15 años-; quizá algún día...)
 
¿Llegaste a leer Tres hombres en una barca? ¿Alguien tiene interés o lo ha leído?

Hay gente que antes de hacer la maleta para un largo viaje hace una lista de los objetos que piensa meter en ella para no olvidar ninguno.

Yo antes de hacer la maleta releo este fragmento:

La lista de todo cuanto necesitábamos fue redactada aquella noche, y he de confesar que era bastante larga.
Al día siguiente, viernes, recogimos todos los objetos que íbamos a llevarnos y nos reunimos por la noche con objeto de embalarlos. Teníamos un enorme baúl Gladstone para la ropa y un par de cestos para las provisiones y utensilios de cocina; empujamos la mesa debajo de la ventana, sentándonos a su alrededor para contemplar todo aquello.
- Del equipaje me encargo yo – afirmé enérgicamente, pues debo confesar sin la menor jactancia que estoy orgulloso de mi habilidad en embalar; es una de las numerosas cosas que reconozco conocer a fondo. (Sin embargo, he de hacer constar que me sorprende mucho comprobar cuantas habilidades poseo...¡Soy lo que se llama un caso único!)
Apenas expresé mi propuesta y aseguré a Harris y Jorge la conveniencia de dejarlo todo en mis manos, ambos aceptaron mi sugerencia con una rapidez tal que me pareció bastante sospechosa. Jorge cargó su pipa, repantigándose cómodamente en un sillón mientras Harris encendía un pitillo y se sentaba en la mesa.
Eso no era lo que yo esperaba, pues mi propósito había sido dirigir los trabajos que habían de realizar Jorge y Harris bajo mis atinadas observaciones, que, de cuando en cuando, reforzaría con un empujoncito o alguna cariñosa frase, como por ejemplo:
- ¡Qué par de...! ¡Con lo sencillo que es...! Bueno, dejadme que lo haga ahora...
En realidad, sólo había pensado actuar como profesor, y su inesperada reacción me molestó extraordinariamente; no hay nada que me fastidie tanto como que alguien esté sentado mientras trabajo. En cierta ocasión compartí la misma habitación con un individuo que me tuvo al borde de la locura; se tumbaba en un diván contemplándome horas enteras mientras yo estaba atareado, y pretendía que al contemplarme se sentía saturado de gran serenidad, comprendiendo entonces que la vida no es un sueño sin importancia, sino una cosa eminentemente seria, pletórica de deberes y trabajos.
- ¡No comprendo como he vivido antes de conocerte! – solía exclamar el muy fresco - ¡Cómo me ha sido posible dejar pasar mis días sin haber contemplado la divina sinfonía de la actividad!
No, yo no soy así, no puedo estar sentado viendo como otros trabajan; tengo que levantarme y vigilarles, dar vueltas en torno suyo explicándoles lo que deben hacer. ¡Qué culpa tengo de poseer un temperamento tan dinámico! Sin embargo, en esta ocasión no hice la menor observación. Empecé a embalar pacíficamente (por cierto que resultó ser una tarea más larga de lo que esperaba); pero, finalmente, pudo terminar, y sentándome encima de las tapas ajusté las correas.
- ¿Y las botas? ¿Vas a dejarlas fuera? – preguntó Harris, amablemente.
Lleno de asombro di media vuelta y... ¡sí, en efecto, había olvidado colocarlas en el baúl!. Ya ven cómo es Harris; pudo haberme advertido a tiempo, pero prefirió esperar hasta que lo tuve bien cerrado. El idiota de Jorge creyó conveniente amenizar la observación de Harris y soltó una de aquellas carcajadas suyas, tan estúpidas e irritantes, que me sacan de quicio. Abrí el baúl y guardé las botas, mas en el preciso momento en que iba a cerrarlo de nuevo, una horrible interrogación cruzó mi cerebro. ¿Había guardado el cepillo de dientes? Este miserable objeto me persigue, me obsesiona, convierte mi vida en un martirio. Cada vez que salgo de viaje, me paso las noches soñando que lo he perdido, despierto empapado en sudor frío y salto de la cama; a la mañana siguiente lo guardo antes de usarlo y, claro está, tengo que abrir las maletas para sacarlo. ¡Y, casualidad que nunca falla, siempre está al fondo de todo! Luego, cuando hago el equipaje, no pienso en el condenado cepillo y al último momento, cuando estoy a punto de salir, he de subir los escalones de cuatro en cuatro y llevármelo a la estación envuelto en un pañuelo.
Esta vez, por no faltar a la costumbre, también tuve que revolver el baúl de arriba abajo sin encontrarlo; dejé todo más o menos de la misma manera en que debían estar las cosas antes de la creación, cuando reinaba el caos. Veinte veces encontré los cepillos de Harris y Jorge, empero el mío brilló por su ausencia. Cogí cada pieza de ropa y cada objeto, sacudiéndolos cariñosamente hasta que, finalmente, de las sombrías profundidades de una bota salió el cepillo. ¡Y a embalar de nuevo!
Terminaba de ajustar las correas por segunda vez, cuando sonó la voz de Jorge, rezumando amabilidad:
- Querido amigo, ¿no has olvidado el jabón?
Mi respuesta no puede tacharse, precisamente, de muy académica. Con demasiada energía para ser una simple contestación, le dije que me importaba tres pepinos que estuviese el jabón o no, y en ese fatídico momento, cuando intentaba quedar en gallarda posición, descubrí que no tenía la petaca: ¡estaba dentro del baúl!
Cuando terminé las operaciones de abrir y cerrar el maldito baúl ya eran las diez y cinco de la noche; sólo faltaba llenar los cestos.
- Dentro de doce horas tenemos que marchar – dijo Harris – y creo que lo mejor será que Jorge y yo procedamos a realizar esta operación.
No presté la menor objeción a sus palabras, y me senté a contemplarles desplegando gran actividad. Emprendieron su labor con aires muy placenteros, dispuestos a demostrarme cómo se debías hacer las cosas, mas no hice el menor comentario ni me di por aludido; me limité a esperar los acontecimientos.
(El día que Jorge fallezca, el empacador más deficiente del mundo entero será, por derecho propio, mi amigo Harris.)
Di una mirada a los montones de platos y tazas, ollas y botellas, pasteles, hornillo, tomates, etc., y tuve el presentimiento de que esa atmósfera de inefable regocijo iba a desaparecer en breve y así fue. Empezaron rompiendo una taza. He aquí su primera obra. Lo hicieron, simplemente, por demostrar de lo que eran capaces y por despertar el interés del espectador; luego Harris puso la confitura de fresas encima de un tomate, que se reventó escandalosamente, y tuvieron que recogerlo con una cucharilla de café; a los pocos segundos, Jorge resbalaba pisando la mantequilla.
Continué envuelto en mi inmutable silencio y sin pronunciar una sola palabra me aproximé a ellos, sentándome en un extremo de la mesa. Esto les irritó mucho más que cualquier observación; se pusieron nerviosos, pisaban lo que había en el suelo, amontonándolo desordenadamente, y, naturalmente, a la hora de guardarlo no encontraban absolutamente nada; pusieron los pasteles debajo de los utensilios pesados con el resultado que los dulces quedaron convertidos en informes amasijos. Había sal por doquier, y por lo que se refería a la mantequilla... ¡jamás he visto un par de individuos que hicieran tantas cosas con un penique y dos chelines de mantequilla! En cuanto Jorge se la pudo quitar de la punta de su zapatilla, unió sus esfuerzos a los de Harris para meterla en una cacerola, la mantequilla no quiso entrar y lo que había dentro de la cacerola se obstinaba en no salir. Finalmente, pudieron rascarla, dejándola encima de una silla. Harris se sentó, la mantequilla se pegó a sus pantalones – si que ninguno de los dos lo advirtiera, – y asombrados por esa súbita desaparición, dedicáronse a buscarla desesperadamente por la habitación.
- Apostaría cualquier cosa a que la dejé en esa silla – exclamó Jorge contemplando el asiento vacío.
- ¡Si no hace medio minuto que he visto como la ponías ahí! – repuso Harris, contrariado.
Volvieron a dar vueltas buscándola, tropezando en el centro del cuarto y mirándose con los ojos desorbitados por la sorpresa.
- ¡Es lo más fantástico que he visto! – murmura Jorge
- ¿Fantástico? ¡Misterioso! – exclama Harris
De pronto, Jorge da una vuelta y descubre el “adorno” de Harris.
- ¡Si todo el rato estaba aquí! – dice indignado.
- ¿Dónde? – responde Harris, volviéndose.
- ¡Estate quieto...! ¡No te muevas! – ruge Jorge, corriendo detrás de él.
Al fin pueden rescatarla y la guardan en la tetera.
Montmorency, como es natural, no podía dejar de tomar parte en los acontecimientos; su suprema ilusión es meterse entre las piernas de las personas y recibir una lluvia de maldiciones. Si puede introducirse donde su presencia es indeseada, convirtiéndose en una pesadilla, volviendo loca a la gente y recibiendo una lluvia de proyectiles, entonces está convencido de que ese es un día bien aprovechado. Su supremo ideal, su máxima felicidad, consiste en ver como alguien resbala delante de él y le insulta sin tregua ni descanso durante sesenta minutos enteros, y cuando ha logrado esto, su diminuta humanidad refleja una insoportable vanidad.
Ahora se entretenía en sentarse encima de cada objeto, metiendo la cabeza en todo; estaba seguro de que cada vez que Harris o Jorge extendían la mano en busca de algo, deseaban encontrar su fría y húmeda nariz. Metió las patas en la confitura, mordió las cucharitas y, convencido de que los limones eran feroces ratones, saltó dentro de los cestos “matando” a tres antes de que Harris le hiciera “aterrizar” con el mango de una sartén. Harris afirmaba, indignado, que yo azuzaba al perro, ¡como si un animalito así necesitase que nadie le animara!; el pecado original que lleva dentro de sí, la maldad innata en todo fox-terrier, es lo que le hace comportarse tan incorrectamente...
Las tareas de empacar duraron hasta la una menos diez de la noche. Harris se sentó sobre una cesta, expresando su opinión de que nada se rompería, a lo que Jorge añadió que si algo se rompía... ¡pues que se rompiese! (el tono de su voz llevaba inflexiones bastante extrañas; diríase que preveía semejante contingencia con alegría), luego dijo que se caía de sueño y que se iba a la cama sin perder un segundo.

y ya no me importa una mierda lo que meto dentro :lol:
 
La Conjura de los Necios

La señora Reilly estaba de pie en el pasillo mirando el letrero NO MOLESTAR escrito en una hoja de papel Gran Jefe y fijado a la puerta con una tirita usada, color carne.
—Ignatius, chico, déjame entrar —chilló.
—¿Que te deje entrar? —dijo Ignatius a través de la puerta—. Ni hablar. Estoy ocupado en este momento en un pasaje especialmente sucinto.
—Déjame entrar.
—Ya sabes que nunca te permito entrar aquí.
La señora Reilly aporreó la puerta.
—No sé qué es lo que te pasa, madre, pero sospecho que sufres un trastorno temporal. Ahora que lo pienso, me da demasiado miedo, no puedo abrirte la puerta. Puedes tener un cuchillo en la mano o una botella rota.
—Abre la puerta, Ignatius.
—¡Ay, la válvula, que se me cierra! —croó sonoramente Ignatius—. ¿Ya estás satisfecha, ahora que me has destrozado para el resto del día?
La señora Reilly se lanzó contra la madera sin pintar.
-—Bueno, no rompas la puerta —dijo él por fin y, unos instantes después, se abrió el pestillo.
—¿Qué es toda esta basura que hay por el suelo, Ignatius?
—Eso que ves es mi visión del mundo. Aún tengo que estructurarlo en un conjunto, así que mira bien dónde pisas.
—Todas las persianas cerradas. ¡Ignatius! Aún hay luz fuera.
—Mi yo no carece de elementos proustianos —dijo Ignatius desde la cama, a la que había vuelto rápidamente—. Oh, mi estomago.
—Aquí huele a demonios.
—Bueno, ¿qué esperas? El cuerpo humano, cuando está confinado, emite ciertos aromas que tendemos a olvidar en esta época de desodorantes y otras perversiones. A mí, en realidad, el ambiente de esta habitación me resulta bastante confortante. Schiller, para escribir, necesitaba en su mesa el aroma de manzanas podridas. Yo también tengo mis necesidades. Has de recordar que Mark Twain prefería la posición supina en la cama cuando componía esos abortos aburridos y trasnochados que los eruditos contemporáneos intentan demostrar que son importantes. La veneración que se rinde a Mark Twain es una de las raíces de nuestro estancamiento intelectual.
—Si hubiera sabido que esto estaba así, hace mucho tiempo que habría entrado.
—No sé por qué estás aquí ahora, en realidad, ni por qué sientes esta súbita necesidad de invadir mi santuario. Dudo que vuelva a ser el mismo después del trauma de esta intrusión de un espíritu extraño.
 
Atrás
Arriba Pie