TRES HOMBRES EN UNA BARCA
(POR NO MENCIONAR AL PERRO)
Jerome K. Jerome
* * *
PREFACIO A LA PRIMERA EDICION
La principal belleza de este libro no reside tanto en su estilo literario o en el alcance y
utilidad de la información que proporciona como en su simple veracidad. Sus páginas
constituyen un registro de acontecimientos que ocurrieron realmente. Todo lo que se ha hecho es
darles color, y ello sin recargo alguno de precio. George y Harris y Montmorency no son ideales
poéticos, sino seres de carne y hueso... especialmente George, que pesa unos ochenta kilos.
Quizá otras obras sobrepasen a ésta en profundidad de pensamiento y conocimiento de la
naturaleza humana, y otros libros rivalicen con éste en originalidad y tamaño, pero, en lo que
toca a veracidad sin esperanza ni curación posible, nada descubierto hasta el presente puede
superarlo. Creemos que este encanto, por encima de los demás que lo adornan, dará a este
volumen un valor precioso para el lector atento y prestará peso adicional a la lección que el
relato contiene.
Londres,
Agosto de 1889.
CAPITULO PRIMERO
Tres inválidos. Sufrimientos de George y Harris. Víctima de ciento siete enfermedades
mortales. Recetas útiles. Cura para las afecciones hepáticas infantiles. Acordamos que sufrimos
de exceso de trabajo y necesitamos descanso. ¿Una semana en el mar proceloso? George sugiere
el río. Montmorency presenta una objeción. Moción original aprobada por mayoría de tres a uno.
Eramos cuatro: George, William Samuel Harris, yo y Montmorency. Estábamos sentados en
mi habitación, fumando y charlando sobre lo malos que nos encontrábamos... malos desde un
punto de vista médico, naturalmente.
Todos nos sentíamos enfermos, lo que nos estaba poniendo bastante nerviosos. Harris dijo
que a veces le daban unos mareos tan extraordinarios que apenas sabía lo que hacía, y después
George dijo que también él tenía mareos y apenas sabía lo que hacía. En mi caso, lo que no
funcionaba era el hígado. Sabía que el hígado no me funcionaba porque acababa de leer un
prospecto de píldoras hepáticas donde se detallaban los diversos síntomas que permiten
apercibirse del mal funcionamiento del hígado. Yo los tenía todos.
Aunque parezca realmente extraordinario, jamás he leído un prospecto farmacéutico sin
llegar inevitablemente a la conclusión de que padezco de la enfermedad allí descrita, y en su
forma más virulenta. El diagnóstico parece coincidir, sin excepción y exactamente, con todas las
sensaciones que he sentido alguna vez en la vida.
Recuerdo que un día fui al Museo Británico para leer algo sobre el tratamiento de un ligero
achaque que me afectaba... creo que era fiebre del heno. Bajé el libro y leí cuanto tenía que leer;
y después, irreflexiblemente, lo hojeé descuidado y empecé a estudiar con indolencia las
enfermedades en general. No recuerdo cuál fue la primera dolencia donde me sumergí –sin duda algún temible y devastador azote– pero, antes de haber llegado a la mitad de la lista de «síntomas
premonitorios», supe sin lugar a dudas que la había contraído.
Me quedé unos instantes paralizado de horror. Después, con la indiferencia propia de la
desesperación, seguí pasando páginas. Llegué a la fiebre tifoidea, leí los síntomas, descubrí que
tenía fiebre tifoidea, que debía tenerla desde hacía meses sin saberlo. Me pregunté qué más
tendría. Llegué al baile de San Vito; descubrí, como ya esperaba, que también lo tenía. Empecé a
interesarme por mi caso y, decidido a investigarlo a fondo, inicié un estudio por orden alfabético.
Observé que estaba contrayendo la malaria, cuyo estado crítico sobrevendría en un par de
semanas. Constaté aliviado que padecía la enfermedad de Bright sólo en forma benévola y que,
en lo que a ello tocaba, me quedaban muchos años de vida. Tenía el cólera, con complicaciones
graves, y parece que había nacido con difteria. Recorrí concienzudamente las veintiséis letras
para llegar a la conclusión de que la única enfermedad que no padecía era la rodilla de fregona.
Esto me irritó en un primer momento. Parecía, en cierto modo, una especie de menosprecio.
¿Por qué no tenía rodilla de fregona? ¿Por qué tan odiosa salvedad? Al rato, sin embargo, se
impusieron sentimientos menos egoístas. Recordé que tenía todas las demás enfermedades
conocidas por la farmacología, mi egoísmo cedió y decidí arreglármelas sin rodilla de fregona.
Parecía que la gota, en su estadio más maligno, se había apoderado de mí sin que yo me diera
cuenta, y era evidente que sufría zimosis desde la más temprana infancia. Después de zimosis no
había más enfermedades, por lo que concluí que ya no me ocurría nada más.
Ponderé el asunto. Pensé que debía ser un caso bien interesante desde el punto de vista
médico. ¡Menuda adquisición para una clase! Si contaran conmigo, los estudiantes no
necesitarían ya hacer práctica hospitalaria. Yo era un hospital en mí mismo. Todo lo que tenían
que hacer era dar una vuelta a mi alrededor y después recoger el diploma.
Entonces me pregunté cuánto tiempo me quedaría de vida. Traté de examinarme. Me tomé el
pulso. Al principio no sentí ningún pulso. Después, de pronto, me pareció que echaba a andar.
Saqué el reloj y lo medí. Ciento cuarenta y siete pulsaciones por minuto. Traté de sentirme el
corazón. No sentí el corazón. Había dejado de latir. Con el paso del tiempo he sido inducido a la
opinión de que tenía que estar ahí y de que tenía que estar latiendo, pero no puedo asegurarlo.
Me palpé todo el frente, desde lo que llamo la cintura hasta la cabeza, un poquito por cada lado y
un poquito por la espalda. Pero no oí ni sentí nada. Traté de mirarme la lengua. La saqué todo lo
que pude, cerré un ojo y traté de examinarla con el otro. Sólo alcancé a ver la punta, y lo único
que saqué en limpio fue convencerme con mayor seguridad que antes de que tenía escarlatina.
Había entrado en aquella sala de lectura caminando como un hombre sano y optimista. Salí
arrastrándome, convertido en una ruina decrépita.
Acudí a mi médico. Es un viejo amigo, que me toma el pulso, me mira la lengua y habla del
tiempo, sin cobrarme nada, cuando se me mete en la cabeza que estoy enfermo, así que pensé
que le haría un favor presentándome en esas condiciones. Lo que necesita un médico, pensé, es
práctica. Puede contar conmigo. Conmigo podrá practicar más que con mil setecientos de sus
enfermos comunes y corrientes, que no tienen cada uno más de una o dos enfermedades. Así que
fui directamente a verle, y me dijo:
–Bueno, ¿qué te pasa?
Yo dije:
–No pretendo malgastar tu tiempo, camarada, contándote lo que me ocurre. La vida es breve,
y podrías morir antes de que yo terminase. Pero sí te diré lo que no me pasa. No tengo rodilla de
fregona. No puedo decirte por qué no tengo rodilla de fregona, pero el caso es que así es. Tengo,
sin embargo, todo lo demás.
Y le conté cómo lo había descubierto.
Me hizo desvestirme y me examinó, me cogió por la muñeca y después me golpeó en el
pecho cuando menos lo esperaba –una acción cobarde, en mi opinión– e inmediatamente después me embistió con un lado de la cabeza.
Terminado esto, se sentó, escribió una receta la plegó y
me la entregó. Me la metí en el bolsillo y me fui.
No la abrí. La llevé a la botica más cercana y la entregué. El boticario la leyó y me la
devolvió.
Me dijo que no podía atenderme.
Yo dije:
–¿No es usted farmacéutico?
El dijo:
–Soy farmacéutico. Si fuera una combinación de almacén de cooperativa y hotel de familia
quizás podría ayudarle. El ser sólo farmacéutico me lo impide.
Leí la receta. Decía lo siguiente:
1 libra de bistec, con
1 pinta de cerveza amarga cada seis horas
1 paseo de diez millas todas las mañanas.
1 cama a las once en punto de la noche.
Y no te llenes la cabeza de cosas que no entiendes.
Seguí las instrucciones, lo que felizmente –desde mi punto de vista– resultó en la
preservación de mi vida, que aún sigue en marcha.
Esta vez, para volver al prospecto de las píldoras para el hígado, tenía inequívocamente
todos los síntomas, entre los que destacaba «una general desgana para todo tipo de trabajo».
Nadie podrá comprender jamás lo que sufro en este sentido. Soy un mártir de este síntoma
desde la más tierna infancia. De niño, la enfermedad no me dejaba prácticamente un solo día de
respiro. Los demás no sabían en aquel tiempo que era un problema de hígado. La ciencia médica
estaba considerablemente menos avanzada que ahora, y lo atribuían sencillamente a
holgazanería.
–Ah, diablillo remolón –me decían–, levántate y haz algo para ganarte la vida, que ya es
hora.
Naturalmente, no sabían que estaba enfermo.
Por la misma razón, no me daban píldoras. Me daban capones. Y, por extraño que parezca,
los capones a menudo me curaban... momentáneamente. Sé por experiencia personal que un solo
capón actuaba sobre el hígado y me hacía ir de aquí para allá y hacer lo que había que hacer con
más velocidad que hoy en día toda una caja de píldoras.
Ya saben, ocurre a menudo. Los remedios sencillos y pasados de moda son a veces más
eficaces que todas las porquerías de dispensario.