cuellopavo
Frikazo
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Eran dos tíos, uno con una gorra militar y un pasamontañas caqui, se creía la versión yonqui del subcomandante Marcos. El otro iba a cara descubierta, tenía el pelo largo, pero no le vi la cara porque vigilaba de espaldas a la entrada del callejón. El primero me entró por sorpresa, me colocó el antebrazo en el cuello al tiempo que me amenazaba con un destornillador de calibre indeterminado pero de longitud convincente. “Dame todo lo que lleves o te pincho cabrón hijo puta” (se pregunta uno por qué tienen que ser tan maleducados los atracadores, pero supongo que en el lumpen de barriada no se miran esas cosas, los modales son cosa de los mafiosos, esa clase alta del crimen que te besa antes de matarte).
Sin darme tiempo si quiera a respirar, me vuelve a mentar a la madre, y uno siente fastidio por no poder decirle “oye, tio, irrumpes en mi pacífico caminar, me amenazas con un arma, me quieres robar todo lo que llevo, ¿y encima te crees con derecho a insultar a mi madre?. Petrificado por el susto, e inmovilizado por la presión de su antebrazo a la altura de mi nuez, le digo que no llevo nada…”te lo clavo cabrón, que tengo el mono y te juro que te pincho hijo puta” (más insultos, buhhhh). Comienza a cachearme al modo en que cachean los delincuentes con nervios de caballo, con ansiedad demente e imprecisa…”como te encuentre algo te juro que te lo clavo…”. Me encuentra el móvil y tras sentirse lógicamente indignado por mi hipocresía de reo indefenso y asustado, me clava el destornillador en el cuello con más esmero del que mi dermis hubiere deseado…”como no me des la de pasta te juro que te mato…” Qué difícil es razonar con un psicópata, no aceptan la realidad, la realidad les supera y se ponen histéricos y no hay negociación que valga, por eso me pregunto si no será una gran gilipollez eso de las negociaciones con ETA. Sentémonos, señor asesino, hablemos de esto y de lo otro mientras me sigue apuntando con su pistola de contrabando.
Me encuentra un monedero que llevaba con algún billete y algo de calderilla, y me vuelve a insultar y me vuelve a pinchar, sulfurado ante la escasez de mi economía, como si yo tuviera la culpa de todos sus problemas vitales…(qué quieres, soy pobre, y además, las cuentas millonarias las tengo en suiza).
Al final se lleva el móvil y el monedero, la celeridad de mis pulsaciones y un trozo de mi orgullo ultrajado. Comienzo a andar de vuelta a casa, intentando entrar en calma y mirando a mi alrededor, convenciéndome de que el mundo vuelve a su inocua modalidad tras un breve lapsus de irrealidad amenazante. Y aquí comienza lo malo, porque es cuando reverdece en mí un atisbo de dignidad tardía que comienza a enfurecerme. Los cobardes siempre resultamos ser valientes a destiempo. Me importa una mierda el móvil y el dinero, pero lo que me tortura es no haber tenido el instinto del valor, la determinación rauda y precisa de enfrentarme a lo imprevisible. Dirán que hice lo sensato, lo prudente, no opuse resistencia. Pero la prudencia y la sensatez son valores de escasa categoría heroica. No es el orgullo de machito vapuleado, es la sensación de haberme faltado al respeto, de haber consentido la injusticia ominosa del que se atreve al abuso tras la promesa del navajazo. Lo que me hiere es no haber tenido el arrojo de coraje que me expone al riesgo de la demencia, pero que dignifica mi disposición a enfrentarme con el horror y el ultraje. Decía John Le Carré que hay que tener temple de héroe para ser simplemente una persona decente, yo no quiero ser un héroe, pero quiero otra oportunidad para medirme a mí mismo, para volver al pasado, quiero vencer el temblor del riesgo, quiero vivir la tragedia del soldado.
Sin darme tiempo si quiera a respirar, me vuelve a mentar a la madre, y uno siente fastidio por no poder decirle “oye, tio, irrumpes en mi pacífico caminar, me amenazas con un arma, me quieres robar todo lo que llevo, ¿y encima te crees con derecho a insultar a mi madre?. Petrificado por el susto, e inmovilizado por la presión de su antebrazo a la altura de mi nuez, le digo que no llevo nada…”te lo clavo cabrón, que tengo el mono y te juro que te pincho hijo puta” (más insultos, buhhhh). Comienza a cachearme al modo en que cachean los delincuentes con nervios de caballo, con ansiedad demente e imprecisa…”como te encuentre algo te juro que te lo clavo…”. Me encuentra el móvil y tras sentirse lógicamente indignado por mi hipocresía de reo indefenso y asustado, me clava el destornillador en el cuello con más esmero del que mi dermis hubiere deseado…”como no me des la de pasta te juro que te mato…” Qué difícil es razonar con un psicópata, no aceptan la realidad, la realidad les supera y se ponen histéricos y no hay negociación que valga, por eso me pregunto si no será una gran gilipollez eso de las negociaciones con ETA. Sentémonos, señor asesino, hablemos de esto y de lo otro mientras me sigue apuntando con su pistola de contrabando.
Me encuentra un monedero que llevaba con algún billete y algo de calderilla, y me vuelve a insultar y me vuelve a pinchar, sulfurado ante la escasez de mi economía, como si yo tuviera la culpa de todos sus problemas vitales…(qué quieres, soy pobre, y además, las cuentas millonarias las tengo en suiza).
Al final se lleva el móvil y el monedero, la celeridad de mis pulsaciones y un trozo de mi orgullo ultrajado. Comienzo a andar de vuelta a casa, intentando entrar en calma y mirando a mi alrededor, convenciéndome de que el mundo vuelve a su inocua modalidad tras un breve lapsus de irrealidad amenazante. Y aquí comienza lo malo, porque es cuando reverdece en mí un atisbo de dignidad tardía que comienza a enfurecerme. Los cobardes siempre resultamos ser valientes a destiempo. Me importa una mierda el móvil y el dinero, pero lo que me tortura es no haber tenido el instinto del valor, la determinación rauda y precisa de enfrentarme a lo imprevisible. Dirán que hice lo sensato, lo prudente, no opuse resistencia. Pero la prudencia y la sensatez son valores de escasa categoría heroica. No es el orgullo de machito vapuleado, es la sensación de haberme faltado al respeto, de haber consentido la injusticia ominosa del que se atreve al abuso tras la promesa del navajazo. Lo que me hiere es no haber tenido el arrojo de coraje que me expone al riesgo de la demencia, pero que dignifica mi disposición a enfrentarme con el horror y el ultraje. Decía John Le Carré que hay que tener temple de héroe para ser simplemente una persona decente, yo no quiero ser un héroe, pero quiero otra oportunidad para medirme a mí mismo, para volver al pasado, quiero vencer el temblor del riesgo, quiero vivir la tragedia del soldado.