TL;DR Hay gente que no entiende las clasificaciones.
Este año ya finalizado hice como el pana Ignacio y limité mi participación a un único evento deportivo: una carrera mítica con un contexto histórico insuperable, un entorno precioso, una buena organización y una distancia muy selectiva. Se iba a celebrar en sábado, existiendo el domingo según el programa una plétora de carreras secundarias para toda la familia. Para aprovechar el viaje, mi intención era hacer la grande y luego un par el domingo, la más cortita que hubiese para adultos y la más larga si no se solapaban. Con meses de antelación, antes de que se publicasen los horarios, contacté con la organización para intentar influir si había posibilidad. Al cabo de un par de semanas me respondieron negativamente diciendo que el domingo solamente se podría participar en una. Además, habían actualizado el programa y habían recortado la longitud de la más larga del segundo día. Me fastidió un poco, pero qué se le iba a hacer.
El sábado de la carrera estrella me levanté a las 4:30 para llenar el estómago con calma. A las 6:00 nos llevaron al punto de salida, ya que la ruta era en línea de vuelta hasta el pueblo donde estaba alojado. Allí me embadurné con un filtro solar de 50+ del Decathlon que nunca había probado para proteger mi delicada piel del sol que iba a lucir durante el resto del día. A partir de entonces ya no tengo referencias temporales precisas, puesto que no quise llevar reloj durante la prueba para no agobiarme. Mi estrategia era sencilla: llevar un ritmo controlado incluso cuando el cuerpo me pidiese más. No solo era un recorrido suficientemente largo (el mayor para mí después del del año anterior) como para venirse abajo a medio camino, sino que encima al día siguiente tenía que competir otra vez.
Mi salida, como siempre, fue relajada. Al cabo de un par de minutos ya iba adelantando a unos cuantos y para cuando las posiciones se habían estabilizado los de delante estaban lejísimos. Había como mínimo tres, pero seguro que alguno más habría fuera de mi campo de visión. Detrás tenía enganchada una chica. Iba cómodo y aceleré un pelín. En poco rato me había despegado un poco de la chica y había recortado claramente la distancia con el de delante. No obstante, frené porque la estrategia contemplaba ya ese caso: por bien que me sintiese, debía moderar la velocidad.
Pronto esa estrategia fue papel mojado. Después de un inicio asequible, el recorrido fue adquiriendo una dureza inusitada. Con un esfuerzo moderado no se podía llegar, había que meterle caña. En intensidad ya había hecho alguna prueba más exigente, pero en combinación de intensidad y duración esta fue la más exigente que haya hecho jamás. Según el criterio granadino, por tanto, es la más dura del mundo. Iba preocupado por cómo pagaría el sobresfuerzo no previsto en el tramo final y horrorizado por cómo lo pagaría el domingo, pero no quedaba otra. Mi único consuelo era que los demás tenían que estar sufriendo también lo suyo. Así acabó siendo, ya que hubo una verdadera escabechina de participantes. En ninguna otra prueba en la que hubiese participado había habido tantos abandonos en términos absolutos como en aquella (en términos relativos, con los pocos que participamos, ya ni te cuento).
Pero no estamos en el hilo de las epopeyas, así que avanzaré el relato hasta el último avituallamiento, aproximadamente a una hora de meta. Me dice uno de la organización:
—¡Muy bien! Vas tercero.
—¿¿De veras?? —No me lo podía creer.
—¡Sí! —respondió otro señalándome hacia adelante—. Los dos primeros van por allí. Si vas rápido, los puedes adelantar. ¡Vamos!
—Vamos —repetí medio riendo.
"Allí" era tan lejos que ni siquiera podía ver a los rivales. De todas formas, nunca me había encontrado (conscientemente) en una ocasión como aquella, y seguramente nunca me volveré a encontrar en la vida. Daba igual si el domingo quedaba último, había que intentarlo. Me puse el cuchillo entre los dientes y fui a la caza de los primeros.
Faltando todavía el trecho que faltaba, tampoco me volví loco. Empecé a acelerar progresivamente, no intentando pasar a la siguiente marcha hasta que la actual estuviese consolidada. Al cabo de un rato iba a petar igualmente, pero como mínimo que la ilusión se pudiese saborear un poco. La cercanía de la victoria da unas fuerzas adicionales, y mucho más si los rivales empiezan a distinguirse y a verse cada vez más cerca. Acabé llegando a un ritmo (como decía, no puedo hablar de velocidad al no llevar ningún medio de medirla) impensable para mí. Muy pocas veces había llegado a él entrenando y nunca lo había sostenido más de diez o quince minutos. No obstante, daba igual si el domingo no podía ni participar: había que intentarlo.
El tramo final volvía a tener una dificultad asequible. Veía acercarse lentamente el pueblo, veía acercarse más lentamente a los de delante, y sorprendentemente mantenía aquel ritmo infernal que había conseguido. Incluso cuando me pareció ver otro competidor por delante de los otros dos. ¿¿Me habían engañado los del avituallamiento?? ¿O fue un espejismo? No importaba, había que seguir a pesar de las dudas y a pesar de que el ritmo al que les comía el terreno no parecía suficiente para ganar. Casi en el pueblo nos desviaron hacia la derecha en lugar de hacernos ir en línea recta hasta la meta. En el fondo me beneficiaba porque me daba un poco más de tiempo para recortar, pero añadía incertidumbre sobre cuánto quedaba para acabar, de modo que no me hizo ninguna gracia. Luego entendí que era para que la recta de meta fuese más visible para el público. Aun así, había que continuar por si los de delante fallaban.
Aunque llegué a tener a los dos de delante casi a tocar, cuando los vi entrar en recta de meta ya tuve claro que no los pillaría. Entonces sí que reduje a una velocidad tranquila por miedo a que, después de tanta tralla, me fuese a dar un calambre en el momento más inoportuno, justo delante de toda la gente. A pesar de la persecución fracasada, a pesar de la duda de si acababa en el podio o no, la sensación durante los últimos metros fue de mucha satisfacción. Primero, por haber conocido por una vez en la vida la emoción de poder ganar. No diré la excitación del tiburón al oler la sangre porque no hubo adrenalina (tampoco creo que hubiese sido muy provechosa en una prueba de fondo), pero sí unas ganas especiales. En segundo lugar, porque el cuerpo respondió mucho mejor de lo soñado, más aun después de la inesperada paliza que le había metido previamente. Simplemente, durante la mayor parte de la prueba los de delante se habían labrado una ventaja demasiado grande como para reducirla en el trecho final.
Tras cruzar meta saludé al alcalde, a dos que había llegado antes que yo y a un campeón del mundo y medallista olímpico que la organización había invitado para la entrega de premios. Anduve un poco atontado después del esfuerzo. Además, tuve el poco tino de responder en broma "un milagro" cuando me preguntaron que qué necesitaba. No la entendieron como tal y me hicieron sentar para que un médico me hiciese un reconocimiento (me recomendó té pero no tomo estimulantes). De nada servía ya que yo dijese que estaba bien, no me dejaron moverme. Lo cierto es que al pararme comenzaron los males. Empecé a temblar de frío y la piel empezó a arderme. En el fragor de la batalla no me había dado cuenta de que la crema solar del Decathlon es UNA MIERDA y tenía la piel granate. Amabilísimamente me untaron con aloe vera y me pusieron pantalones largos (les había dado tal impresión de inutilidad que ni eso me dejaron hacer solo).
En la organización había un veterano de otro deporte que en seguida me ofreció una pastilla. La rechacé bromeando sobre el control antidopaje y el hombre, ligeramente ofendido, me dijo que eran vitaminas, que si quería mirase el prospecto. Se lo agradecí pero le informé de que no tomo suplementos. Como no se me pasaba el frío, me acompañó al interior de una cafetería donde acudió también una enfermera a ponerme en el dedo una pinza de esas que miden la saturación de oxígeno y no sé qué más. Los resultados eran correctos como era de esperar, pero el veterano seguía erre que erre (con toda la buena intención del mundo, que quede claro) con que tenía que tomar electrolitos y mil cosas más para recuperarme, mientras yo seguía erre que erre con que no hace falta. Al final acabé entrando en calor y volví a la zona de meta.
En la hora transcurrida desde mi llegada, había oído la de por lo menos dos deportistas más. Me acerqué a la chica que rellenaba la hoja de resultados (cronometraje manual) y por encima de su hombro vi que solamente había cuatro filas rellenadas, con mi nombre en la segunda.
—¿Dónde están los que faltan?
—Los retirados no los ponemos en esta lista.
—Sigue faltando gente, ¿no? Porque yo no he sido el segundo.
—Sí, has quedado segundo porque los dos primeros iban juntos —posteriormente me enteré de que eran amigos y ya habían hecho alguna otra vez eso de hacer una carrera en pareja— y por eso están los dos con el mismo tiempo.
—Ah... Entonces en realidad he quedado tercero, ¿no?
—Bueno... si lo quieres ver así...
No llegué a responder que lo veía como era. De todas formas, el tercer puesto me sabía a gloria. Uno de los tres participantes que había visto por delante cerca de meta había sido al final una alucinación. ¡Qué bien! Encima, había acabado a la menor distancia del ganador de mi vida. Ni en competiciones de menos de media hora había quedado tan cerca de cabeza.
Después de rondar un rato más por meta, me fui a la habitación a ducharme y tumbarme un poco, porque la entrega de premios no se haría hasta la noche. El veterano me propuso acompañarme en coche, ofrecimiento que también rechacé por encontrarse a menos de cinco minutos. A los pocos metros de caminar me crucé con un grupo de gente que se pusieron a aplaudirme. Sin estar seguro de si me animaban o se cachondeaban, levanté tímidamente la mano para saludar.
En la evaluación de daños llevada a cabo en la habitación, contra todo pronóstico, no destacaban los problemas musculares. Estaba físicamente agotado, sí, pero no había ningún dolor localizado. Lo que no sabía era si porque estaba bien, o porque el escozor cutáneo los hacía negligibles. En fin, me comí un paquete de galletas y me acosté. No pegué ojo por culpa de las quemaduras solares. Antes de ir a la entrega de premios me pasé por la farmacia de guardia a comprar lo que fuera (aloe vera, que era lo único que tenían).
En la entrega hubo trofeo para todos, incluso para los retirados. La única distinción para los tres primeros fue un obsequio adicional. Para tener las manos libres durante el pica pica posterior, por cierto, lo dejé en un rincón y me lo hurtaron. A última hora el ladrón devolvió el botín porque había sido uno de los dos primeros, que lo cogió pensando que era el suyo. Con el caso resuelto, me fui a dormir.
Me metí en la cama por segunda vez con la incógnita de mi estado al día siguiente. Ni había realizado ningún estiramiento de los que había planificado, ni sentía el destrozo interno habitual después de un sobreesfuerzo, ni había comido tanto como pretendía, ni las quemaduras parecían dispuestas a darme descanso. En fin, ya se vería.
El domingo me levanté a las siete y pico. Sin haber descansado bien, por lo menos el sueño no había sido tan malo como me temía. Físicamente estaba parecido, con el único dolor el cutáneo y sin necesidad de estirar. Sobre las 9 fui a ver las carreras infantiles. Las de adultos no estaban programadas hasta las 10:45 y en ese rato me encontré con algunos de los participantes del sábado. Ninguno se había animado a repetir y solo uno me dijo que me envidiaba (porque su mujer iba a participar en las del domingo y él se tenía que quedar a cargo de su hijo). Mientras me embadurnaba nuevamente con la MIERDA de protección solar del Decathlon (la única que tenía), vino uno con el que había charlado antes y me dijo que su mujer quería saludarme. Ella me extendió la mano y le advertí:
—Te voy a pringar con la crema.
—Da igual. Estás loco, ¿eh?
—Un poco.
Yo desde luego no tenía ganas de volver a competir, pero tampoco me iba a rajar sin intentarlo. La del domingo tampoco era nada del otro mundo (el primero la completaría en unas dos horas) y ya otras veces había hecho dos y tres competiciones en un mismo fin de semana. Con mucha menos caña el sábado, pero en peor estado antes de la salida.
La organización falló bastante con los horarios dominicales y al final se dio la salida más cerca de las doce que de las once. Juntaron las tres carreras de adultos en una única salida, porque los recorridos eran de ida y vuelta por el mismo camino, con la diferencia de que en cada una se daba media vuelta en un punto u otro. Tampoco me gustó eso porque al principio había mucha gente. Pasado el caos inicial, me sorprendí al sentir el cuerpo bastante bien. Solamente me faltaba una puntita de velocidad que tampoco iba a querer utilizar hasta el tramo final. Por lo demás, ni molestias ni dolores.
Esta vez sí cogí el reloj y cuando llegué al punto de giro en una hora y cinco minutos aluciné porque las buenas sensaciones se confirmaban en el cronómetro. Lástima que la alegría dure poco en casa del pobre y apenas girar se acabó la magia. Una ligera brisa que no había notado en la ida pero que seguramente me había ayudado soplaba ahora en contra. El ritmo se me rompió, mentalmente me bloqueé y los músculos declararon el final de la fiesta. Aunque objetivamente la vuelta no fue tan pésima (diez minutos más que la ida), a mí se me hizo un mundo.
Sin fuerzas, sin ganas, el regusto al cruzar meta fue opuesto al del día anterior. Allí me recibió efusivamente una desconocida con gafas de sol. Después de darme dos besos caí en que era la ganadora femenina del sábado, que se acababa de enterar de que doblabla. Yo habría querido darle más besos, comer con ella, mirar las estrellas cogidos de la mano, casarnos, tener hijos y nietos juntos. Sin embargo, cuando uno que estaba allí me dijo "y ahora a comer, ¿no?", lo único que me salió fue "pues no tengo mucha hambre". Y se me escapó la chavala.
El veterano volvía a estar repartiendo brebajes y nuevamente fue muy servicial conmigo, aunque con menos insistencia tras mi tozudez del día anterior. No pude evitar pincharle un poco antes de irme:
—¿Has visto como no hacen falta todas esas cosas?
—¡Discrepo!
Me limité a reír porque no es algo opinable sino recién demostrado. Para hacer deporte y no ganar, basta una alimentación convencional. Quien quiera tomar suplementos que lo haga, pero sin el argumento ridículo de que, si no, no se puede.
Por ir acabando, me llamó la atención que el error de la que llevaba la clasificación fuera bastante generalizado. Estuve hasta el lunes en la zona y un par de veces me presentaron como el que había quedado segundo.
—No, no, tercero —corregía yo inmediatamente.
—Pero los dos primeros iban juntos —me replicaba quien presentaba a las partes.
—Bueno, pero llegué el tercero.
—Mmm... —con cara de no quedar convencido.
Con tres o cuatro distintos que conocían los resultados, la conversación tipo fue parecida:
—Felicidades por tu segundo puesto.
—Muchas gracias, pero fui tercero.
—No, segundo, porque los primeros llegaron juntos.
—Pero eran dos, por tanto yo llegué el tercero.
—Bueno, pero hiciste el segundo mejor tiempo.
—Eso sí, pero llegué en tercera posición.
—Bueno, entonces felicidades por el segundo tiempo y el tercer lugar.
—Gracias...