Los chavales de ahora no saben lo que es una discoteca, qué va.
Me acuerdo perfectamente de la primera vez que fui a una. Como la mayoría de
los que nacimos cuando a Franco le quedaban dos telediarios, fue en el viaje
de fin de curso.
Aquel año nos habíamos cambiado de barrio, pasando de un ambiente de los de
colegio de monjas, fiestas de cumpleaños con sandwiches y María Luisa Seco y
visita dominical al Benlliure para ver doble sesión de “Festival Tom y
Jerry” y “Simbad y el ojo del tigre”, a otro de película de Eloy de la
Iglesia, amiguitos que te quitaban el reloj a golpe de bate, y calimotxo en
el parque escuchando a Kortatu. Con los doce años que tenía, el cambio de
ambiente me envolvió de tal manera que acabó revelándome mi vocación: No
tener personalidad.
El caso es que ese año me quedaron 8 asignaturas (¡¡¡la ostia, si debíamos
tener 9!!!) pero le conseguí comer el tarro a mi madre con el rollo de que
era una vez en la vida. Como vi que funcionaba, me empeñé en ir dos veces
más, consiguiendo para mi curriculum el simpático dato de ser el tipo más
feo que haya hecho tres veces octavo de E.G.B.
El primero de ellos fue a Torremolinos, que era lo que se llevaba en la
época. Ahora los cabrones se van a Amsterdam.
Fue entonces cuando descubrí una de las verdades primordiales de la
existencia: “Puede que sobrevivas metido en una sauna con 100 cretinos, pero
hacer un viaje en autocar con 50 es una muerte segura”.
¿Os acordáis de esos putos viajes? Quizá fuera el efecto de someter sus
cerebros a una velocidad media de 60 kilómetros por hora, estar rodeados de
mochilas con olor a mortadela, o la vibración continuada del asiento bajo
sus pelotas, pero el viaje en autocar los transformaba en bestias
despiadadas, ávidas de destrozar mi cerebro con sus rituales rítmicos
populares.
Había una canción de sardinas con la acertada frase de “ala chi chi chi chi
guagua, ala gua gua gua gua chichi” que pegaba muy fuerte por entonces. Al
final tenías que acabarla con el nombre de alguno de los miembros del circo
escolar para que ése la cantase, generalmente la chica o el chico que te
gustaba.
Era delicioso pasarse 8 horas mirando los chicles pegados en el asiento de
delante y escuchando aquella excitante antología de la canción absurda y
comprometedora.
Luego estaba el grupo de los mayores, del que acabé formando parte años
después, porque eran los que habían repetido curso continuamente. Estos se
dividían en varios subgrupos, pudiendo intercambiar características entre
unos y otros a lo largo del viaje:
-Jugadores de naipes y desencantados: Eran los que ya tenían barba cerrada
cuando tú sólo tenías pelusa debajo de la nariz. Comedores compulsivos de
pipas y escupidores natos, eran capaces de formar montoncitos de basura
orgánica con formas divertidas y desenfadadas, como la silueta del Che, o la
de Michael Landon en Bonanza. Se pasaban todo el viaje jugando a las cartas,
siendo capaces de mantener al mismo tiempo esa enigmática expresión de
gilipollas meditabundo que tanto intrigaba a las profesoras. Encabezaba la
lista de juegos el entrañable mus, pero no era difícil verlos jugar a otra
de las cerca de 6000 formas que tenían de pasar 8 horas en trance mirando
unas cartulinas con personajes de El Príncipe Valiente.
-Guapos, fuertes, o simplemente gilipollas con suerte: Estos se pasaban todo
el viaje dándose el lote. Increíble. Nunca se sabía quienes eran hasta que
bajaban del autocar, porque estaban en todo momento pegados por sus bocas.
Se daban esos filetazos de adolescente inexperto que tantas veces quisimos
imitar en nuestra infancia: O se quedaban pegados sin mover la cabeza
durante considerables periodos de tiempo, o se dedicaban a girar la lengua
centrífugamente de tal manera que si te sentabas detrás o delante de la
pareja, podías acabar con tal cantidad de su saliva, que no tendrías que
preocuparte de comprar gomina. Casualmente estos son de los que te
encuentras después de los años y no valen ni para tomar por culo, pero cómo
se lo pasaron los cabrones en sus tiempos mozos.
-Pecadores en general: Eran los que fumaban y bebían. Tenían verdadera magia
para hacer lo que les saliera de las pelotas: Si tú te intentabas fumar un
cigarro en el autocar, lo hacías después de haber pasado varias horas
sudando la estrategia, escondido debajo de un asiento y finalmente tirándolo
sin fumar porque con los nervios lo habías encendido al revés y en esa época
sólo comprabas cigarros sueltos. Pues bien, estos tipos fumaban cuando les
apetecía sin cortarse un pelo y se ponían ciegos de calimotxo sin cortarse
otro. Cuando el profesor los descubría, acababa bebiendo y fumando con ellos
mientras los trataba como si fueran cuñados suyos.
No hay nada como aquellos viajes de autocar.
Pero me voy del tema y yo estaba hablando de mi primera discoteca. Decía que
estábamos en Torremolinos. En los viajes de fin de curso, solíamos ir a
discotecas en las que estábamos nosotros solos. Supongo que con la E.S.O y
esos rollos esto habrá cambiado, pero cuando nosotros íbamos, los profesores
se encargaban de controlarte si fumabas o bebías en la discoteca, por eso el
calentamiento hepático se hacía en la habitación del hotel. Desde entonces
no he podido volver a probar la ginebra. ¿Qué habrá sido de aquellas
vomitonas?
La discoteca en cuestión se llamaba Dalí, como el músico. Aquello era un
jodido acontecimiento de magnitudes astronómicas en mi vida. Mi primera
discoteca.
Ese ostión de la música en la jeta cuando abrías la puerta y esas bolitas de
luz que proyectaba la bola psicodélica en el local, cual ninfas aladas que
tornaban tu cara dotándola de esa madurez y frialdad que caracteriza a los
grandes amantes.
Debía ser el 85 o el 86 y en las discotecas ponían música de discoteca: CC
Catch, Modern Talking, Madonna y ese tipo de historias. Acabo de recordar
que también pusieron esa noche a Los Ilegales y a Siniestro Total. Qué
cosas.
Eso era otro rollo. Antes de que llegara el Acid House y jodiera el invento,
las discotecas eran un universo de fantasía y posibilidades. Yo me estanqué
en la fantasía y dejé las posibilidades para los demás.
Para dar comienzo a la sesión, a eso de las 6 o 6 y media de la tarde,
siempre ponían la música de 2001 una odisea del espacio, o un tema de
similar carácter épico. Las bebidas eran un tema fascinante. No harás
mezclas más imposibles a lo largo de tu vida. El Peppermint con Licor 43 y
el DYC con Ryalcao, daban el toque exótico que necesitaba tu mano de
mozalbete. Los paquetes de tabaco compartidos entre 5 tíos y el condón, que
gracias a Dios nunca hubo necesidad de compartir, conformaban el botiquín
del quinceañero con las hormonas desbocadas.
Y así pasábamos la tarde en la discoteca, hasta que llegaban las 9 y media-
hora de cerrar la sesión de tarde- y hacían lo que constituía la ración
semanal de autoestima de toda una generación de perdedores: Poner la lenta.
Aquellos que nunca supimos que coño había que hacer para hablar con una tía,
teníamos nuestros 5 minutos de gloria cuando ponían la lenta. Empezaba a
sonar Lionel Richie, Jennifer Rush, o algún otro viejo petardo melancólico y
podías disfrutar de la sensación de abrazar a alguien del sexo opuesto que
no fuera de tu familia. Las tías parecían tener un repentino sentimiento de
culpa y ninguna se resistía a ese último baile. Con las lentas descubrí dos
cosas que no sospechaba: Lo bien que huelen y lo mal que bailo.
Luego viajecito en Metro, vomitona silenciosa en casa y ese maravilloso olor
a perfume barato, que se ha convertido en obsesión con los años.
Los chavales de ahora no saben lo que es una discoteca, qué va.
Me acuerdo perfectamente de la primera vez que fui a una. Como la mayoría de
los que nacimos cuando a Franco le quedaban dos telediarios, fue en el viaje
de fin de curso.
Aquel año nos habíamos cambiado de barrio, pasando de un ambiente de los de
colegio de monjas, fiestas de cumpleaños con sandwiches y María Luisa Seco y
visita dominical al Benlliure para ver doble sesión de “Festival Tom y
Jerry” y “Simbad y el ojo del tigre”, a otro de película de Eloy de la
Iglesia, amiguitos que te quitaban el reloj a golpe de bate, y calimotxo en
el parque escuchando a Kortatu. Con los doce años que tenía, el cambio de
ambiente me envolvió de tal manera que acabó revelándome mi vocación: No
tener personalidad.
El caso es que ese año me quedaron 8 asignaturas (¡¡¡la ostia, si debíamos
tener 9!!!) pero le conseguí comer el tarro a mi madre con el rollo de que
era una vez en la vida. Como vi que funcionaba, me empeñé en ir dos veces
más, consiguiendo para mi curriculum el simpático dato de ser el tipo más
feo que haya hecho tres veces octavo de E.G.B.
El primero de ellos fue a Torremolinos, que era lo que se llevaba en la
época. Ahora los cabrones se van a Amsterdam.
Fue entonces cuando descubrí una de las verdades primordiales de la
existencia: “Puede que sobrevivas metido en una sauna con 100 cretinos, pero
hacer un viaje en autocar con 50 es una muerte segura”.
¿Os acordáis de esos putos viajes? Quizá fuera el efecto de someter sus
cerebros a una velocidad media de 60 kilómetros por hora, estar rodeados de
mochilas con olor a mortadela, o la vibración continuada del asiento bajo
sus pelotas, pero el viaje en autocar los transformaba en bestias
despiadadas, ávidas de destrozar mi cerebro con sus rituales rítmicos
populares.
Había una canción de sardinas con la acertada frase de “ala chi chi chi chi
guagua, ala gua gua gua gua chichi” que pegaba muy fuerte por entonces. Al
final tenías que acabarla con el nombre de alguno de los miembros del circo
escolar para que ése la cantase, generalmente la chica o el chico que te
gustaba.
Era delicioso pasarse 8 horas mirando los chicles pegados en el asiento de
delante y escuchando aquella excitante antología de la canción absurda y
comprometedora.
Luego estaba el grupo de los mayores, del que acabé formando parte años
después, porque eran los que habían repetido curso continuamente. Estos se
dividían en varios subgrupos, pudiendo intercambiar características entre
unos y otros a lo largo del viaje:
-Jugadores de naipes y desencantados: Eran los que ya tenían barba cerrada
cuando tú sólo tenías pelusa debajo de la nariz. Comedores compulsivos de
pipas y escupidores natos, eran capaces de formar montoncitos de basura
orgánica con formas divertidas y desenfadadas, como la silueta del Che, o la
de Michael Landon en Bonanza. Se pasaban todo el viaje jugando a las cartas,
siendo capaces de mantener al mismo tiempo esa enigmática expresión de
gilipollas meditabundo que tanto intrigaba a las profesoras. Encabezaba la
lista de juegos el entrañable mus, pero no era difícil verlos jugar a otra
de las cerca de 6000 formas que tenían de pasar 8 horas en trance mirando
unas cartulinas con personajes de El Príncipe Valiente.
-Guapos, fuertes, o simplemente gilipollas con suerte: Estos se pasaban todo
el viaje dándose el lote. Increíble. Nunca se sabía quienes eran hasta que
bajaban del autocar, porque estaban en todo momento pegados por sus bocas.
Se daban esos filetazos de adolescente inexperto que tantas veces quisimos
imitar en nuestra infancia: O se quedaban pegados sin mover la cabeza
durante considerables periodos de tiempo, o se dedicaban a girar la lengua
centrífugamente de tal manera que si te sentabas detrás o delante de la
pareja, podías acabar con tal cantidad de su saliva, que no tendrías que
preocuparte de comprar gomina. Casualmente estos son de los que te
encuentras después de los años y no valen ni para tomar por culo, pero cómo
se lo pasaron los cabrones en sus tiempos mozos.
-Pecadores en general: Eran los que fumaban y bebían. Tenían verdadera magia
para hacer lo que les saliera de las pelotas: Si tú te intentabas fumar un
cigarro en el autocar, lo hacías después de haber pasado varias horas
sudando la estrategia, escondido debajo de un asiento y finalmente tirándolo
sin fumar porque con los nervios lo habías encendido al revés y en esa época
sólo comprabas cigarros sueltos. Pues bien, estos tipos fumaban cuando les
apetecía sin cortarse un pelo y se ponían ciegos de calimotxo sin cortarse
otro. Cuando el profesor los descubría, acababa bebiendo y fumando con ellos
mientras los trataba como si fueran cuñados suyos.
No hay nada como aquellos viajes de autocar.
Pero me voy del tema y yo estaba hablando de mi primera discoteca. Decía que
estábamos en Torremolinos. En los viajes de fin de curso, solíamos ir a
discotecas en las que estábamos nosotros solos. Supongo que con la E.S.O y
esos rollos esto habrá cambiado, pero cuando nosotros íbamos, los profesores
se encargaban de controlarte si fumabas o bebías en la discoteca, por eso el
calentamiento hepático se hacía en la habitación del hotel. Desde entonces
no he podido volver a probar la ginebra. ¿Qué habrá sido de aquellas
vomitonas?
La discoteca en cuestión se llamaba Dalí, como el músico. Aquello era un
jodido acontecimiento de magnitudes astronómicas en mi vida. Mi primera
discoteca.
Ese ostión de la música en la jeta cuando abrías la puerta y esas bolitas de
luz que proyectaba la bola psicodélica en el local, cual ninfas aladas que
tornaban tu cara dotándola de esa madurez y frialdad que caracteriza a los
grandes amantes.
Debía ser el 85 o el 86 y en las discotecas ponían música de discoteca: CC
Catch, Modern Talking, Madonna y ese tipo de historias. Acabo de recordar
que también pusieron esa noche a Los Ilegales y a Siniestro Total. Qué
cosas.
Eso era otro rollo. Antes de que llegara el Acid House y jodiera el invento,
las discotecas eran un universo de fantasía y posibilidades. Yo me estanqué
en la fantasía y dejé las posibilidades para los demás.
Para dar comienzo a la sesión, a eso de las 6 o 6 y media de la tarde,
siempre ponían la música de 2001 una odisea del espacio, o un tema de
similar carácter épico. Las bebidas eran un tema fascinante. No harás
mezclas más imposibles a lo largo de tu vida. El Peppermint con Licor 43 y
el DYC con Ryalcao, daban el toque exótico que necesitaba tu mano de
mozalbete. Los paquetes de tabaco compartidos entre 5 tíos y el condón, que
gracias a Dios nunca hubo necesidad de compartir, conformaban el botiquín
del quinceañero con las hormonas desbocadas.
Y así pasábamos la tarde en la discoteca, hasta que llegaban las 9 y media-
hora de cerrar la sesión de tarde- y hacían lo que constituía la ración
semanal de autoestima de toda una generación de perdedores: Poner la lenta.
Aquellos que nunca supimos que coño había que hacer para hablar con una tía,
teníamos nuestros 5 minutos de gloria cuando ponían la lenta. Empezaba a
sonar Lionel Richie, Jennifer Rush, o algún otro viejo petardo melancólico y
podías disfrutar de la sensación de abrazar a alguien del sexo opuesto que
no fuera de tu familia. Las tías parecían tener un repentino sentimiento de
culpa y ninguna se resistía a ese último baile. Con las lentas descubrí dos
cosas que no sospechaba: Lo bien que huelen y lo mal que bailo.
Luego viajecito en Metro, vomitona silenciosa en casa y ese maravilloso olor
a perfume barato, que se ha convertido en obsesión con los años.
Los chavales de ahora no saben lo que es una discoteca, qué va.