cuellopavo
El hombre y la caja
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- 23 Abr 2006
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Corrían los ochenta, supongo que mas a finales que a mediados, no lo recuerdo bien, pero si el piso, el típico piso de estudiantes de Santiago, mas bien feo, mas bien frío, y donde uno estaba mas bien poco. Muchos fines de semana me quedaba yo sola intentando estudiar lo que nunca había estudiado por la semana, supongo que para tranquilizar mi conciencia y la de mis padres.
Se hacían tres días larguísimos desde que el viernes antes de comer mis compañeras de piso me abandonaban, yo sola, con la tele como único ruido, no existían los teléfonos móviles, y se usaba cada dos días el locutorio de mi calle, en la esquina de Santiago de Chile con Fray Rosendo Salvado, creo que ahora ya ni existe.
Comía, dormía, me levantaba, cenaba y no estudiaba; lo intentaba, eso si, pero nada, mi mente siempre viajaba a los lugares mas remotos cuando los apuntes estaban frente a mis retinas, pero algo curioso sucedía siempre cuando me metía en cama.
Al otro lado de la pared había una habitación que pertenecía a otro piso, que ni siquiera estaba en nuestro portal -estaba en el portal de al lado- pero que por razones de economía, el constructor decidió hacerla lo mas liviana posible, y tanto mi vecino yo como escuchábamos todo lo que hacíamos. Extrañamente, los fines de semana cuando nos quedábamos solos, hacíamos ruidos en la pared que uno y otro contestábamos, un extraño lenguaje Morse que nos hacia las tardes mas amenas; y lo mismo al acostarnos, sonidos que creábamos con nuestras manos, y después de respondernos nos dormíamos.
Era increíble, jamás nos hablamos, pero esa comunicación nos hacía sentirnos acompañados.
Una tarde de domingo coincidimos por la ventana -que también estaban pegadas- nos dijimos hola por primera vez en el año; el chico no era guapo pero tampoco feo, yo más o menos como él. Perdimos un poco la timidez, seguimos hablando y hablando hasta que el se decidió, me invitó a un café en una cafetería cercana -creo que se llamaba Luchi Lucke, era enorme- me vestí a toda prisa, supernerviosa, como quien espera por su novio, el supongo que también, bajamos, paseamos hasta la Cafetería, nos tomamos el café y volvimos al edificio, pero ni el ni yo fuimos capaces de invitarnos al piso...
Cada uno se fue para su piso, solos... Nunca me lo perdonaré... el supongo que tampoco.
Se hacían tres días larguísimos desde que el viernes antes de comer mis compañeras de piso me abandonaban, yo sola, con la tele como único ruido, no existían los teléfonos móviles, y se usaba cada dos días el locutorio de mi calle, en la esquina de Santiago de Chile con Fray Rosendo Salvado, creo que ahora ya ni existe.
Comía, dormía, me levantaba, cenaba y no estudiaba; lo intentaba, eso si, pero nada, mi mente siempre viajaba a los lugares mas remotos cuando los apuntes estaban frente a mis retinas, pero algo curioso sucedía siempre cuando me metía en cama.
Al otro lado de la pared había una habitación que pertenecía a otro piso, que ni siquiera estaba en nuestro portal -estaba en el portal de al lado- pero que por razones de economía, el constructor decidió hacerla lo mas liviana posible, y tanto mi vecino yo como escuchábamos todo lo que hacíamos. Extrañamente, los fines de semana cuando nos quedábamos solos, hacíamos ruidos en la pared que uno y otro contestábamos, un extraño lenguaje Morse que nos hacia las tardes mas amenas; y lo mismo al acostarnos, sonidos que creábamos con nuestras manos, y después de respondernos nos dormíamos.
Era increíble, jamás nos hablamos, pero esa comunicación nos hacía sentirnos acompañados.
Una tarde de domingo coincidimos por la ventana -que también estaban pegadas- nos dijimos hola por primera vez en el año; el chico no era guapo pero tampoco feo, yo más o menos como él. Perdimos un poco la timidez, seguimos hablando y hablando hasta que el se decidió, me invitó a un café en una cafetería cercana -creo que se llamaba Luchi Lucke, era enorme- me vestí a toda prisa, supernerviosa, como quien espera por su novio, el supongo que también, bajamos, paseamos hasta la Cafetería, nos tomamos el café y volvimos al edificio, pero ni el ni yo fuimos capaces de invitarnos al piso...
Cada uno se fue para su piso, solos... Nunca me lo perdonaré... el supongo que tampoco.