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- 10 Jun 2006
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Como no tengo vida social y tampoco me gusta ver la tele, he pasado estas horas de tarde del sábado reflexionando acerca de los numerosos acontecimientos que me han convertido en el hombre que soy ahora. He experimentado cosas que vosotros no viviréis jamás, como ver a tu prima follada por el negro del barrio o que tu abuelo te confiese que comía pollas cuando tenía mi edad. En esta ocasión hablaré de la peculiar historia de José (creo haber contado como se folló a una puta adolescente en la habitación de mis padres), un chaval que iba al colegio conmigo.
Como ya debéis saber, yo aún vivía en la tierra prometida (la cuenca del Río de la Plata) cuando iba al colegio. A pesar de que mi familia era de clase media, por una serie de desafortunados acontecimientos acabamos viviendo en los suburbios de la capital, donde estaban (están) las colonias de mestizos (mezclas de europeo y gaucho). Estos subseres se caracterizan por llevar una vida picaresca, en la que el robo y la violencia son elementos comunes de su día a día. Como es lógico, yo debía convivir con estas personas diariamente en el colegio. A decir verdad, aquella fue una de las mejores etapas de mi vida: tenía vida social y les tocaba el culo a las hermanas de mis amigos.
Fue precisamente José, el delincuente en potencia, quien me convirtió en alguien popular (o sea, no me pegaba y me dejaba juntarme con él), a cambio de dejarle entrar a mi casa para que jugara con el ordenador. Al principio yo creía que era un intercambio justo, pero él comenzó a abusar. No sólo entraba a mi casa cuando yo le dejaba, sino que me obligaba a dejarle entrar. Además, dejó de invitarse a sí mismo sólo para jugar al ordenador: comenzó a llevar putas sin dientes para follárselas, a ducharse en mi cuarto de baño porque su casa no tenía suministro de agua, a comer la comida que me dejaba mi madre y a usar mi gomina para ponérsela en el vello púbico (no lo digo en broma). Además, cada dos por tres invitaba a sus amigos delincuentes para hacer pajas grupales mientras veían una revista porno de los 80 con más lamparones de lefa que la cama de un motel. Por esto, intenté acabar con la relación de “amistad” poco a poco, pero mis intentos fueron inútiles. Además, él se dio cuenta y amenazó con darme una paliza si no le dejaba seguir utilizando mi casa como sala de recreo personal.
Hasta que un día, ya harto del continuo abuso que sufría, le dije que no le iba a dejar entrar nunca más a mi casa. En ese momento no me contestó nada y se fue de allí con una expresión seria. Mi esfínter se contrajo ante aquella reacción como si me hubiera sacado la navaja allí mismo; de hecho, aquello había sido peor que un navajazo, porque yo estaba seguro de que se iba a vengar de alguna manera, y no sabría cómo hasta tener a sus 40 súbditos encima de mí dándome amor anal. Me la estaba jugando mucho al llevarle la contraria a un capo de la mafia infantil en un barrio marginal como el que vivía, en el que no existía la ley ni las figuras paternales (todos los varones adultos de más de 30 años estaban en la cárcel o en paradero desconocido), y me arrepentí de mi decisión 5 min. después de que se fuera de mi casa.
La semana después de aquello fue la peor de mi vida; cada vez que salía de casa miraba 3 o 4 veces hacia los lados y hacia atrás por si me seguían. Hasta que un día, mientras pasaba por enfrente de la iglesia del pueblo, me encontré a José, que me decía que le siguiera, que quería enseñarme una cosa. Pensé en salir corriendo, pero las piernas no me respondieron y simplemente me quedé mudo y quieto.
-Dale pelotudo, no tengo todo el día-me dijo con un acento argentino barriobajero que me revolvió las tripas.
-No me pegues–le contesté con voz suplicante.
Me cogió del brazo y me arrastró al interior de la capilla, que estaba desierta a aquellas horas. Pensé que aquel sería el último sitio que vería antes de morir, y lamenté ser ateo. Al entrar, vi algo tan singular que se me quedó grabado en la mente: un pringui que había visto algunas veces en el colegio (seguramente sería de cuarto o quinto curso) puesto a cuatro patas en el suelo, sin pantalones ni ropa interior y con un hilo de sangre que le chorreaba por las piernas. También estaban algunos de los súbditos de José. Los huevos ascendieron automáticamente hasta mi garganta y las lágrimas asomaron desde mis ojos al ver reflejado mi destino próximo.
-No llorés, boludo. Te traigo acá para que te saqués las ganas con él 3 o 4 veces, así volvemos a ser amigos y me dejás volver a tu casa. Yo te doy el culo de este maricón y vos me dejás usar tu computadora
Intenté hablar pero no pude. Aquel chaval que tenía enfrente seguramente había sido sometido a una tortura continua durante horas, o al menos eso demostraba su rostro desgraciado y el diámetro de su ano. Contesté lo primero que se me vino a la mente:
-No me siento bien, me voy a tomar el aire. Ya vuelvo.
En cuanto crucé la puerta de la iglesia salí corriendo lo más rápido que pude y no paré hasta llegar a mi casa.
No volví a saber nada de José hasta el lunes siguiente (todo esto había ocurrido el sábado): el chaval con el culo abierto se lo contó a su madre, que hizo la denuncia a la policía, quienes se llevaron a José y a su pandilla a comisaría. Le habían hecho un juicio en el que fue declarado culpable de violación y le condenaron a 2 o 3 años en un reformatorio famoso en Uruguay conocido como “INAME” (no recuerdo qué significan las siglas), donde iban a parar todos los desechos sociales como él.
Lo último que oí de José antes de venir a Europa fue que gangstahs más malos que él le habían roto el ojete mientras los guardias miraban hacia otro lado.
Como ya debéis saber, yo aún vivía en la tierra prometida (la cuenca del Río de la Plata) cuando iba al colegio. A pesar de que mi familia era de clase media, por una serie de desafortunados acontecimientos acabamos viviendo en los suburbios de la capital, donde estaban (están) las colonias de mestizos (mezclas de europeo y gaucho). Estos subseres se caracterizan por llevar una vida picaresca, en la que el robo y la violencia son elementos comunes de su día a día. Como es lógico, yo debía convivir con estas personas diariamente en el colegio. A decir verdad, aquella fue una de las mejores etapas de mi vida: tenía vida social y les tocaba el culo a las hermanas de mis amigos.
Fue precisamente José, el delincuente en potencia, quien me convirtió en alguien popular (o sea, no me pegaba y me dejaba juntarme con él), a cambio de dejarle entrar a mi casa para que jugara con el ordenador. Al principio yo creía que era un intercambio justo, pero él comenzó a abusar. No sólo entraba a mi casa cuando yo le dejaba, sino que me obligaba a dejarle entrar. Además, dejó de invitarse a sí mismo sólo para jugar al ordenador: comenzó a llevar putas sin dientes para follárselas, a ducharse en mi cuarto de baño porque su casa no tenía suministro de agua, a comer la comida que me dejaba mi madre y a usar mi gomina para ponérsela en el vello púbico (no lo digo en broma). Además, cada dos por tres invitaba a sus amigos delincuentes para hacer pajas grupales mientras veían una revista porno de los 80 con más lamparones de lefa que la cama de un motel. Por esto, intenté acabar con la relación de “amistad” poco a poco, pero mis intentos fueron inútiles. Además, él se dio cuenta y amenazó con darme una paliza si no le dejaba seguir utilizando mi casa como sala de recreo personal.
Hasta que un día, ya harto del continuo abuso que sufría, le dije que no le iba a dejar entrar nunca más a mi casa. En ese momento no me contestó nada y se fue de allí con una expresión seria. Mi esfínter se contrajo ante aquella reacción como si me hubiera sacado la navaja allí mismo; de hecho, aquello había sido peor que un navajazo, porque yo estaba seguro de que se iba a vengar de alguna manera, y no sabría cómo hasta tener a sus 40 súbditos encima de mí dándome amor anal. Me la estaba jugando mucho al llevarle la contraria a un capo de la mafia infantil en un barrio marginal como el que vivía, en el que no existía la ley ni las figuras paternales (todos los varones adultos de más de 30 años estaban en la cárcel o en paradero desconocido), y me arrepentí de mi decisión 5 min. después de que se fuera de mi casa.
La semana después de aquello fue la peor de mi vida; cada vez que salía de casa miraba 3 o 4 veces hacia los lados y hacia atrás por si me seguían. Hasta que un día, mientras pasaba por enfrente de la iglesia del pueblo, me encontré a José, que me decía que le siguiera, que quería enseñarme una cosa. Pensé en salir corriendo, pero las piernas no me respondieron y simplemente me quedé mudo y quieto.
-Dale pelotudo, no tengo todo el día-me dijo con un acento argentino barriobajero que me revolvió las tripas.
-No me pegues–le contesté con voz suplicante.
Me cogió del brazo y me arrastró al interior de la capilla, que estaba desierta a aquellas horas. Pensé que aquel sería el último sitio que vería antes de morir, y lamenté ser ateo. Al entrar, vi algo tan singular que se me quedó grabado en la mente: un pringui que había visto algunas veces en el colegio (seguramente sería de cuarto o quinto curso) puesto a cuatro patas en el suelo, sin pantalones ni ropa interior y con un hilo de sangre que le chorreaba por las piernas. También estaban algunos de los súbditos de José. Los huevos ascendieron automáticamente hasta mi garganta y las lágrimas asomaron desde mis ojos al ver reflejado mi destino próximo.
-No llorés, boludo. Te traigo acá para que te saqués las ganas con él 3 o 4 veces, así volvemos a ser amigos y me dejás volver a tu casa. Yo te doy el culo de este maricón y vos me dejás usar tu computadora
Intenté hablar pero no pude. Aquel chaval que tenía enfrente seguramente había sido sometido a una tortura continua durante horas, o al menos eso demostraba su rostro desgraciado y el diámetro de su ano. Contesté lo primero que se me vino a la mente:
-No me siento bien, me voy a tomar el aire. Ya vuelvo.
En cuanto crucé la puerta de la iglesia salí corriendo lo más rápido que pude y no paré hasta llegar a mi casa.
No volví a saber nada de José hasta el lunes siguiente (todo esto había ocurrido el sábado): el chaval con el culo abierto se lo contó a su madre, que hizo la denuncia a la policía, quienes se llevaron a José y a su pandilla a comisaría. Le habían hecho un juicio en el que fue declarado culpable de violación y le condenaron a 2 o 3 años en un reformatorio famoso en Uruguay conocido como “INAME” (no recuerdo qué significan las siglas), donde iban a parar todos los desechos sociales como él.
Lo último que oí de José antes de venir a Europa fue que gangstahs más malos que él le habían roto el ojete mientras los guardias miraban hacia otro lado.