- Disculpe, ¿Qué hora es?
Realmente me daba igual, totalmente igual. Ni me había parado a mirar si llevaba reloj o no. Pero quería saber como era su voz, como se movería su pelo al girar la cabeza hacia mi. Estaba seguro de que ni uno solo de sus cabellos harían un movimiento que no hubiese dibujado ya antes Dios en las estrellas.
Se volvió y me miro a los ojos. Eran océanos, eran praderas, eran atardeceres, eran mil soles detrás de mil lunas iluminando mil tierras. Mientras sus labios se despegaban el silencio se hacia a mi alrededor, el planeta dejaba de girar y el aire se volvía mudo, todos tenían miedo de quebrar sus primeras palabras y que por su culpa el canto de sirena no se escuchase lo suficientemente claro.
Sin darme cuenta esos dos gajos de cereza se acercaban hacia mi, me besaban, me saboreaban, me amaban. Ponía sus brazos por mi cuello y de puntillas se alzaba su figura de musa para alcanzar mi boca.
Me derretía, me fundía con ella, eramos uno para siempre en la eternidad. En ese momento llore, en ese momento odie, en ese momento vomite, en ese momento entendí. Años y años estuvimos juntos, nos casamos, y tuvimos tres preciosos niños. Los vimos crecer, los vimos irse, los vimos incluso volver. Con el tiempo nos hicimos mayores y uno tras otro caímos. Nuestros huesos descansaron para siempre juntos bajo tierra, en la misma tumba, en el mismo corazón. Y yo, aun la amaba.
- Las siete y veintisiete.
- Gracias, muchas gracias.
Realmente me daba igual, totalmente igual. Ni me había parado a mirar si llevaba reloj o no. Pero quería saber como era su voz, como se movería su pelo al girar la cabeza hacia mi. Estaba seguro de que ni uno solo de sus cabellos harían un movimiento que no hubiese dibujado ya antes Dios en las estrellas.
Se volvió y me miro a los ojos. Eran océanos, eran praderas, eran atardeceres, eran mil soles detrás de mil lunas iluminando mil tierras. Mientras sus labios se despegaban el silencio se hacia a mi alrededor, el planeta dejaba de girar y el aire se volvía mudo, todos tenían miedo de quebrar sus primeras palabras y que por su culpa el canto de sirena no se escuchase lo suficientemente claro.
Sin darme cuenta esos dos gajos de cereza se acercaban hacia mi, me besaban, me saboreaban, me amaban. Ponía sus brazos por mi cuello y de puntillas se alzaba su figura de musa para alcanzar mi boca.
Me derretía, me fundía con ella, eramos uno para siempre en la eternidad. En ese momento llore, en ese momento odie, en ese momento vomite, en ese momento entendí. Años y años estuvimos juntos, nos casamos, y tuvimos tres preciosos niños. Los vimos crecer, los vimos irse, los vimos incluso volver. Con el tiempo nos hicimos mayores y uno tras otro caímos. Nuestros huesos descansaron para siempre juntos bajo tierra, en la misma tumba, en el mismo corazón. Y yo, aun la amaba.
- Las siete y veintisiete.
- Gracias, muchas gracias.