Vaya. Par. De. Tetas.
Era básicamente lo que pensaba mientras miraba como aquella hija del cartel de Medellín serpenteaba en la discoteca mientras varios moscones me acompañaban en el babeo ritual.
Me había enamorado de sus tetas, soy así de superficial.
Incluso me había logrado olvidar de su irritante acento mexicano y del catálogo de expresiones indígenas que soltaba ocasionalmente.
Claro que ya me había enrollado con ella el fin de semana anterior.
Y aquel finde ya me hacía cruces a sabiendas de lo que podía caer si no metía la pata.
Así que al final de la noche la acompañé a su zulo de 3x3 por el que paga 300 euros de alquiler. Toda una cucada y un ejemplo de como aprovechar hasta el ultimo centimetro cuadrado.
La cosa iba suave y bien lubricada, cuando decidí quitarle el sujetador. Entonces me percaté de que tenían aro metálico.
De sentirme un Pizarro a punto de dar con El Dorado, pasé a ser un Hernán Cortés molido a palos en Filipinas. Mi sable español se quebró al descubrir la verdad sobre aquellas presuntas berzas.
Unas tetas flácidas, atortilladas, que me hicieron recordar los documentales del National Geographic cuando muestran a las mujeres aborígenes con el pecho desnudo.
Caidas y puntiagudas, como si las hubieran amasado con mala intención.
Un destrozo. Un crimen.
Una excusa poco creíble me permitió tomar las de Villadiego.
Otra noche que acabo sin follar.
Era básicamente lo que pensaba mientras miraba como aquella hija del cartel de Medellín serpenteaba en la discoteca mientras varios moscones me acompañaban en el babeo ritual.
Me había enamorado de sus tetas, soy así de superficial.
Incluso me había logrado olvidar de su irritante acento mexicano y del catálogo de expresiones indígenas que soltaba ocasionalmente.
Claro que ya me había enrollado con ella el fin de semana anterior.
Y aquel finde ya me hacía cruces a sabiendas de lo que podía caer si no metía la pata.
Así que al final de la noche la acompañé a su zulo de 3x3 por el que paga 300 euros de alquiler. Toda una cucada y un ejemplo de como aprovechar hasta el ultimo centimetro cuadrado.
La cosa iba suave y bien lubricada, cuando decidí quitarle el sujetador. Entonces me percaté de que tenían aro metálico.
De sentirme un Pizarro a punto de dar con El Dorado, pasé a ser un Hernán Cortés molido a palos en Filipinas. Mi sable español se quebró al descubrir la verdad sobre aquellas presuntas berzas.
Unas tetas flácidas, atortilladas, que me hicieron recordar los documentales del National Geographic cuando muestran a las mujeres aborígenes con el pecho desnudo.
Caidas y puntiagudas, como si las hubieran amasado con mala intención.
Un destrozo. Un crimen.
Una excusa poco creíble me permitió tomar las de Villadiego.
Otra noche que acabo sin follar.