Sólo para fumadores. Julio Ramón Ribeyro
Sin haber sido un fumador precoz, a partir de cierto momento mi historia se confunde con la historia de mis cigarrillos. De mi período de aprendizaje no guardo un recuerdo muy claro, salvo del primer cigarrillo que fumé, a los catorce o quince años. Era un pitillo rubio, marca Derby, que me invitó un condiscípulo a la salida del colegio. Lo encendí muy asustado, a la sombra de una morera y después de echar unas cuantas pitadas me sentí tan mal que estuve vomitando toda la tarde y me juré no repetir la experiencia.
Juramento inútil, como otros tantos que lo siguieron, pues años más tarde, cuando ingresé a la universidad, me era indispensable entrar al Patio de Letras con un cigarrillo encendido. Metros antes de cruzar el viejo zaguán ya había chasqueado la cerilla y alumbrado el pitillo. Eran entonces los Chesterfield, cuyo aroma dulzón guardo hasta ahora en mi memoria. Un paquete me duraba dos o tres días y para poder comprarlo tenía que privarme de otros caprichos, pues en esa época vivía de propinas. Cuando no tenía cigarrillos ni plata para comprarlos se los robaba a mi hermano. Al menor descuido ya había deslizado la mano en su chaqueta colgada de una silla y sustraído un pitillo. Lo digo sin ninguna vergüenza, pues él hacía lo mismo conmigo. Se trataba de un acuerdo tácito y además de una demostración de que las acciones reprensibles, cuando son recíprocas y equivalentes, crean un statu quo y permiten una convivencia armoniosa.
Al subir de precio, los Chesterfield se volatilizaron de mis manos y fueron remplazados por los Inca, negros y nacionales. Veo aún su paquete amarillo y azul con el perfil de un inca en su envoltura. No debía ser muy bueno este tabaco, pero era el más barato que se encontraba en el mercado. En algunas pulperías los vendían por medios paquetes o por cuartos de paquete, en cucuruchos de papel de seda. Era vergonzoso sacar del bolsillo uno de estos cucuruchos. Yo siempre tenía una cajetilla vacía en la que metía los cigarrillos comprados al menudeo. Aun así los Inca eran un lujo comparados con otros cigarrillos que fumé en esos tiempos, cuando mis necesidades de tabaco aumentaron sin que ocurriera lo mismo con mis recursos: un tío militar me traía del cuartel cigarrillos de tropa, amarrados en sartas como si fuesen cohetes, producto repugnante, donde se encontraban pedazos de corcho, astillas, pajas y unas cuantas hebras de tabaco. Pero no me costaban nada, y se fumaban.
No sé si el tabaco es un vicio hereditario. Papá era un fumador moderado, que dejó el cigarrillo a tiempo cuando se dio cuenta de que le hacía daño. No guardo ningún recuerdo de él fumando, salvo una noche en que no sé por qué capricho, pues hacía años que había renunciado al tabaco, cogió un pitillo de la cigarrera de la sala, lo cortó en dos con unas tijeritas y encendió una de las partes. A la primera pitada lo apagó diciendo que era horrible. Mis tíos en cambio fueron grandes fumadores y es conocida la importancia que tienen los tíos en la transmisión de hábitos familiares y modelos de conducta. Mi tío paterno George llevaba siempre un cigarrillo en los labios y encendía el siguiente con la colilla del anterior. Cuando no tenía un cigarrillo en la boca tenía una pipa. Murió de cáncer al pulmón. Mis cuatro tíos maternos vivieron esclavizados por el tabaco. El mayor murió de cáncer a la lengua, el segundo de cáncer a la boca y el tercero de un infarto. El cuarto estuvo a punto de reventar a causa de una úlcera estomacal perforada, pero se recuperó y sigue de pie y fumando.
De uno de estos tíos maternos, el mayor, guardo el primer y más impresionante recuerdo de la pasión por el tabaco. Estábamos de vacaciones en la hacienda Tulpo, a ocho horas a caballo de Santiago de Chuco, en los Andes septentrionales. A causa del mal tiempo no vino el arriero que traía semanalmente provisiones a la hacienda y los fumadores quedaron sin cigarrillos. Tío Paco pasó dos o tres días paseándose desesperado por las arcadas de la casa, subiendo a cada momento al mirador para otear el camino de Santiago. Al fin no pudo más y a pesar de la oposición de todos (para que no ensillara un caballo escondimos las llaves del cuarto de monturas), se lanzó a pie rumbo a Santiago, en plena noche y bajo un aguacero atroz. Apareció al día siguiente, cuando terminábamos de almorzar. Por fortuna se había encontrado a medio camino con el arriero. Entró al comedor empapado, embarrado, calado de frío hasta los huesos, pero sonriente, con un cigarrillo humeando entre los dedos.
Cuando ingresé a la facultad de Derecho conseguí un trabajo por horas donde un abogado y pude disponer así de los medios necesarios para asegurar mi consumo de tabaco. El pobre Inca se fue al diablo, lo condené a muerte como un vil conquistador y me puse al servicio de una potencia extranjera. Era entonces la boga del Lucky. Su linda cajetilla blanca con un círculo rojo fue mi símbolo de estatus y una promesa de placer. Miles de estos paquetes pasaron por mis manos y en las volutas de sus cigarrillos están envueltos mis últimos años de derecho y mis primeros ejercicios literarios.
Por ese círculo rojo entro forzosamente cuando evoco esas altas noches de estudio en las que me amanecía con amigos la víspera de un examen. Por suerte no faltaba nunca una botella, aparecida no se sabía cómo, y que le daba al fumar su complemento y al estudio su contrapeso. Y esos paréntesis en los que, olvidándonos de códigos y legajos, dábamos libre curso a nuestros sueños de escritores. Todo ello naturalmente en un perfume de Lucky. El fumar se había ido ya enhebrando con casi todas las ocupaciones de mi vida. Fumaba no solo cuando preparaba un examen sino cuando veía una película, cuando jugaba ajedrez, cuando abordaba a una guapa, cuando me paseaba solo por el malecón, cuando tenía un problema, cuando lo resolvía. Mis días estaban así recorridos por un tren de cigarrillos, que iba sucesivamente encendiendo y apagando y que tenían cada cual su propia significación y su propio valor. Todos me eran preciosos, pero algunos de ellos se distinguían de los otros por su carácter sacramental, pues su presencia era indispensable para el perfeccionamiento de un acto: el primero del día después del desayuno, el que encendía al terminar de almorzar y el que sellaba la paz y el descanso luego del combate amoroso.
¡Ay mísero de mí, ay infeliz! Yo pensaba que mi relación con el tabaco estaba definitivamente concertada y que en adelante mi vida transcurriría en la amable, fácil, fidelísima y hasta entonces inocua compañía del Lucky. No sabía que me iba a ir del Perú y que me esperaba una existencia errante en la cual el cigarrillo, su privación o su abundancia, jalonarían mis días de gratificaciones y desastres.
Mi viaje en barco a Europa fue un verdadero sueño para un tabaquista como yo, no solo porque podía comprar en puertos libres o a marineros contrabandistas cigarrillos a precios regalados, sino porque nuevos escenarios dotaron al hecho de fumar de un marco privilegiado. Verdaderos cromos, por decirlo así: fumar apoyado en la borda del trasatlántico mirando los peces voladores del Caribe o hacerlo de noche en el bar de segunda jugando una encarnizada partida de dados con una banda de pasajeros mafiosos. Era lindo, lo reconozco. Pero al llegar a España las cosas cambiaron. La beca que tenía era pobrísima y después de pagar el cuarto, la comida y el trolebús no me quedaba casi una peseta. ¡Adiós Lucky! Tuve que adaptarme al rubio español, algo rudo y demoledor, que por algo llevaba el nombre de Bisonte. Por fortuna estábamos en tierra ibérica y la pobre España franquista se las había arreglado para hacerle la vida menos dura a los fumadores menesterosos. En cada esquina había un viejo o una vieja que vendían en canastillas cigarrillos al detalle. A la vuelta de mi pensión montaba guardia un mutilado de la guerra civil al que le compraba cada día uno o varios cigarrillos, según mis disponibilidades. La primera vez que estas se agotaron me armé de valor y me acerqué a él para pedirle un cigarrillo fiado. “No faltaba más, vamos, los que quiera. Me los pagará cuando pueda”. Estuve a punto de besar al pobre viejo. Fue el único lugar del mundo donde fumé al fiado.
Los escritores, por lo general, han sido y son grandes fumadores. Pero es curioso que no hayan escrito libros sobre el vicio del cigarrillo, como sí han escrito sobre el juego, la droga o el alcohol. ¿Dónde están el Dostoiewsky, el De Quincey o el Malcolm Lowry del cigarrillo? Aristóteles y toda la filosofía, no hay nada comparable al tabaco… Quien vive sin tabaco, no merece vivir”. Ignoro si Moliere era fumador —si bien en esa época el tabaco se aspiraba La primera referencia literaria al tabaco que conozco data del siglo XVII y figura en el Don Juan de Moliere. La obra arranca con esta frase: “Diga lo que diga por la nariz o se mascaba—, pero esa frase me ha parecido siempre precursora y profunda, digna de ser tomada como divisa por los fumadores. Los grandes novelistas del siglo XIX —Balzac, Dickens, Tolstoi— ignoraron por completo el problema del tabaquismo y ninguno de sus cientos de personajes, por lo que recuerdo, tuvieron algo que ver con el cigarrillo. Para encontrar referencias literarias a este vicio hay que llegar al siglo XX. En La montaña mágica, Thomas Mann pone en labios de su héroe, Hans Castorp, estas palabras: “No comprendo cómo se puede vivir sin fumar… Cuando me despierto me alegra saber que podré fumar durante el día y cuando como tengo el mismo presentimiento. Sí, puedo decir que como para fumar… Un día sin tabaco sería el colmo del aburrimiento, sería para mí un día absolutamente vacío e insípido y si por la mañana tuviese que decirme hoy no puedo fumar creo que no tendría el valor para levantarme”. La observación me parece muy penetrante y revela que Thomas Mann debió ser un fumador encarnizado, lo que no le impidió vivir hasta los ochenta años. Pero el único escritor que ha tratado el tema del cigarrillo extensamente, con una agudeza y un humor insuperables, es Italo Svevo, quien le dedica treinta páginas magistrales en su novela La conciencia de Zeno. Después de él no veo nada digno de citarse, salvo una frase en el diario de André Gide, que también murió octogenario y fumando: “Escribir es para mí un acto complementario al placer de fumar”.
El mutilado español que me fiaba cigarrillos fue un santo varón y una figura celestial que no encontraré más en mi vida. Estaba ya entonces en París y allí las cosas se pusieron color de hormiga. No al comienzo, pues cuando llegué disponía de medios para mantener adecuadamente mi vicio y hasta para adornarlo. Las surtidas tabaquerías francesas me permitieron explorar los dominios inglés, alemán, holandés, en su gama rubia más refinada, con la intención de encontrar, gracias a comparaciones y correlaciones, el cigarrillo perfecto. Pero a medida que avanzaba en estas pesquisas mis recursos fueron disminuyendo a tal punto que no me quedó más remedio que contentarme con el ordinario tabaco francés. Mi vida se volvió azul, pues azules eran los paquetes de Gauloises y de Gitanes. Era tabaco negro además, de modo que mi caída fue doblemente infamante. Ya para entonces el fumar se había infiltrado en todos los actos de mi vida, al punto que ninguno —salvo el dormir— podía cumplirse sin la intervención del cigarrillo. En este aspecto llegué a extremos maniacos o demoniacos, como el no poder abrir una carta importantísima y dejarla horas de horas sobre mi mesa hasta conseguir los cigarrillos que me permitieran desgarrar el sobre y leerla. Esa carta podía incluso contener el cheque que necesitaba para resolver el problema de mi falta de tabaco. Pero el orden no podía ser invertido: primero el cigarrillo y después la apertura del sobre y la lectura de la carta. Estaba pues instalado en plena insania y maduro ya para peores concesiones y bajezas.
Ocurrió que un día no pude ya comprar ni cigarrillos franceses —y en consecuencia leer mis cartas—, y tuve que cometer un acto vil: vender mis libros. Eran apenas doscientos o algo así, pero eran los que más quería, aquellos que arrastraba durante años por países, trenes y pensiones y que habían sobrevivido a todos los avatares de mi vida vagabunda. Yo había ido dejando por todo sitio abrigos, paraguas, zapatos y relojes, pero de estos libros nunca había querido desprenderme. Sus páginas anotadas, subrayadas o manchadas conservaban las huellas de mi aprendizaje literario y, en cierta forma, de mi itinerario espiritual. Todo consistió en comenzar. Un día me dije: “Este Valéry vale quizás un cartón de rubios americanos”, en lo que me equivoqué, pues el bouquiniste que lo aceptó me pagó apenas con qué comprar un par de cajetillas. Luego me deshice de mis Balzac, que se convertían automáticamente en sendos paquetes de Lucky. Mis poetas surrealistas me decepcionaron, pues no daban más que para un Players británico. Un Ciro Alegría dedicado, en el que puse muchas esperanzas, fue solo recibido porque le añadí de paso el teatro de Chejov. A Flaubert lo fui soltando a poquitos, lo que me permitió fumar durante una semana los primitivos Gauloises. Pero mi peor humillación fue cuando me animé a vender lo último que me quedaba: diez ejemplares de mi libro
Los gallinazos sin plumas, que un buen amigo había tenido el coraje de editar en Lima. Cuando el librero vio la tosca edición en español, y de autor desconocido, estuvo a punto de tirármela por la cabeza. “Aquí no recibimos esto. Vaya a Gilbert, donde compran libros al peso”. Fue lo que hice. Volví al hotel con un paquete de Gitanes. Sentado en mi cama encendí un pitillo y quedé mirando mi estante vacío. Mis libros se habían hecho literalmente humo.
Días más tarde erraba desesperadamente por los cafés del barrio latino en busca de un cigarrillo. Había comenzado el verano, cruel verano. Todos mis amigos o conocidos, por pobres que fuesen, habían abandonado la ciudad en auto—stop, en bicicleta o como sea rumbo a la campiña o a las playas del sur. París me parecía poblado de marcianos. Al llegar la noche, con apenas un café en el estómago y sin fumar, estaba al borde de la paranoia. Una vez más recorrí el boulevard Saint—Germain, empezando por el Museo Cluny, en dirección ala Plazadela Concordia. Peroen lugar de inspeccionar las terrazas atestadas de turistas, mis ojos tendían a barrer el suelo. ¡Quién sabe! A lo mejor podía encontrar un billete caído, una moneda. O una colilla. Vi algunas, pero estaban aplastadas o mojadas, o pasaba en ese momento gente y un resto de dignidad me impedía recogerlas. Cerca de media noche estaba enla Plazadela Concordia, al pie del obelisco, cuya espigada figura no tenía para mí otro simbolismo que el de un gigantesco cigarro. Dudaba entre seguir mi ronda hacia los grandes boulevares o si regresar derrotado a mi hotelito de la rue Dela Harpe. Meaventuré por la rue Royal y del Maxim’s vi salir a un caballero elegante que encendía un cigarrillo en la calzada y despachaba al portero en busca de un taxi. Sin vacilar me acerqué a él y en mi francés más correcto le dije: “¿Sería usted tan amable de invitarme un cigarrillo?”. El caballero dio un paso atrás horrorizado, como si algún execrable monstruo nocturno irrumpiera en el orden de su existencia y pidiendo auxilio al portero me esquivó y desapareció en el taxi que llegaba.
Un flujo de sangre me remontó a la cabeza, al punto que temí caerme desplomado. Como un sonámbulo volví sobre mis pasos, crucé la plaza, el puente, llegué a los malecones del Sena. Apoyado en la baranda miré las aguas oscuras del río y lloré copiosa, silenciosamente, de rabia, de vergüenza, como una mujer cualquiera.
Este incidente me marcó tan profundamente, que a raíz de él tomé una determinación irrevocable: no ponerme nunca más, pero nunca más, en esa situación de indigencia que me forzara a pedirle cigarrillos a un desconocido. Nunca más. En adelante debía ganar mi tabaco con el sudor de mi frente. Sabía que estaba viviendo un período de prueba y que vendrían mejores tiempos, pero por el momento me lancé como un lobo sobre la menor ocasión de trabajo que se me presentó, por duro o desdeñado que fuese y al día siguiente estaba haciendo cola ante la oficina de ramassage de vieux jorneaux y me convertí en un recolector de papel de periódico.
Fue el primer trabajo físico que realicé y uno de los más fatigosos, pero también uno de los más exaltantes, pues me permitió conocer no solo los pliegues más recónditos de París, sino aquellos más secretos de la naturaleza humana. A cada cual nos daban un triciclo y una calle y uno debía partir pedaleando hasta su calle e ir de edificio en edificio, de piso en piso y de puerta en puerta pidiendo periódicos viejos para los “pobres estudiantes”, hasta llenar el triciclo y regresar a la oficina, con sol o con lluvia, por calles planas o calles empinadas. Conocí barrios lujosos y barrios populares, entré a palacetes y buhardillas, me tropecé con porteras hórridas que me expulsaron como a un mendigo, viejitas que a falta de periódicos me regalaron un franco, burgueses que me tiraron las puertas en las narices, solitarios que me retuvieron para que compartiera su triste pitanza, solteronas en celo que esbozaron gestos equívocos e iluminados que me propusieron fórmulas de salvación espiritual.
Sea como fuese, en diez o más horas de trabajo lograba reunir el papel suficiente para pagar cotidianamente hotel, comida y cigarrillos. Fueron los más éticos que fumé, pues los conquisté echando el bofe, y también los más patéticos, ya que no había nada más peligroso que encender y fumar un pitillo cuando descendía una cuesta embalado con trescientos kilos de periódicos en el triciclo.
Por desgracia, este trabajo duró solo unos meses. Quedé nuevamente al garete, pero fiel a mi propósito de no mendigar más un cigarrillo me los gané trabajando como conserje de un hotelucho, cargador de estación ferroviaria, repartidor de volantes, pegador de afiches y finalmente cocinero ocasional en casa de amigos y conocidos.
Fue en esa época que conocí a Panchito y pude disfrutar durante un tiempo de los cigarrillos más largos que había visto en mi vida, gracias al amigo más pequeño que he tenido. Panchito era un enano y fumaba Pall Mall. Que fuera un enano me parece quizás exagerado, pues siempre tuve la impresión de que crecía conforme lo frecuentaba. Lo cierto es que lo conocí desnudo como un gusano y en circunstancias melodramáticas. Un amigo me invitó a cocinar a su estudio y cuando llegué encontré la puerta entreabierta y en la cama un bulto cubierto con las sábanas. Pensé que era mi amigo que se había quedado dormido y para hacerle una broma jalé las sábanas de un tirón gritando “¡Pólice!”. Para mi sorpresa, quien quedó al descubierto fue un cholo calato, lampiño y minúsculo que, dando un salto agilísimo, se puso de pie y quedó mirándome aterrado con su carota de caballo. Cuando lo vi desviar la vista hacia el cortapapel toledano que había en la mesa de noche fui yo el que me asusté, pues un hombre calato, por indefenso que parezca, se vuelve peligroso si se arma de un punzón. “¡Soy amigo de Carlos!”, exclamé. A buena hora. El hombrecito sonrió, se cubrió con una bata y me estiró la mano, justo cuando llegaba Carlos con la bolsa de provisiones. Carlos me lo presentó como a un viejo pata que había alojado por esa noche mientras encontraba un hotel. Panchito entretanto había sacado de bajo la cama dos voluminosas maletas. Una desbordaba de ropa muy fina y la otra de botellas de whisky y de cartones de una marca de cigarrillos desconocida entonces en Francia: Pall Mall. Cuando me estiró el primer paquete de los primeros king size que veía me di cuenta de que Panchito era menos pequeño de lo que suponía.
A partir de ese día Panchito, yo y los Pall Mall formamos un trío inseparable. Panchito me adoptó como su acompañante, lo que equivalía a haberme extendido un contrato de trabajo que asumí con una responsabilidad profesional. Mi función consistía en estar con él. Caminábamos por el barrio Latino, tomábamos copetines en las terrazas de los cafés, comíamos juntos, jugábamos una que otra partida de billar, rara vez entrábamos a un cine, pero sobre todo conversábamos a lo largo del día y parte de la noche. Él corría con todos los gastos y al despedirse me dejaba algunos billetes en la mano e, invariablemente, una cajetilla de Pall Mall.
A pesar de tan estrecho contacto, yo no sabía realmente quién era Panchito y a qué se dedicaba. De mis largas conversaciones con él saqué en limpio muchas cosas pero no las suficientes como para adquirir una certeza. Sabía que su infancia en Lima fue pobrísima; que de joven dejó el Perú para recorrer casi toda América Latina; que le encantaba vestirse bien, con chaleco, sombrero, zapatos Weston de tacos muy altos (por lo cual la primera vez que salimos juntos me pareció que había dado un pequeño estirón); que el oro lo fascinaba, pues eran de oro su reloj, su lapicero, sus gemelos, su encendedor, su anillo con rubí y sus prendedores de corbata; que odiaba a las fuerzas del orden y hacía lo indecible para volverse transparente cada vez que pasaba un policía; que el fajo de billetes que llevaba en el bolsillo de su pantalón era aparentemente inagotable; que a medianoche desaparecía en las sombras con rumbo desconocido, sin que nadie supiese dónde se albergaba.
Con el tiempo algunos de mis amigos lo conocieron y formaron en torno de él un cortejo de artistas mendicantes que habían encontrado amparo en un enigmático cholo peruano. A Panchito le encantaba estar rodeado por estos cinco o seis blanquitos miraflorinos, hijos de esa burguesía peruana que lo había menospreciado, y a los que daba de comer, de beber y de vivir, como si encontrara un placer aberrante en devolver con dádivas lo que había recibido en humillaciones. A Santiago le pagó sus cursos de violín, a Luis le consiguió un taller para que pintara, y a Pedro le financió la edición de una plaqueta de poemas invendible. Panchito era así, entre otras cosas un mecenas, pero que no aceptaba nada de vuelta, ni las gracias.
Uno de los últimos recuerdos que guardo de él, antes de su desaparición definitiva, ocurrió una noche invernal, eléctrica y viciosa. Pasada la medianoche quedábamos Panchito, Santiago y yo tomando el vino del estribo en el mostrador del Relais de l’Odeon. Cerraban el bar, éramos los últimos clientes, los mozos ponían las sillas sobre las mesas y barrían las baldosas. En el espejo del bar vimos tres siluetas inmóviles en la calzada: tres árabes cubiertos con espesos abrigos negros. Santiago nos contó entonces que días atrás, en ese mismo bar, un árabe había intentado manosear a una francesa y que él, movido por un sentimiento incauto de justiciero latino, salió en su defensa y se lió a puñetazos con el musulmán, poniéndolo en fuga luego de romperle una silla en la cabeza, dentro de la mejor tradición de los westerns. Puesto que de films se trata, estábamos viviendo ahora un film policial, ya que, según Santiago, uno de los tres árabes que estaban en la calzada era aquel al que derrotó y que se alejó jurando venganza. Pues ahora estaba allí, en esa noche solitaria e inclemente, acompañado por dos secuaces, esperando que saliéramos del bar para cumplir su vendetta. ¿Qué hacer? Santiago era alto, ágil y buen peleador, pero yo un intelectual esmirriado y Panchito un peruano bajito con sombrero y chaleco. ¿Cómo enfrentarse a esos tres hijos de Alá, armados posiblemente de corvas navajas?
“Salgamos tranquilamente”, dijo Panchito. Fue lo que hicimos y nos encaminamos por el centro de la pista desierta y lóbrega hacia la rue De Buci. A los cincuenta metros volvimos la cabeza y vimos que los tres árabes, con las manos en los bolsillos de sus abrigos peludos, aceleraban el paso y se acercaban. “Sigan no más ustedes”, dijo Panchito, “yo les doy el alcance después”. Santiago y yo continuamos nuestro camino y un trecho más allá nos detuvimos para ver qué pasaba. Vimos entonces que Panchito, de espaldas a nosotros, parlamentaba con los tres musulmanes que, a su lado, parecían tres sombrías montañas. En la mano de uno de ellos refulgió un cuchillo pero, lejos de amedrentarse, Panchito avanzó y sus contrincantes dieron un paso atrás y luego otro y otro, a medida que se iban empequeñeciendo y Panchito agrandando, hasta que al fin se esfumaron en la oscuridad y desaparecieron. Panchito volvió calmadamente hacia nosotros, encendiendo en el trayecto uno de sus larguísimos Pall Mall. “Asunto arreglado”, dijo echándose a reír. “Pero, ¿qué has hecho?”, le preguntó Santiago. “Nada”, dijo Panchito y al poco rato añadió: “Toca”, y se señaló el abrigo, a la altura del tórax. Santiago y yo tocamos su abrigo y sentimos bajo la tela la presencia de un objeto duro, alargado e inquietante.
Días más tarde Panchito desapareció, sin preaviso. Lo esperé durante horas en el café Mabillón, donde diariamente nos dábamos cita antes del almuerzo para tomar el primer aperitivo y emprender una de nuestras largas y erráticas jornadas. Fui a ver a mi amigo Carlos, quien me dijo ignorar dónde estaba. “Ya lo sabrás por los periódicos”, agregó sibilinamente. Y lo supe, pero años después, cuando trabajaba en una agencia de prensa, encargado de seleccionar y traducir las noticias de Francia destinadas a América Latina. De Niza llegó un télex con la mención “Especial Perú. Para transmitir a los periódicos de Lima”. El télex decía que un delincuente peruano, Panchito, fichado desde hacía años porla Interpol, había sido capturado en los pasillos de un gran hotel dela Costa Azulcuando se aprestaba a penetrar en una suite. Recordé que para su mamá y hermanos, a quienes enviaba regularmente dinero a Lima, Panchito era un destacado ingeniero con un importante puesto en Europa. Haciendo una bola con el télex lo arrojé a la papelera.
Los vaivenes de la vida continuaron llevándome de un país a otro, pero sobre todo de una marca a otra de cigarrillos. Amsterdam y los Muratti ovalados con fina boquilla dorada; Amberes y los Belga de paquete rojo con un círculo amarillo; Londres, donde intenté fumar pipa, a lo que renuncié porque me pareció muy complicado y porque me di cuenta de que no era ni Sherlock Holmes, ni lobo de mar, ni inglés… Munich, finalmente, donde a falta de sacar mi doctorado en filología románica, me gradué como experto en cigarrillos teutones que, para decirlo crudamente, me parecieron mediocres y sin estilo. Pero si menciono Munich no es por la bondad de su tabaco sino porque cometí un error de discernimiento que me colocó en una situación de carencia desesperada, comparable a los peores momentos de mi época parisina.
Gozaba entonces de una módica beca, pero que me permitía comprar todos los días mi paquete de Rothaendhel en un kiosko callejero, antes de tomar el tranvía que me llevaba a la universidad. Se trataba de un acto que, a fuerza de repetirse, creó entre la vieja Frau del kiosko yo una relación simpática, que yo juzgaba por encima de todo protocolo comercial. Pero a los dos o tres meses de una vida rutinaria y ecónoma me gasté la totalidad de mi beca en un tocadiscos portátil, pues había empezado una novela y juzgué que me era necesario, para llevarla a buen término, contar con música de fondo o de cortina sonora que me protegiera de todo ruido exterior. La música la obtuve y la cortina también y pude avanzar mi novela, pero a los pocos días me quedé sin cigarrillos y sin plata para comprarlos y como “escribir es un acto complementario al placer de fumar”, me encontré en la situación de no poder escribir, por más música de fondo que tuviese. Lo más natural me pareció entonces pasar por el kiosko cotidiano e invocar mi condición de casero para que me dieran al crédito un paquete de cigarrillos. Fue lo que hice, alegando que había olvidado mi monedero y que pagaría al día siguiente. Tan confiado estaba en la legitimidad de mi pedido que estiré cándidamente la mano esperando la llegada del paquete. Pero al instante tuve que retirarla, puesla Fraucerró de un tirón la ventanilla del kiosko y quedó mirándome tras el vidrio no solo escandalizada sino aterrada. Solo en ese momento me di cuenta del error que había cometido: creer que estaba en España cuando estaba en Alemania. Ese país próspero era en realidad un país atrasado y sin imaginación, incapaz de haber creado esas instituciones de socorro, basadas en la confianza y la convivialidad, como es la institución del fiado. Parala Fraudel kiosko, un tipo que le pedía algo pagadero mañana, no podía ser más que un estafador, un delincuente o un desequilibrado dispuesto a asesinarla llegado el caso.
Me encontré pues en una situación terrible —sin poder fumar y en consecuencia escribir— y sin solución a la vista, pues en Munich no conocía prácticamente a nadie y para colmo se desató un invierno atroz, con un metro de nieve en las calles, que me condenó a un encierro forzoso. No hacía más que mirar por la ventana el paisaje polar, tirarme en la cama como un estropajo o leer los libros más pesados del mundo, como los siete volúmenes del diario íntimo de Charles Du Bos o las novelas pedagógicas de Goethe. Fue entonces cuando vino en mi auxilio herr Trausnecker.
Yo estaba alojado en casa de este obrero metalúrgico, que me alquilaba una pieza con desayuno y una comida en el departamento que ocupaba en un suburbio proletario. Una o dos veces por semana entraba a mi cuarto en las noches para informarse sobre mis necesidades y hacerme un poco de conversación. Hombre rudo, pero perspicaz, se dio cuenta de inmediato de que algo me atormentaba. Cuando le expliqué mi problema lo comprendió en el acto, y excusándose por no poder prestarme dinero me regaló un kilo de tabaco picado, papel de arroz y una maquinita para liar cigarrillos.
Gracias a esta maquinita pude subsistir durante las dos interminables semanas que me faltaban para cobrar mi siguiente mesada. Todas las mañanas, al levantarme, liaba una treintena de cigarrillos que apilaba en mi escritorio en pequeños montoncitos. Fueron los peores y mejores cigarrillos de mi vida, los más nocivos seguramente pero los más oportunos. El tabaco estaba reseco, el papel era áspero y el acabado artesanal, tosco y execrable a la vista, pero qué importaba, ellos me permitieron capear el temporal y reanudar con brío mi novela interrumpida. Si la concluí se debe en gran parte a la maquinita del señor Trausnecker, quien lavó así la afrenta que recibí de la vieja Frau y me reconcilió con el pueblo germánico.
Este servicio se lo pagué con creces, lo que me obliga a hacer una digresión, pues el asunto no tiene nada que ver con el cigarrillo, aunque sí con el fuego. Frau Trausnecker entró una tarde desolada a mi habitación: hacía más de una hora que había puesto en el horno un pastel de manzana, pero la puerta de la cocina se había bloqueado y no podía entrar para sacar el pastel que se estaba quemando. Intenté abrir la puerta primero con una ganzúa improvisada, luego a golpes, pero era imposible y el olor a quemado aumentaba. Me acordé entonces de que el baño estaba al lado de la cocina y de que sus respectivas ventanas eran contiguas. No había más que pasar de una pieza a otra por la ventana. Le expliqué a Frau Trausnecker mi plan y me dirigí al baño, pero ella se lanzó tras de mí chillando, trató de contenerme, dijo que era muy arriesgado, hubo un forcejeo, hasta que logré encerrarme en el baño con llave. Como ella seguía protestando tras la puerta, abrí el caño de la tina y le dije que no se preocupara, que lo que en realidad iba a hacer era bañarme. Lo que hice fue abrir la ventana y quedé espantado: no solo porque el cuarto piso de ese edificio obrero daba a un hondísimo patio de cemento, sino porque la ventana de la cocina estaba más lejos de lo que había supuesto. Pero ya no podía dar marcha atrás, a riesgo de cubrirme de ridículo y quedar como un fanfarrón. Me encaramé en la ventana del baño, me colgué de su borde con ambas manos y luego de un balanceo calculado salté hasta la ventana contigua y entré a la cocina. A tiempo, pues la atmósfera estaba caldeada y el horno echaba humo y fuego por sus ranuras. Abrí la puerta de la pieza y Frau Trausnecker entró, apagó la llave del horno, cortó la corriente eléctrica, sacó el pastel, que era un montículo de carbón ardiente y lo tiró sobre el lavadero bajo un chorro de agua fría. La casa se llenó de vapor y de un insoportable olor a chamuscado, al punto que tuvimos que abrir todas las ventanas para que se aireara. Al poco rato estábamos sentados en la sala aliviados, satisfechos y felices por haber evitado un incendio. Pero un ruidito nos distrajo: del baño llegaba el rumor del grifo abierto de la tina y al instante vimos aparecer una lengua de agua en el pasillo. ¡La tina se estaba desbordando! Pero ¿cómo hacer para entrar al baño? Yo le había echado llave desde el interior. No me quedó más que rehacer el camino en el sentido inverso, a pesar de las nuevas protestas de Frau Trausnecker. De la ventana de la cocina pasé a la ventana del baño en suicida salto sobre el abismo. Mi temeridad salvó a los Trausnecker sucesivamente de un incendio y de una inundación.
En muchas ocasiones —es tiempo de decirlo— traté de luchar contra mi dependencia del tabaco, pues su abuso me hacía cada vez más daño: tosía, sufría de acidez, náuseas, fatiga, pérdida del apetito, palpitaciones, mareos y una úlcera estomacal que me retorcía de dolor y me forzaba a someterme regularmente a un régimen de leche y de abominables gelatinas. Empleé todo tipo de recetas y de argucias para disminuir su consumo y eventualmente suprimirlo. Escondía las cajetillas en los lugares más inverosímiles; llenaba mi escritorio de caramelos, para tener siempre a la mano algo que llevarme a la boca y succionar en vez del cigarrillo; adquirí boquillas sofisticadas con filtros que eliminaban la nicotina; tragué todo tipo de pastillas supuestamente destinadas a volvernos alérgicos al tabaco; me clavé agujas en las orejas bajo la sabia administración de un acupunturista chino.
Nada dio resultado. Llegué así a la conclusión de que la única manera de librarme de este yugo no era el empleo de trucos más o menos falaces sino un acto de voluntad irrevocable, que pusiera a prueba el temple de mi carácter. Conocía gente —poca es cierto y que siempre me inspiró desconfianza— que había resuelto de un día para otro no fumar y lo había conseguido.
Solo una vez tomé una determinación semejante. Me encontraba en Huamanga, como profesor de su universidad, que acababa de reabrirse luego de tres siglos de clausura. Esa vieja, pequeña y olvidada ciudad andina era una delicia. El camarada Gonzalo no había hecho aún su aparición ni su filosofía señalado ningún sendero luminoso. Los estudiantes, casi todos lugareños o de provincias vecinas, eran jóvenes ignorantes, serios y estudiosos, convencidos de que les bastaría obtener un diploma para acceder al mundo de la prosperidad. Pero no se trata de evocar mi experiencia ayacuchana. Volvamos al cigarrillo. Soltero, sin obligaciones y ganando un buen sueldo, podía surtirme de la cantidad de Camel que me diera la gana, pues había adoptado esa marca, quizás por la afinidad que existía entre el camello y las llamas y vicuñas que circulaban por el pueblo. Pero una noche, conversando y fumando con mis colegas en un café de la plaza de Armas, me sentí repentinamente mal. La cabeza me daba vueltas, tenía dificultades para respirar, sentía punzadas en el corazón. Me retiré a mi hotel y me tiré en la cama, confiado en que reposando me iba a recuperar. Pero mi estado se agravó: el techo se me venía encima, vomité bilis, me sentí realmente morir. Me di cuenta entonces de que eso se debía al cigarrillo, de que al fin estaba pagando al contado la deuda acumulada en quince años de fumador desenfrenado.
Era necesario tomar una decisión radical. Pero no solo tomarla —no fumar más— sino consagrarla con un acto simbólico que sellara su carácter sacramental. Me levanté de la cama tambaleante, cogí mi paquete de Camel y lo arrojé al terreno baldío que quedaba al pie de mi ventana. Nunca más, me dije, nunca más. Y desahogado por ese rasgo de heroísmo, caí nuevamente en mi cama y me quedé al instante dormido.
Pasada la medianoche me desperté, recordé mi determinación de la víspera y me sentí no solo moralmente reconfortado sino físicamente bien. Tanto, que me levanté para consignar mi renuncia al tabaco en líneas que imaginé, si no inmortales, dignas al menos de una merecida longevidad. Escribí en realidad varias páginas glorificando mi gesto y prometiéndome una nueva vida, basada en la austeridad y la disciplina. Pero a medida que escribía me iba sintiendo incómodo, mis ideas se ofuscaban, penaba para encontrar las palabras, una angustia creciente me impedía toda concentración y me di cuenta de que lo único que realmente quería en ese momento era encender un cigarrillo.
Durante una hora al menos luché contra este llamado, apagando la luz para tirarme en la cama e intentar dormir, levantándome para poner música en mi tocadiscos portátil, bebiendo vasos y vasos de agua fresca, hasta que no pude más: cogí mi abrigo y decidí salir del hotel en busca de cigarrillos. Pero ni siquiera salí de mi cuarto. A esa hora no había nada abierto en Huamanga. Empecé entonces a revisar los bolsillos de todos mis sacos y pantalones, los cajones de todos los muebles, el contenido de maletas y maletines, en busca del hipotético cigarrillo olvidado, tirando todo por los aires y a medida que más infructuosa era mi búsqueda más tenaz era mi deseo. De pronto mi mente se iluminó: la solución estaba en el paquete que había arrojado por la ventana. Cuando me asomé a ella vi ocho o diez metros más abajo el terreno baldío vagamente iluminado por la luz de mi habitación. Ni siquiera vacilé. Salté al vacío como un suicida y caí sobre un montículo de tierra, doblándome un tobillo. A gatas exploré el desmonte alumbrado por mi encendedor. ¡Allí estaba el paquete! Sentado entre las inmundicias encendí un pitillo, levanté la cabeza y lancé la primera bocanada de humo hacia el cielo espléndido de Huamanga.
Este percance fue un anuncio que no supe escuchar ni aprovechar. Proseguí mi vida errante por diferentes ciudades, albergues y ocupaciones, dejando por todo sitio volutas de humo y colillas aplastadas, hasta que recalé nuevamente en París, en un departamento de tres piezas, donde pude reunir una colección de sesenta ceniceros. No por manía de coleccionista, sino para tener siempre a la mano algo en qué tirar puchos o cenizas. Había adoptado entonces el Marlboro, pues esta marca, que no era mejor ni peor que las tantas que había ya probado, me sugirió un juego gramatical que practicaba asiduamente. ¿Cuántas palabras podían formarse con las ocho letras de Marlboro? Mar, lobo, malo, árbol, bar, loma, olmo, amor, orar, bolo, etc. Me volví invencible en este juego, que impuse entre mis colegas dela Agencia France—Presse, donde entonces trabajaba. Dicha agencia, diré de paso, era no solo una fábrica de noticias sino el emporio del tabaquismo. Por estadísticas sabía que la profesión más adicta al tabaco era la de periodista. Y lo verifiqué, pues las salas de redacción, a cualquier hora del día o de la noche, eran espaciosos antros donde decenas de hombres tecleaban desesperadamente en sus máquinas de escribir, chupando sin descanso puros, pipas y pitillos de todas las marcas, en medio de una espesa bruma nicotínica, al punto que me pregunté si estaban reunidos allí para redactar las noticias o más bien para fumar.
Fue precisamente durante la era del Marlboro y de mi trabajo en la agencia que reventé. No es mi propósito establecer una relación de causa a efecto entre esta marca de cigarrillos y lo que me ocurrió. Lo cierto es que una tarde caí en mi cama y comencé a morir, con gran alarma de mi mujer (pues entretanto, aparte de fumar, me había casado y tenido un hijo). Mi vieja úlcera estomacal estalló y una hemorragia incontenible me iba evacuando del mundo por la vía inferior. Una ambulancia de estridente sirena me llevó al hospital en estado comatoso y gracias a transfusiones de sangre masivas pude volver a mí. Esto es horrible y no abundo en detalles para no caer en el patetismo. El doctor Dupont me cicatrizó la úlcera en dos semanas de tratamiento y me dio de alta con la recomendación expresa —aparte de medicinas y régimen alimenticio— de no fumar más.
¡No fumar más! Inocente doctor Dupont. Ignoraba con qué tipo de paciente se había encontrado. Dos meses más tarde, incorporado nuevamente a mi trabajo en la agencia de prensa, entre cientos de rabiosos fumadores, tiraba al canasto diariamente un par de cajetillas de Marlboro vacías. M—a—r—l—b—o—r—o. Mi juego gramatical se enriqueció: broma, robar, rabo, ola, romo, borla, etc. Esto puede tener gracia, pero así como nuevas palabras encontré, nuevas hemorragias tuve y nuevas ambulancias fueron llevándome al hospital, entre pitos y sirenas, para dejarme exánime ante los ojos horripilados del doctor Dupont. La ambulancia se convirtió en cierta forma en mi medio normal de locomoción. El doctor Dupont me devolvía siempre a casa reencauchado, después de jurarle que dejaría el cigarrillo y amenazándome que a la próxima renunciaría a paliativos y me metería cuchillo sin contemplaciones. Amenaza que me dejaba impávido, y la mejor prueba de ello es que a la cuarta o quinta entrada al hospital, me di cuenta de que para fumar no era necesario que me dieran de alta: bastaba sobornar a una enfermera menor para que me comprara un paquete. De Marlboro, naturalmente: lora, orla, ramo, ropa, paro, proa, etc. Lo tenía escondido en el guardarropa, dentro de un zapato. Dos o tres veces al día sacaba un cigarrillo, me encerraba en el baño, le daba varias pitadas frenéticas y pasaba sus restos por el water—closet.
Diré para mi descargo que lo que contribuyó a echar por tierra mis buenos propósitos y en consecuencia fortaleció mi vicio fue una visión fugaz pero definitiva que tuve en el hospital. El doctor Dupont, por buen especialista que fuese, ocupaba sólo un rango intermedio entre los gastroenterólogos del local. En la cúspide se encontraba el patrón doctor Bismuto, que había llegado a esa situación posiblemente gracias a su apellido profético. El doctor Bismuto solo se ocupaba de casos extremadamente importantes. Pero como el mío estaba a punto de convertirse en uno de ellos, el buen Dupont obtuvo el privilegio de que me hiciera una visita. Me la anunció con gran solemnidad y minutos antes de la hora prevista vino una enfermera mayor para verificar que todo estuviera en orden. Poco después la puerta se entreabrió y en fracciones de segundo distinguí a un señor alto, escuálido y canoso que en un acto furtivo digno de un prestidigitador se quitaba un cigarrillo de los labios, lo apagaba en la suela de su zapato y guardaba la colilla en el bolsillo de su mandil. Creí que estaba soñando. Pero cuando el mandarín se acercó a mi cama, rodeado de su séquito de internos y enfermeras, noté en sus bigotes amarillentos y en sus larguísimos dedos marrones la marca infamante del fumador.