Una pequeña decepción, una tristeza tenue y superficial, un sentimiento de vacío impreciso. Han velado sus zonas erógenas, han mantenido el secreto de su piel, han robado de mis ojos ese esbozo del Paraíso que es cuerpo desnudo de una mujer. Intuyo, o quiero intuir, una perfecta depilación de su vello púbico, pero por desgracia, la profesionalidad y la entrega de Samantha tiene un límite. No la importa desnudar su cuerpo para el cámara y para el nudista barbudo, pero se vuelve precavida y pudorosa ante la audiencia. Insinúa su belleza, pero nos roba el goce de contemplarla.
Tenía la ingenua convicción de que su implicación en el documental sobre el porno daría para millardos de pajas furiosas y frenéticas, para desaguar hectólitros de esperma en honor al periodismo realista y sus alegres muchachas. Pero la corrección se ha impuesto y quiere mantener, las excusas y la dignidad, ser profesional y aburrida, asegurarse audiencias a base de la manipulación y un morbo de instituto ochentero.
Me la imaginaba, cámara en mano, a muy poco centímetros de una profunda penetración anal, adquriendo una experiencia directa de la pornografía, resistiendo inalterable la salpicaduras y los hedores. La veía hablando a la cámara, con la escena recién culminada, luciendo en su aniñado rostro severos cuajarones de semen recién vertido. Pero no, pondrá caras, fingirá una desinhibición directa y modernísima y preguntará por orgasmos y medidas con la misma indeferencia y naturalidad que si hablara sobre la dieta de los colibrís. Quizá una polla de espléndidamente desarrollada llame su atención, pregunte si es real y la palpe sin el menor atisbo de sensualidad ni turbación. Pajas para niños de catorce años, nada más.