Bueno, yo ya he contado cuando empecé a rebelarme contra las imposiciones paternas, a la edad de 14-15 años, y sobre las amenazas y postureos alfas de mi padre, que normalmente no pasaban de eso. No puedo decir que mi padre me diese palizas ni que emplease violencia explícita alguna contra mi persona, la mayor parte de veces no pasaba a las manos, pero era porque yo decidía pasar de él y no le contestaba. En otras ocasiones sí lo hacía, me enfrentaba, pero cuando veía que la cosa podía pasar a mayores me retiraba.
Como dije, a esa edad más o menos fue cuando proferí una amenaza que hubiese podido cumplir perfectamente hace años, la de devolverle todos los intentos de humillación, menosprecio e insultos a los que trató de someterme durante años. Lo hice cuando se rió de mis primeros escarceos amorosos y trató de ningunearme ante el resto de familiares. He de decir que en gran parte no lo hice por mi madre. En una ocasión, cuando éste se separó de mi madre y se marchó de casa a hacer la vida por su cuenta (tuvimos que meternos en temas de abogados después de la separación de mi madre), en una ocasión uno de sus amigos borrachos fue al lugar de trabajo de mi madre diciendo que hacía días que no veía a mi padre y que igual era posible que le hubiese pasado algo, por el hecho de que estaba solo en su casa y tal, y no tenía trato más que con esos desechos humanos con los que se emborrachaba en los bares. Mi madre me llamó por teléfono y me emplazó a que fuese a hacerle una visita, al principio le dije "pues si se ha muerto que lo entierren", pero al cabo de un rato pensé que quizás debía hacerle una visita, y siendo ya dos personas adultas quizás pudiéramos entendernos al variar la condición de sumisión a la que, como hijo menor de edad, me veía sometido en su momento.
Eso ocurrió hace unos años, y le toqué a la puerta y cuando me abrió, después de algunos minutos su cara fue de sorpresa e incredulidad, pero lejos de cerrarme la puerta en las narices o proferir algún insulto o montar su espectáculo de subnormalidad me invitó a entrar. Al hacerlo mis orificios nasales se vieron invadidos por un hedor pestilente, entre casa cerrada y algo podrido, y es que era un auténtico cercado, síndrome de diógenes style, con suciedad y desorden por todos lados, incapaz de vivir con un mínimo de dignidad. Antes mi madre le hacía de criada, pero ahora no solamente era un despojo de persona, sino que vivía como tal.
Me senté en un sofá jamagoso lleno de ropa sucia que aparté a un lado, y él hizo lo propio en un sillón que había enfrente. No me ofreció nada para beber o comer, y en cualquier caso lo hubiese rechazado viendo el vertedero que tenía por hogar. Después de un breve silencio le comenté el motivo por el cual estaba allí, que ese amigo suyo había despertado cierta alarma sobre su situación personal, su salud y tal. Él, lejos de mostrarse agradecido por la visita, me interrumpió diciendo gilipolleces y bravuconadas sin sustancia acerca de su fortaleza, buen estado de salud y sus gónadas bien puestas. Quería recordarme, como cuando era niño-adolescente, que él era el macho de la manada. Dada su poca cortesía y la repugnancia que me suscitaron sus comentarios, que me retrotrayeron nuevamente a situaciones pasadas, le dije claramente que como podía vivir de esa manera, entre tanta mierda, y sin un mínimo de dignidad. Obviamente aquella situación derivó inmediatamente en una discusión pero no tuvo el valor de insultarme ni de amenazarme con golpearme como hacía en el pasado. Yo le dejé claro que no era ningún macho alfa, y que en realidad solo era un pobre hombre, un desgraciado que no era capaz ni de cuidarse a sí mismo, que era un auténtico despojo de persona, que en realidad él era el perdedor de toda esa situación y que su vida no valía nada. No lo hice bruscamente, ni le insulté, pero se lo di a entender de tal modo que resultó más dañino que si hubiese empleado un discurso más directo y grosero.
Su única defensa ante tal discurso fue remover cosas del pasado, sus viejos rencores y toda la miseria moral a la que había tratado de avocar a la familia. Él no había cambiado en absoluto, seguía siendo un pedazo de mierda a la que la soledad y la pérdida de la familia no había hecho recapacitar un ápice, yo, en cambio, mostré una entereza que a él le resultó extraña e impactante. Hasta que le solté mi discurso creía que todavía era aquel adolescente de 15 años que se callaba por temor a las represalias físicas, y vio que todo ese postureo y amenazas no le iban a servir una mierda. Mucho más alto, corpulento y hablando con seguridad, diciéndole las cosas sin alterarme, sin insultar ni levantar la voz más de lo necesario fue algo que lo desarmó completamente.
La estancia en aquella leonera no duró más de media hora, tras la cual me juré que no volvería a cruzar palabra con este individuo, que era incapaz de aprender de sus errores y cambiar su actitud para con aquellos que éramos sus hijos. Creo que en el fondo se dio cuenta de que realmente era un pedazo de mierda sin dignidad alguna. Y no es que esté orgulloso de ello, pero de alguna manera me cobré venganza por tantos años de insultos y humillaciones. Ya no le valían sus postureos y actitudes de matón, era, como decía, un pedazo de mierda vulnerable e indefensa. Desde aquella ocasión no he vuelto a tener nunca jamás contacto con él, y me lo he cruzado por la calle muchas veces sin que se haya dignado ni a dirigirme la mirada.