cuellopavo
Frikazo
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Estoy en la cola del traumatólogo, 9.30 h de la mañana, esperando mí turno. Estoy tranquilo y poco impresionado, al mí alrededor no hay ningún caso grave que convoque el pesimismo derivado de las desgracias ajenas. Algunos niños con el pie torcido, algunos adultos con muletas o algún miembro fracturado convenientemente tratado, algún deportista amateur con rotura de fibras. Lo típico.
De repente un hombre enfurecido entra en nuestra zona. Llama con violencia en una de las puertas. Sale una doctora. Discuten. El hombre, enfadado, le echa en cara que ya lo cambiaron dos veces de puerta y que lleva desde las nueve de acá para allá, que ya está harto, que no hay derecho. La médico, aburrida por el discurso, dice: yo no puedo hacer nada, yo no doy las citas. Entra de nuevo en la consulta. Cierra la puerta.
El hombre -me temía este momento- se dirige a nosotros, público mudo que espera por su turno. No hay derecho, dice. La otra vez, por culpa de la huelga esa, no me atendieron, dice. Yo vengo de bastante lejos, grita. Y la salida de la autopista estaba fatal, dice. Toda por la puta huelga esa, dice. Yo estaba aquí las nueve, dice. Pasaron mí turno, dice.
El hombre mira al auditorio, algunos niños que esperan tienen los ojos muy abiertos mientras miran hacia el hombre. El resto miramos hacia el suelo, hacia las paredes, hacia los carteles de no fumar, hacia las ventanas sin limpiar desde hace algunas semanas. Al lado del hombre, una administrativa mira la pantalla de su ordenador como si en ella estuviese ocurriendo la retransmisión en directo del fin del mundo.
Después se hace el silencio. Los gritos del hombre no son substituidos por nada, y queda como un eco de ellos en la sala de espera del centro de salud. El hombre da otra mirada esperando algo, una voz discrepante, un grito de bravo, una palabra de solidaridad. Nada ocurre. Cuando vuelto a mirar, el hombre está entrando en el baño.
Cuellopavo, dice una voz a mis espaldas, soy yo, pase. Desaparezco en la consulta del traumatólogo.
Y esta pequeña insurrección cotidiana es lo peor que me ha pasado en una consulta médica. Jodeos.
De repente un hombre enfurecido entra en nuestra zona. Llama con violencia en una de las puertas. Sale una doctora. Discuten. El hombre, enfadado, le echa en cara que ya lo cambiaron dos veces de puerta y que lleva desde las nueve de acá para allá, que ya está harto, que no hay derecho. La médico, aburrida por el discurso, dice: yo no puedo hacer nada, yo no doy las citas. Entra de nuevo en la consulta. Cierra la puerta.
El hombre -me temía este momento- se dirige a nosotros, público mudo que espera por su turno. No hay derecho, dice. La otra vez, por culpa de la huelga esa, no me atendieron, dice. Yo vengo de bastante lejos, grita. Y la salida de la autopista estaba fatal, dice. Toda por la puta huelga esa, dice. Yo estaba aquí las nueve, dice. Pasaron mí turno, dice.
El hombre mira al auditorio, algunos niños que esperan tienen los ojos muy abiertos mientras miran hacia el hombre. El resto miramos hacia el suelo, hacia las paredes, hacia los carteles de no fumar, hacia las ventanas sin limpiar desde hace algunas semanas. Al lado del hombre, una administrativa mira la pantalla de su ordenador como si en ella estuviese ocurriendo la retransmisión en directo del fin del mundo.
Después se hace el silencio. Los gritos del hombre no son substituidos por nada, y queda como un eco de ellos en la sala de espera del centro de salud. El hombre da otra mirada esperando algo, una voz discrepante, un grito de bravo, una palabra de solidaridad. Nada ocurre. Cuando vuelto a mirar, el hombre está entrando en el baño.
Cuellopavo, dice una voz a mis espaldas, soy yo, pase. Desaparezco en la consulta del traumatólogo.
Y esta pequeña insurrección cotidiana es lo peor que me ha pasado en una consulta médica. Jodeos.