Entonces, ¿por qué la Paramount, como distribuidora del filme, no ha hecho su trabajo, que era, efectivamente, distribuirlo? La razón es descorazonadora:
según recogía The Hollywood Reporter, tras uno de los pases privados proyectados el pasado verano, David Ellison, cabeza de la productora Skydance Productions, calificó a la película de ser "demasiado intelectual" y "demasiado complicada". Aunque Scott Rudin, otro de los productores, la defendió con vehemencia, pesó más la opinión de Ellison, tal vez porque Skydance es una de las principales cofinanciadoras de Paramount.
Al final, Paramount resolvió que la cinta solo se proyectaría en los cines de Estados Unidos, Canadá y China, donde la estrenó el pasado 23 de febrero sin apenas publicidad. A cambio, firmó un acuerdo con Netflix para su distribución en el resto del mundo.
Esta decisión conlleva una atroz serie de implicaciones. La primera es que los máximos responsables de una producción cinematográfica consideran que su público es esencialmente idiota. Y la segunda, y posiblemente más importante, es que prefieren que ese público siga siendo idiota. No confían en la capacidad de los espectadores para entender algo "intelectual" o "complicado", y por eso les han retirado la posibilidad de desidiotizarse. Si la gente quiere la misma mierda de siempre, ofrezcámosle solo la misma mierda de siempre, que es la que nos pagan.
En un mundo post-Twin Peaks, es increíblemente obtuso impedir al público general el acceso a contenidos intelectualmente más elaborados o más complejos. Es de una torpeza miope seguir apelando al mínimo común denominador por miedo al fracaso económico. Por un lado, porque esto solo alimenta una rueda de progresiva
estupidización del medio: cuanto más dinero invierto, menos riesgo quiero correr; cuanto menos riesgo quiero correr, menos desafíos propongo al espectador y más acomodado se vuelve este.