Inicialmente no interpreté a Filomena como borrasca ciclónica ártica, a partir del pronóstico meteorológico de la descompensación de presión atmosférica, condensación y temperaturas bajo cero grados, sino como un azote de Boreas advertido por una inmaculada pitia del oráculo de Delfos totalmente tarumba por vapores psicotrópicos. El discurso científico y materialista quedó nublado por la semiótica: consideré la gran nevada como un claro signo para entender que la supervivencia pasa por salir de un país tercermundista como España y alcanzar las tierras donde este fenómeno climático ocurre todos los inviernos.
La simpatía por ver a los jóvenes jugar con las bolas de nieve, construir muñecos, lanzarse en trineo, en definitiva, vivenciar una experiencia estética que permita solapar las velocidades de nuestro estilo de vida desquiciado con el movimiento fluxus artístico. Sin embargo, Filomena es una hija de puta sedienta de sufrimiento que ha matado a muchos seres inocentes. Las arboledas nos protegen en verano de las radiaciones solares ultravioleta pero en tormentas huracanadas por Céfiro, ventiscas con nevadas que nos ciegan los sentidos y el entendimiento en nuestro afán postmoderno de buscar siempre la novedad, resultan una trampa mortal.