Yo soy una persona muy nerviosa y no puedo beber café después de las 16:00 p.m. porque luego me cuesta conciliar el sueño, y cuando lo logro tengo pesadillas o ese sueño ligero que estás como despierto y no acabas de descansar del todo. Uno por la mañana, con un chorrito de leche o lo que cojones sea eso que te venden ahora, y sin azúcar. Negro, que amargue, que haya que beberlo a sorbos pequeños, y mientras retuerzo el hocico a cada amargo trago, acordarme de lo puta y rancia que es la vida; la mía. Para mí el café perfecto, el que siempre he querido beber; es el café de los pistoleros, ese que se hacían en una chosca mientras preparaban el campamento. Al raso, tumbado sobre la arena, con los sonidos de los animales nocturnos de fondo. El caballo atado en un árbol y la montura a modo de almohada. Ese café a la luz de la hoguera, en una cafetera de hierro oxidada y servido en tazas de hojalata abolladas. Sin leche, sin azúcar, sin cucharilla, sin cursilerías. De esas que después de beber la pones bocabajo y ya está lavada para la próxima vez. En muchas películas de pistoleros comían frijoles y de postre café. Qué maravilla, un menú de hombres. El café tiene que bajar y descomponer el estómago, que no hayas acabado de bebértelo y ya te estén sonando las tripas, que evacue, remover las entrañas para defecar en segundos. Yo tardo más en limpiarme el culo que en cagar. Precisamente lo bebo en tarros de foagrat como tributo a esos pistoleros que os digo, esos hombres de vidas espartanas que el desierto los curtía la piel y el carácter. Con el cuerpo dolorido de galopar un animal todo el santo día sin rumbo fijo, alerta de los peligros. Indios o cazarecompensas. La muerte se esconde detrás de cualquier sombra.