La misiva era escueta y no se andaba con rodeos: «Examinado el problema para el futuro, no he de ocultarte que habría que hacer la suspensión del espectáculo (del Toro de la Vega), con cierto tacto pues se trata de una tradición de siglos». El que esto escribía, el 25 de septiembre de 1958, no era miembro de un grupo ecologista ni, mucho menos, un antitaurino de pro; se trataba del gobernador civil vallisoletano Antonio Ruiz-Ocaña Remiro, impelido a pronunciarse sobre «la cuestión» tordesillana por su entonces superior, el director general de Política Interior, Manuel Chacón Secos.
Y es que la presión institucional no tardaría en conseguir parte de su propósito: prohibir, al menos, la muerte del animal en un festejo calificado por muchos de cruel. Las aristas más duras de aquella polémica arrancan en 1954, cuando impactantes imágenes del espectáculo, emitidas en el noticiario NO-DO, lastimaron la sensibilidad de destacados colectivos y personalidades comprometidas con la defensa de los animales.
La polémica desembocó en la sorprendente decisión gubernativa de 1966, que a cambio de no suspender el espectáculo, prohibía el rejoneo del toro a campo abierto. Se celebró el 13 de septiembre y consistió en una suerte de encierro que, por no tolerar la muerte del toro, encrespó los ánimos de algunos aficionados.