En mi comunión se mató un cordero, como manda la tradición, y ese fue el banquete. Se celebró en el corral de mi casa, fueron familiares cercanos y poco más. A las cinco o las seis de la tarde ya habíamos terminado todo el convite y llegó un amigo al que yo había invitado, pero ya no había nada. Se encontró las puertas cerradas. Este amigo me invitó a mí el año anterior porque era un año mayor que yo. Menuda juerga nos corrimos en su comunión, aquello parecían las bodas de Camacho. Había de todo y en abundancia, comida y bebida a raudales, juegos artificiales, regalos, cigarros y puros para fumar a escondidas, de todo, de todo lo que un niño puede imaginar y más. Creo que fui feliz durante una tarde en mi infancia.
Pero cuando él llegó a mi comunión ya no había nada, me llamaba y me llamaba desde el otro lado de la puerta, pero a mí me dio vergüenza abrirle para nada, y me quedé ahí en silencio al otro lado esperando a que se cansase de llamar y se fuese. Creo que me vio y todo, porque se asomó por la rendija de la puerta, yo me escondí rápido, pero me vio, estoy seguro.
Al día siguiente me dijo que fue a mi casa, y yo le dije que no le había oído. Y durante unos segundos estuvimos en silencio mirándonos, hasta que ninguno dijimos nada más y seguimos como siempre, como buenos amigos.