stavroguin 11
Clásico
- Registro
- 14 Oct 2010
- Mensajes
- 3.780
- Reacciones
- 2.830
Este estercolero virtual, que alumbró las fantas de Lolens León con Niandra, la pueril venganza de SLK con la misma zorra posteando fotos prognatas, la cacería de Gina ocupando con cabezas de foreros disecadas y libros de culturismo la vitrina de trofeos de su salón, el Niágara de babas que provocó el culo de la maruja Tools, el lugar por donde pulula José David con su traje de gnomo y sus cascabeles haciendo graciosas piruetas para llamar la atención de la primera que asoma, y un millón de bajezas más que sin duda acontecen en la corriente subterránea del mp, que no quiero ni puedo imaginar, no es, desde luego, el mejor lugar para hablar de dignidad, principios y mantenimiento de formas.
Sin embargo, así como Homero dormita a veces, el más abyecto e indigno de los seres puede tener arranques de dignidad, de autorespeto, de afirmación personal ante las trampas que esas zorras nos tienden sin cesar para ponernos a ras de suelo. Así que les propongo que posteen aquí sus mejores momentos, mientras les relato un hecho relativamente reciente en el que estuve a punto de acabar en la alfombra, y sin embargo mantuve la verticalidad.
Hace años tuve un amor platónico. Que además era compañera de estudios y amiga. Cierro los ojos y vuelvo a verla en la plenitud de su esplendor juvenil: la voz dulce y fresca, las piernas esbeltas, tal vez algo flacas, la dentadura perfecta, las manos de pianista, los ojos negros... permítanme embriagarme un momento.
Le gustaba mi compañía. Mi conversación puede tener un punto de ingenio grosero que era muy de su gusto. Además, nunca me corté lo más mínimo en expresarle con todo lujo de detalles el programa sexual que llevaría a cabo con ella si la ocasión era propicia y le iba el morbo. Pero nunca dio pie a nada más, ni yo me lancé a la piscina en serio.
Acabamos la carrera y mantuvimos el contacto un tiempo que ahora me parece sorprendentemente largo. Mayormente porque era yo el que tomaba la iniciativa. Un día le dije que la siguiente llamada tendría que ser suya. Y, como se pueden imaginar, nunca llamó. En 500 ocasiones estuve a punto de marcar su número, pero siempre encontré la fortaleza para no hacerlo. Un día la borré de la agenda, la semiolvidé. Y pasaron 20 años.
Cuando me llamaron para la reunión de antiguos alumnos, me permití un instante de regodeo vengativo: me imaginé su decadencia física, el placer de mirarla y no ver más que una premenopáusica ruinosa.
Y una mierda.
En el cementerio de elefantes que me encontré ese día, con sus varices, vellos faciales y michelines, había tres o cuatro gloriosas excepciones. Ella era una: estaba jodidamente igual, incluso con una pátina de moderada madurez que le sentaba de puta madre. Fue ella la que vino a hablar conmigo, y sentí que el suelo se me abría bajo los pies. Sin embargo aguanté el tipo: le pregunté por su situación laboral, pero no por su vida personal. Aun hoy no sé si está soltera, si se casó o tiene hijos. Tras una brevísima charla, me fui a hablar con otra gente.
Avanzaba la tarde y aunque yo no me acercaba a ella, me lanzaba una mirada lancinante tras otra. Pronto llegó la sobremesa y la música, canciones lentas y bailables. Estaba de pie al borde de la pista, y vi como venía directa hacia mí, con clara intención de charla sobre viejos tiempos+bailoteo. La paja mental empezó a fluir: me imaginé ciñendo su cintura de avispa, acercando mi cara a la suya, recuperando la vieja confianza, visitándola en su clínica, muy cerca de donde vivo...
Entonces lo vi. Vi a saca-el-tarado. Estaba sentado en un sillón de orejas, con una copa de balón en la mano. Su cara era la del avatar, pero también la suya como me la imagino: un rostro curtido y seco de castellano viejo, mirándome como un entomólogo puede mirar a una mosca atrapada en la red de una tarántula, como un niño cruel que contempla al hamster que acaba de meter en el terrario de la pitón, con una mezcla de ironía y cinismo que me hicieron despertar. Y entonces se me cayó encima la inmensa tonelada de mierda de frustraciones, misoginias y foro que llevo encima como equipaje de mano y solo vi a una zorriputa que no había marcado mi número ni una mísera vez en dos décadas. E hice lo que tenía que hacer: una cobra. Una cobra, llamémosla, deambulatoria: cuando estaba llegando, me cambié bruscamente de lugar y me fui al bar a tomar una copa. Lo intentó de nuevo más tarde y repetí jugada. Ya no probó más.
Firme en mi propósito de no cambiar con ella más palabras que las de nuestro saludo incial, poco después me despedí saludándola indolentemente con la mano y una media sonrisa, para perderme en la noche compostelana sintiendo las dos brasas de sus ojos oscuros clavadas en la nuca como agujas de acupuntura.
Sin embargo, así como Homero dormita a veces, el más abyecto e indigno de los seres puede tener arranques de dignidad, de autorespeto, de afirmación personal ante las trampas que esas zorras nos tienden sin cesar para ponernos a ras de suelo. Así que les propongo que posteen aquí sus mejores momentos, mientras les relato un hecho relativamente reciente en el que estuve a punto de acabar en la alfombra, y sin embargo mantuve la verticalidad.
Hace años tuve un amor platónico. Que además era compañera de estudios y amiga. Cierro los ojos y vuelvo a verla en la plenitud de su esplendor juvenil: la voz dulce y fresca, las piernas esbeltas, tal vez algo flacas, la dentadura perfecta, las manos de pianista, los ojos negros... permítanme embriagarme un momento.
Le gustaba mi compañía. Mi conversación puede tener un punto de ingenio grosero que era muy de su gusto. Además, nunca me corté lo más mínimo en expresarle con todo lujo de detalles el programa sexual que llevaría a cabo con ella si la ocasión era propicia y le iba el morbo. Pero nunca dio pie a nada más, ni yo me lancé a la piscina en serio.
Acabamos la carrera y mantuvimos el contacto un tiempo que ahora me parece sorprendentemente largo. Mayormente porque era yo el que tomaba la iniciativa. Un día le dije que la siguiente llamada tendría que ser suya. Y, como se pueden imaginar, nunca llamó. En 500 ocasiones estuve a punto de marcar su número, pero siempre encontré la fortaleza para no hacerlo. Un día la borré de la agenda, la semiolvidé. Y pasaron 20 años.
Cuando me llamaron para la reunión de antiguos alumnos, me permití un instante de regodeo vengativo: me imaginé su decadencia física, el placer de mirarla y no ver más que una premenopáusica ruinosa.
Y una mierda.
En el cementerio de elefantes que me encontré ese día, con sus varices, vellos faciales y michelines, había tres o cuatro gloriosas excepciones. Ella era una: estaba jodidamente igual, incluso con una pátina de moderada madurez que le sentaba de puta madre. Fue ella la que vino a hablar conmigo, y sentí que el suelo se me abría bajo los pies. Sin embargo aguanté el tipo: le pregunté por su situación laboral, pero no por su vida personal. Aun hoy no sé si está soltera, si se casó o tiene hijos. Tras una brevísima charla, me fui a hablar con otra gente.
Avanzaba la tarde y aunque yo no me acercaba a ella, me lanzaba una mirada lancinante tras otra. Pronto llegó la sobremesa y la música, canciones lentas y bailables. Estaba de pie al borde de la pista, y vi como venía directa hacia mí, con clara intención de charla sobre viejos tiempos+bailoteo. La paja mental empezó a fluir: me imaginé ciñendo su cintura de avispa, acercando mi cara a la suya, recuperando la vieja confianza, visitándola en su clínica, muy cerca de donde vivo...
Entonces lo vi. Vi a saca-el-tarado. Estaba sentado en un sillón de orejas, con una copa de balón en la mano. Su cara era la del avatar, pero también la suya como me la imagino: un rostro curtido y seco de castellano viejo, mirándome como un entomólogo puede mirar a una mosca atrapada en la red de una tarántula, como un niño cruel que contempla al hamster que acaba de meter en el terrario de la pitón, con una mezcla de ironía y cinismo que me hicieron despertar. Y entonces se me cayó encima la inmensa tonelada de mierda de frustraciones, misoginias y foro que llevo encima como equipaje de mano y solo vi a una zorriputa que no había marcado mi número ni una mísera vez en dos décadas. E hice lo que tenía que hacer: una cobra. Una cobra, llamémosla, deambulatoria: cuando estaba llegando, me cambié bruscamente de lugar y me fui al bar a tomar una copa. Lo intentó de nuevo más tarde y repetí jugada. Ya no probó más.
Firme en mi propósito de no cambiar con ella más palabras que las de nuestro saludo incial, poco después me despedí saludándola indolentemente con la mano y una media sonrisa, para perderme en la noche compostelana sintiendo las dos brasas de sus ojos oscuros clavadas en la nuca como agujas de acupuntura.
Última edición: