Una vez solté uno de esos que llevas un rato aguantado para poder soltarlo en territorio amigo. Uno de esos que sabes que van a salir calentitos, despacio y con buena letra, y con el asiento de espuma absorbente de mi silla de despacho recién comprada, ansioso por recibir el aroma embriagador de mi marcaje de territorio, pero las cosas no son siempre tan bonitas como nos las cuenta la guionista de todas las películas alemanas de sobremesa. En resumen, la salida del gas fue acompañada de un chorro diarreico provocado por unas gambas al ajillo que no sentaron bien a mí organismo.
La silla apestó a algo agrio durante semanas, por mucho que la lavé con todo lo que se me ocurrió, pero no hubo manera. De repente, di con la solución: amoniaco y zumo de limón.
De todas formas, sé que el juguillo de los entrañas sigue ahí, agazapado, esperando su momento para volver a salir en toda su gloria.