Werther
Veterano
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- 16 Mar 2004
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Esta mañana estaba conduciendo por las calles de mi ciudad escuchando a mi idolatrado Wagner. Cuando uno escucha a este compositor, una especie de ardor inefable le nace del centro del alma, expandiéndose rápidamente por todas las partes del cuerpo como un fulgurante incendio en un bosque seco. Es en esos momentos cuando el oyente sensible se siente realmente hombre… Bien, decía que esta mañana estaba conduciendo dirección a no se dónde, cuando me apercibo de que, esperando frente al paso de peatones que estaba a punto de saltarme, aguardaba una de esas mujeres que, por no ser su belleza humana sino divina, las llamamos diosas. Acto seguido pisé el freno bruscamente, consiguiendo para el coche justo a tiempo. ¡Qué placer estético el contemplarla! ¡Y qué cara de pocos amigos puso al darse cuenta de que lo hacía! ¡Y cuánta altanería en su belleza! Su reacción fue acelerar el paso, la mía apartar rápidamente la mirada avergonzado. La verdad es que uno ante tanta belleza se empequeñece. Pero yo me pregunto, ¿y por qué? Es decir, ¿da la belleza una mayor valía a la persona, la sitúa por encima de los demás?, ¿es meritoria? Que la hermosura es un valor es algo obvio, ya los griegos la admiraban y la asimilaban con la idea de lo bueno, pero que sea el mayor valor es otra cosa. Para mí, son solamente las obras las que hacen grande a la gente, los valores máximos por los que hay que juzgar al hombre. Uno se debe empequeñecer solamente ante personas que lo merecen por sus actos u obras, por ejemplo ante Wagner. ¿Pero, por qué entonces lo hacemos ante una mujer bella?