Frente Negro
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Dalí, incómodo
Salvador Dalí, de quien este año conmemoramos el centenario de su nacimiento, tuvo una vida tan atormentada y agónica como genial y fructífera. Fructíferos han sido también estos últimos meses en cuanto a apariciones editoriales donde, a nuestro juicio y separando la paja del grano —tarea obviamente subjetiva—, destacaremos las aportaciones de Óscar Tusquets, Laia Rosa Armengol, la sobredimensionada de Ian Gibson y la del tándem Màrius Carol y Josep Playà.
Quizá sea El enigma Dalí, de estos dos últimos, la más interesante y sustanciosa, sobre todo en lo referente a una cuestión que, como no podía ser de otra manera, inquietó e inquieta a nuestra intelligentsia zurda: el franquismo de un artista e intelectual que, según los parámetros al uso, habría nacido para abrevar en la galaxia antifascista, lo que automáticamente convierte al conde de Púbol en un personaje anómalo sobre el que conviene construir —arrojar en no pocos casos— algunas teorías que expliquen tan monstruoso fenómeno.
Desde que el proletariado confunde las grandes superficies con el Paraíso, la intelligentsia zurda se ha visto obligada a mutar su discurso hasta hacerlo prácticamente irreconocible. Lo que no ha cambiado, empero, es la médula: ni su dimitrovismo ni su lenguaje dimitroviano. Utilizan, sí, como edulcorante términos tan sobados y recurrentes como democracia y tolerancia, pero sus discursos son de todo punto fóbicos y sus comportamientos, hasta donde les alcanza, inquisitoriales. Baste, para ilustrar lo que digo, unas palabras del escritor Manuel Vicent: “Ir de reaccionario brutal cuando todo el mundo toma papillas de izquierda le ha sido muy rentable, inmolarse como un loco o como un payaso diariamente era necesario para que el resplandor de esa hoguera cegara su esterilidad estética de pintor”... Sin comentarios.
De izquierda a derecha: Dioniso Ridruejo,
Eugenio Montes, Gallego Burín, Salvador Dalí, Jesús Suevos
y Laín Entralgo [Madrid, 1951]
Si Màrius Carol y Josep Playà, a mi juicio, aciertan de pleno es porque han sido capaces, hasta cierto punto, de desprenderse de las anteojeras y detectar en el franquismo de Dalí las certidumbres del ampurdanés universal de que el Régimen evitaría el vacío, el caos y la muerte que tanto le horrorizaron durante, después y muchísimo después de una guerra civil en la que vio desaparecer a demasiados amigos, y de que su ideología —¿podemos decir metapolítica?— no colisionaría en modo alguno —por estar en planos diferentes y distantes— con la cultura oficial del Régimen. Sea como fuere, lo cierto es que Dalí lo tuvo más fácil que intelectuales que, a pesar del azul mahón de sus camisas, vieron su obra prohibida y secuestrada —Rafael García Serrano— o simplemente dejaron tras de sí un rosario de detenciones policiales —Dionisio Ridruejo—. Y muchísimo mejor que aquellos otros hombres de la cultura que, bien desde la izquierda o bien desde una derecha incompatible con el autoritarismo nacional-católico, prefirieron el exilio interior. Pero todos, absolutamente todos —Dalí incluido—, llegaron a donde llegaron gracias a que supieron forjar, con mayores o menores penalidades, sus propios espacios de libertad donde desarrollar sus talentos.
Pero hay otro dato más: va siendo hora ya —¿acaso no estamos en el tan cacareado tercer milenio?— de que los policías del pensamiento se metan entre ceja y ceja que ni Dalí, ni D’Ors, ni Torrente Ballester, ni Fernández Flórez, ni Gecé, ni Juan de Ávalos, ni Pancho Cossío, ni Laín Entralgo, ni Miguel Mihura, ni Samuel Ros, ni Edgar Neville, ni Ángel María Pascual, ni Emilio Romero, ni Luys Santamarina, ni Rafael Duyos, ni José María Alfaro, ni Jardiel Poncela, ni Manuel Machado, ni —el tan traído y llevado últimamente— Rafael Sánchez Mazas, ni un kilométrico etcétera de ilustrísimos e incómodos compatriotas, tuvieron culpa alguna de que Nietzsche —y no Marx— fuera el filósofo de la primera mitad del siglo XX.
Juan C. García [Valencia]
28.V.2004
Salvador Dalí, de quien este año conmemoramos el centenario de su nacimiento, tuvo una vida tan atormentada y agónica como genial y fructífera. Fructíferos han sido también estos últimos meses en cuanto a apariciones editoriales donde, a nuestro juicio y separando la paja del grano —tarea obviamente subjetiva—, destacaremos las aportaciones de Óscar Tusquets, Laia Rosa Armengol, la sobredimensionada de Ian Gibson y la del tándem Màrius Carol y Josep Playà.
Quizá sea El enigma Dalí, de estos dos últimos, la más interesante y sustanciosa, sobre todo en lo referente a una cuestión que, como no podía ser de otra manera, inquietó e inquieta a nuestra intelligentsia zurda: el franquismo de un artista e intelectual que, según los parámetros al uso, habría nacido para abrevar en la galaxia antifascista, lo que automáticamente convierte al conde de Púbol en un personaje anómalo sobre el que conviene construir —arrojar en no pocos casos— algunas teorías que expliquen tan monstruoso fenómeno.
Desde que el proletariado confunde las grandes superficies con el Paraíso, la intelligentsia zurda se ha visto obligada a mutar su discurso hasta hacerlo prácticamente irreconocible. Lo que no ha cambiado, empero, es la médula: ni su dimitrovismo ni su lenguaje dimitroviano. Utilizan, sí, como edulcorante términos tan sobados y recurrentes como democracia y tolerancia, pero sus discursos son de todo punto fóbicos y sus comportamientos, hasta donde les alcanza, inquisitoriales. Baste, para ilustrar lo que digo, unas palabras del escritor Manuel Vicent: “Ir de reaccionario brutal cuando todo el mundo toma papillas de izquierda le ha sido muy rentable, inmolarse como un loco o como un payaso diariamente era necesario para que el resplandor de esa hoguera cegara su esterilidad estética de pintor”... Sin comentarios.
De izquierda a derecha: Dioniso Ridruejo,
Eugenio Montes, Gallego Burín, Salvador Dalí, Jesús Suevos
y Laín Entralgo [Madrid, 1951]
Si Màrius Carol y Josep Playà, a mi juicio, aciertan de pleno es porque han sido capaces, hasta cierto punto, de desprenderse de las anteojeras y detectar en el franquismo de Dalí las certidumbres del ampurdanés universal de que el Régimen evitaría el vacío, el caos y la muerte que tanto le horrorizaron durante, después y muchísimo después de una guerra civil en la que vio desaparecer a demasiados amigos, y de que su ideología —¿podemos decir metapolítica?— no colisionaría en modo alguno —por estar en planos diferentes y distantes— con la cultura oficial del Régimen. Sea como fuere, lo cierto es que Dalí lo tuvo más fácil que intelectuales que, a pesar del azul mahón de sus camisas, vieron su obra prohibida y secuestrada —Rafael García Serrano— o simplemente dejaron tras de sí un rosario de detenciones policiales —Dionisio Ridruejo—. Y muchísimo mejor que aquellos otros hombres de la cultura que, bien desde la izquierda o bien desde una derecha incompatible con el autoritarismo nacional-católico, prefirieron el exilio interior. Pero todos, absolutamente todos —Dalí incluido—, llegaron a donde llegaron gracias a que supieron forjar, con mayores o menores penalidades, sus propios espacios de libertad donde desarrollar sus talentos.
Pero hay otro dato más: va siendo hora ya —¿acaso no estamos en el tan cacareado tercer milenio?— de que los policías del pensamiento se metan entre ceja y ceja que ni Dalí, ni D’Ors, ni Torrente Ballester, ni Fernández Flórez, ni Gecé, ni Juan de Ávalos, ni Pancho Cossío, ni Laín Entralgo, ni Miguel Mihura, ni Samuel Ros, ni Edgar Neville, ni Ángel María Pascual, ni Emilio Romero, ni Luys Santamarina, ni Rafael Duyos, ni José María Alfaro, ni Jardiel Poncela, ni Manuel Machado, ni —el tan traído y llevado últimamente— Rafael Sánchez Mazas, ni un kilométrico etcétera de ilustrísimos e incómodos compatriotas, tuvieron culpa alguna de que Nietzsche —y no Marx— fuera el filósofo de la primera mitad del siglo XX.
Juan C. García [Valencia]
28.V.2004