Libros El hilo de los fragmentos memorables

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"Los hombres que envejecen solos son mucho menos dignos de compasión que las mujeres en la misma situación. Ellos beben vino malo, se quedan dormidos, les apesta el aliento; se despiertan y empiezan otra vez; y se mueren bastante deprisa. Las mujeres toman calmantes, hacen yoga, van a ver a un psicólogo; viven muchos años y sufren mucho. Tienen el cuerpo débil y estropeado; lo saben y sufren mucho. Pero siguen adelante, porque no logran renunciar a ser amadas."

"Las partículas elementales" (1998)
Michel Houellebecq.
 
Ciertamente, tenía que repetirlo, no había que imitar a los cristianos de Abisinia, de los cuales ya había hablado. Tampoco había que imitar a los apestados de Persia, que lanzaban sus harapos sobre los equipos sanitarios cristianos invocando al cielo a voces para que diese la peste a los infieles, que querían combatir el mal enviado por Dios. Pero tampoco, ni mucho menos, había que imitar a los monjes de El Cairo que en las epidemias del siglo pasado daban la comunión cogiendo la hostia con pinzas para evitar el contacto de aquellas bocas húmedas y calientes donde la infección podía estar dormida. Los pestíferos persas y los monjes pecaban igualmente; pues para los primeros el sufrimiento de un niño no contaba y para los segundos, por el contrario, el miedo al dolor, harto humano, lo había invadido todo (…) Pero había otros ejemplos que Paneloux quería recordar. Según el cronista de la gran peste de Marsella, de los ochenta y un religiosos del convento de la Merced sólo cuatro sobrevivieron a la fiebre, y de esos cuatro tres huyeron. Esto es lo que dijeron los cronistas y su oficio no les obligaba a decir más. Pero al leer estas crónicas, todo el pensamiento del Padre Paneloux iba hacia aquel que había quedado solo, a pesar de los setenta y siete muertos y, sobre todo, a pesar del ejemplo de sus tres hermanos. Y el Padre, pegando con un puño en el borde del púlpito, gritó: “¡Hermanos míos, hay que ser ése que se queda!”.

Camus, La peste
 
Releyendo a Juan Rulfo

Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. «No dejes de ir a visitarlo —me recomendó. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte.» Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después de que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.
Todavía antes me había dicho:
—No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.

Esto es literatura. Lo demás, insustancialidades o insustancialismos, como gusten ustedes.
 
Releyendo a Juan Rulfo
Esto es literatura. Lo demás, insustancialidades o insustancialismos, como gusten ustedes.

Leí Pedro Páramo hace muchos años. Muchos. Me aburrió y no lo dejé a medias porque es un libro pequeño, y por mis cojones que tenía que terminarlo. Quizá no era tampoco el mejor momento de mi vida para leer algo así. Lo mismo me ocurrió con El ruído y la furia.

Hace unos 3 años los volvía a leer. Los dos. Y lo dicho por Cuellopavo: Literatura. Sin artificios. Cuando acabas estos libros, están ahí, todavía, durante muchos días, en tus sueños, en tu pensamiento, en tu inconsciente, llamando a tu puerta.

...Cuando la sombra del marco de la ventana se proyectó sobre las cortinas, eran entre las siete y las ocho en punto y entonces me volví a encontrar a compás, escuchando el reloj. Era el del Abuelo y cuando Padre me lo dio dijo, Quentin te entrego el mausoleo de toda esperanza y deseo; casi resulta intolerablemente apropiado que lo utilices para alcanzar el reducto absurdum de toda experiencia humana adaptándolo a tus necesidades del mismo modo que se adaptó a las suyas o a las de su padre. Te lo entrego no para que recuerdes el tiempo, sino para que de vez en cuando lo olvides durante un instante y no agotes tus fuerzas intentando someterlo. Porque nunca se gana una batalla dijo. Ni siquiera se libran. El campo de batalla solamente revela al hombre su propia estupidez y desesperación, y la victoria es una ilusión de filósofos e imbéciles...
 
-Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -le dijo el estudiante-. He aquí la rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca de tu corazón, y cuando bailemos juntos, ella te dirá cuanto te quiero.

Pero la joven frunció las cejas.

-Temo que esta rosa no armonice bien con mi vestido -respondió-. Además, el sobrino del chambelán me ha enviado varias joyas de verdad, y ya se sabe que las joyas cuestan más que las flores.

El Ruiseñor y la Rosa.


Nadie supo expresar con tanta elegancia, veracidad e ironia lo hijas de puta que son las mujeres como Oscar Wilde. Puede que desde la misoginia del rencor de su homosexualidad prohibida; pero conforme pasan los años relees su obra,por casualidad o por simple gusto, y te das cuenta de cuanta razon tenia y cuantos años hacen falta para darse cuenta.
 
Lo artificioso que admira

[TD="width: 576"]y lo dulce que consuela[/TD]

[TD="width: 576"]no es de aquel violín que vuela[/TD]

[TD="width: 576"]ni de esotra inquieta lira;[/TD]

[TD="width: 576"]otro instrumento es quien tira[/TD]

[TD="width: 576"]de los sentidos mejores.[/TD]

[TD="width: 576"] No son todos ruiseñores [/TD]

[TD="width: 576"] los que cantan entre las flores, [/TD]

[TD="width: 576"] sino campanitas de plata [/TD]

[TD="width: 576"] que tocan a la alba, [/TD]

[TD="width: 576"] sino trompeticas de oro, [/TD]

[TD="width: 576"] que hacen la salva [/TD]

[TD="width: 576"] a los soles que adoro. [/TD]


Pero Gongora: culmen de nuestra lengua denostada por panchinweys, estuvo un peldaño por encima.

PD:Las tildes me las he follado como suele proceder.
 
Última edición:
Tres cosas me tienen preso
de amores el corazón,
la bella Inés, el jamón,
y berenjenas con queso.


Esta Inés, amantes, es
quien tuvo en mí tal poder,
que me hizo aborrecer
todo lo que no era Inés.
Trájome un año sin seso,
hasta que en una ocasión
me dio a merendar jamón
y berenjenas con queso.

Fue de Inés la primer palma;
pero ya juzgarse ha mal
entre todos ellos cuál
tiene más parte en mi alma.
En gusto, medida y peso
no le hallo distinción:
ya quiero Inés, ya jamón,
ya berenjenas con queso.

Alega Inés su bondad,
el jamón que es de Aracena,
el queso y la berenjena
la española antigüidad.
Y está tan en fiel el peso
que, juzgado sin pasión,
todo es uno, Inés, jamón,
y berenjenas con queso.

A lo menos este trato
destos mis nuevos amores
hará que Inés sus favores
nos los venda más barato.
Pues tendrá por contrapeso
si no hiciere razón,
una lonja de jamón
y berenjenas con queso.





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Baltasar del Alcázar
 
Pues qué quieres que te diga, Tunak :?

Berenjenas con queso :?
 
De Lonesome Dove:



JOSH DEETS
Served with me 30 years. Fought in 21 engagements with the Commanche and Kiowa.
Cheerful in all weathers, never shirked a task. Splendid behaviour.​
 
Pues qué quieres que te diga, Tunak :?

Berenjenas con queso :?

Hombre, a dia de hoy con todo lo que sabemos y el "todas putas" pues puede que no impresione mucho, pero escribirlo en el 1500 y pico tiene su merito cuando tenias a Garcilaso vomitando arcoiris de colores.
 
[h=1]“If a man could pass through Paradise in a dream, and have a flower presented to him as a pledge that his soul had really been there, and if he found that flower in his hand when he awoke - Aye! and what then?”[/h]

Samuel Taylor Coleridge, Anima poetae.



 
Mientras no poseí más que mi catre y mis libros, fui feliz. Ahora poseo nueve gallinas y un gallo, y mi alma está perturbada. La propiedad me ha hecho cruel.

Siempre que compraba una gallina la ataba dos días a un árbol, para imponerle mi domicilio, destruyendo en su memoria frágil el amor a su antigua residencia. Remendé el cerco de mi patio, con el fin de evitar la evasión de mis aves, y la invasión de zorros de cuatro y dos pies. Me aislé, fortifiqué la frontera, tracé una línea diabólica entre mi prójimo y yo. Dividí la humanidad en dos categorías; yo, dueño de mis gallinas, y los demás que podían quitármelas. Definí el delito. El mundo se llenó para mí de presuntos ladrones, y por primera vez lancé del otro lado del cerco una mirada hostil.

Mi gallo era demasiado joven. El gallo del vecino saltó el cerco y se puso a hacer la corte a mis gallinas y a amargar la existencia de mi gallo. Despedí a pedradas al intruso, pero saltaban el cerco y aovaron en la casa del vecino. Reclamé los huevos y mi vecino me aborreció. Desde entonces vi su cara sobre el cerco, su mirada inquisidora y hostil, idéntica a la mía. Sus pollos pasaban el cerco, y devoraban el maíz mojado que consagraba a los míos. Los pollos ajenos me parecieron criminales. Los perseguí, y cegado por la rabia maté a uno. El vecino atribuyó una importancia enorme al atentado. No quiso aceptar una indemnización pecuniaria. Retiró gravemente el cadáver de su pollo, y en lugar de comérselo, se lo mostró a sus amigos, con lo cual empezó a circular por el pueblo la leyenda de mi brutalidad imperialista. Tuve que reforzar el cerco, aumentar la vigilancia, elevar, en una palabra, mi presupuesto de guerra. El vecino dispone de un perro decidido a todo; yo pienso adquirir un revólver.

¿Dónde está mi vieja tranquilidad? Estoy envenenado por la desconfianza y por el odio. El espíritu del mal se ha apoderado de mí.

Antes era un hombre. Ahora soy un propietario.

“Gallinas”, de Rafael Barrett, 1910
 
De Fernando Aramburu del libro que escribió después de "Patria", titulado "Los vencejos". Yo creo que leyó el rapiñas en la época de la misoginia dura:

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Encuentro nocturno en La Sagra





Antes de continuar su camino, Tomás Gómez se detuvo en la solitaria estación de gasolina.

-Aquí se sentirá usted bastante solo -le dijo al viejo.

El viejo pasó un trapo por el parabrisas de la camioneta.

-No me quejo.

-¿Le gusta La Sagra?

-Muchísimo. Siempre hay algo nuevo. Cuando llegué aquí el año pasado, decidí no esperar nada, no preguntar nada, no sorprenderme por nada. Tenemos que mirar las cosas de aquí, y qué diferentes son. El tiempo, por ejemplo, me divierte muchísimo. Es un tiempo sagreño. Un calor de mil demonios en verano y un frío de mil demonios en invierno. Y las escasas plantas y la lluvia, tan diferentes. Es asombroso. Vine a La Sagra a retirarme, y busqué un sitio donde todo fuera diferente. Un viejo necesita una vida diferente. Los jóvenes no quieren hablar con él, y con los otros viejos se aburre de un modo atroz. Así que pensé: lo mejor será buscar un sitio tan diferente que uno abre los ojos y ya se entretiene. Conseguí esta estación de gasolina. Si los negocios marchan demasiado bien, me instalaré en una vieja carretera menos bulliciosa, donde pueda ganar lo suficiente para vivir y me quede tiempo para sentir estas cosas tan diferentes.

-Ha dado usted en el clavo -dijo Tomás. Sus manos le descansaban sobre el volante. Estaba contento. Había trabajado casi dos semanas ayudando a establecerse a varios okupas en Lominchar y ahora tenía dos días libres e iba a una fiesta.


-Ya nada me sorprende -prosiguió el viejo-. Miro y observo, nada más. Si uno no acepta a La Sagra como es, puede volverse a Madrid. En esta comarca todo es raro; el suelo, el aire, los arroyos, los lugareños y los relojes. Hasta mi reloj anda de un modo gracioso. Hasta el tiempo es raro en La Sagra. A veces me siento muy solo, como si yo fuese el único habitante de esta comarca; apostaría la cabeza. Otras veces me siento como si me hubiera encogido y todo lo demás se hubiera agrandado. ¡Dios! ¡No hay sitio como éste para un viejo! Estoy siempre alegre y animado. ¿Sabe usted cómo es La Sagra? Es como un juguete que me regalaron en Navidad, hace setenta años. No sé si usted lo conoce. Lo llamaban calidoscopio: trocitos de vidrio o de tela de muchos colores. Se levanta hacia la luz y se mira y se queda uno sin aliento. ¡Cuántos dibujos! Bueno, pues así es La Sagra. Disfrútelo. Tómelo como es. ¡Dios! ¿Sabe que esas ruinas de Carranque tienen dieciséis siglos y aún están en buenas condiciones? Son veinte euros.. Gracias. Buenas noches.

Tomás se alejó por la carretera, riendo entre dientes.

Era un largo camino que se internaba en la oscuridad y la desolación. Tomás, con una sola mano en el volante, sacaba con la otra, de cuando en cuando, un caramelo de la bolsa del almuerzo. Había viajado toda una hora sin encontrar en el camino ningún otro automóvil, ninguna luz. La carretera solitaria se deslizaba bajo las ruedas y sólo se oía el zumbido del motor. La Sagra era una comarca silenciosa, pero aquella noche el silencio era mayor que nunca. Los secarrales giraban a su paso y el monte de Magán se alzaba contra las estrellas.




Esta noche había en el aire un olor a tiempo. Tomás sonrió. ¿Qué olor tenía el tiempo? El olor del polvo, los relojes, la gente. ¿Y qué sonido tenía el tiempo? Un sonido de agua en una cueva, y una voz muy triste y unas gotas sucias que caen sobre cajas vacías y un sonido de lluvia. Y aún más, ¿a qué se parecía el tiempo? A la nieve que cae calladamente en una habitación oscura, a una película muda en un cine muy viejo, a cien millones de rostros que descienden como esos globitos de Año Nuevo, que descienden y descienden en la nada. Eso era el tiempo, su sonido, su olor. Y esta noche (y Tomás sacó una mano fuera de la camioneta), esta noche casi se podía tocar el tiempo.

La camioneta se internó en las colinas del tiempo. Tomás sintió unas punzadas en la nuca y se sentó rígidamente, con la mirada fija en el camino.

Entró en una muerta aldea sagreña; paró el motor y se abandonó al silencio de la noche. Maravillado y absorto contempló los edificios blanqueados por las lunas. Deshabitados desde hacía siglos. Perfectos. En ruinas, pero perfectos.

Puso en marcha el motor, recorrió algo más de un kilómetro y se detuvo nuevamente. Dejó la camioneta y echó a andar llevando la bolsa de comestibles en la mano, hacia una loma desde donde aún se veía la aldea polvorienta. Abrió el termo y se sirvió una taza de café. Un pájaro nocturno pasó volando. La noche era hermosa y apacible.

Unos cinco minutos después se oyó un ruido. Entre las ondulaciones, sobre la curva de la antigua carretera, hubo un movimiento, una luz mortecina y luego un murmullo.

Tomás se volvió lentamente, con la taza de café en la mano derecha.

Y asomó en las ondulaciones una extraña aparición.
Era una máquina que parecía un insecto de color verde jade, una mantis religiosa que saltaba suavemente en el aire frío de la noche, con diamantes verdes que parpadeaban sobre su cuerpo, indistintos, innumerables, y rubíes que centelleaban con ojos multifacéticos. Sus seis patas se posaron en la carretera, como las últimas gotas de una lluvia, y desde el lomo de la máquina un sagreño antediluviano de ojos de oro fundido miró a Tomás como si mirara el fondo de un pozo.


Tomás levantó una mano y pensó automáticamente:
¡Hola!, aunque no movió los labios. Era un sagreño. Pero Tomás había nadado en Navacerrada en arroyos azules mientras los desconocidos pasaban por la carretera, y había comido en casas extrañas con gente extraña y su sonrisa había sido siempre su única defensa. No llevaba armas de fuego. Ni aun ahora advertía esa falta aunque un cierto temor le oprimía el pecho.

También el sagreño tenía las manos vacías. Durante unos instantes, ambos se miraron en el aire frío de la noche.

Tomás dio el primer paso.

-¡Hola! -gritó.

-¡Hola! -contesto el sagreño en su propia lengua. No se entendieron.

-¿Has dicho hola? -dijeron los dos.

-¿Qué has dicho? -preguntaron, cada uno en su habla.

Los dos fruncieron el ceño.

-¿Quién eres? -dijo Tomás en .

-¿Qué haces aquí -dijo el otro en sagreño.

-¿A dónde vas? -dijeron los dos al mismo tiempo, confundidos.

-Yo soy Tomás Gómez,

-Yo soy Pompa de Mingo.

No entendieron las palabras, pero se señalaron a sí mismos, golpeándose el pecho, y entonces el sagreño se echó a reír.
-¡Espera!

Tomás sintió que le rozaban la cabeza, aunque ninguna mano lo había tocado.

-Ya está -dijo el sagreño en español-. Así es mejor.

-¡Qué pronto has aprendido mi idioma!

-No es nada.

Turbados por el nuevo silencio, ambos miraron el humeante café que Tomás tenía en la mano.

-¿Algo distinto? -dijo el sagreño mirándolo y mirando el café, y tal vez refiriéndose a ambos.

-¿Puedo ofrecerte una taza? -dijo Tomás.

-Por favor.

El sagreño descendió de su máquina.

Tomás sacó otra taza, la llenó de café y se la ofreció.

La mano de Tomás y la mano del sagreño se confundieron, como manos de niebla.

-¡Dios mío! -gritó Tomás, y soltó la taza.

-¡En nombre de los Dioses! -dijo el sagreño en su propio idioma.

-¿Viste lo que pasó? – murmuraron ambos, helados por el terror.

El sagreño se inclinó para tocar la taza, pero no pudo tocarla.

-¡Señor! -dijo Tomás.

-Realmente… -comenzó a decir el sagreño. Se enderezó, meditó un momento, y luego sacó un cuchillo de su cinturón.

-¡Eh! -gritó Tomás.

-Has entendido mal. ¡Tómalo!

El sagreño tiró al aire el cuchillo. Tomás juntó las manos. El cuchillo le pasó a través de la carne. Se inclinó para recogerlo, pero no lo pudo tocar y retrocedió, estremeciéndose.

Miró luego al sagreño que se perfilaba contra el cielo.
-¡Las estrellas! -dijo.

-¡Las estrellas! -respondió el sagreño mirando a Tomás.

Las estrellas eran blancas y claras más allá del cuerpo del sagreño, y lucían dentro de su carne como centellas incrustadas en la tenue y fosforescente membrana de un pez gelatinoso; parpadeaban como ojos de color violeta en el estómago y en el pecho del sagreño, y le brillaban como joyas en los brazos.

-¡Eres transparente! -dijo Tomás.

-¡Y tú también! -replicó el sagreño retrocediendo.

Tomás se tocó el cuerpo, sintió su calor y se tranquilizó. «Yo soy real», pensó.

El sagreño se tocó la nariz y los labios.

-Yo tengo carne -murmuró-. Yo estoy vivo.

Tomás miró fijamente al fío.

-Y si yo soy real, tú debes de estar muerto.

-¡No! ¡Tú!

-¡Un espectro!

-¡Un fantasma!

Se señalaron el uno al otro y la luz de las estrellas les brillaba en los miembros como dagas, como trozos de hielo, como luciérnagas, y se tocaron otra vez y se descubrieron intactos, calientes, animados, asombrados, despavoridos, y el otro, ah, si, ese otro, era sólo un prisma espectral que reflejaba la acumulada luz de unos mundos distantes.

Estoy borracho, pensó Tomás. No se lo contaré mañana a nadie. No, no.

Se miraron un tiempo, de pie, inmóviles, en la antigua carretera.

-¿De dónde eres? -preguntó al fin el sagreño.

-De Madrid.

-¿Qué es eso?

Tomás señaló al norte.

-¿Cuándo llegaste?

-Hace más de un año.

-Jamás habíamos visto a nadie como tú.

-Ni yo a alguien como usted.

-Escúcheme. En La Sagra no vive nadie como usted hace casi dieciséis siglos. Así lo dicen las viejas leyendas que cuentan las viejas con olor a meado de cerdo, diente torcido e hijo idiota.

-No entiendo lo que dice. Voy a una fiesta en el Palatium, a orillas del Aquae Divergia . Allí estuve anoche. ¿No ve la villa?

Tomás miró hacia donde indicaba el sagreño y vio las ruinas.

-Pero cómo, esa ciudad está muerta desde hace siglos.

El sagreño o se echó a reír.

-¡Muerta! Dormí allí anoche.

-Y yo estuve allí la semana anterior y la otra, y hace un rato, y es un montón de escombros. ¿No ve las columnas rotas?

-¿Rotas? Las veo perfectamente a la luz de la luna. Intactas.

-Hay polvo en las calles -dijo Tomás.

-¡Las calles están limpias!

-Los estanques están vacíos.

-¡Los estanques están llenos de vino de lavándula!

-Está muerta.

-¡Está viva! -protestó el sagreño riéndose cada vez más-. Oh, está muy equivocado ¿No ve las luces de la fiesta? Hay barcas hermosas esbeltas como mujeres, y mujeres hermosas esbeltas como barcas; mujeres del color de la arena, mujeres con flores de fuego en las manos. Las veo desde aquí, pequeñas, corriendo por las calles. Allá voy, a la fiesta. Flotaremos en las aguas toda la noche, cantaremos, beberemos, haremos el amor. ¿No las ve?

-Su ciudad está muerta como un lagarto seco. Voy a las urbanizaciones de Chozas de Canales. Es una colonia de madrileños desterrados por la burbuja. No puede ignorarlo. Las constructoras trajeron muchas toneladas de ladrillo y cemento y construyeron las dos urbanizaciones más espantosas que pueda imaginar. Esta noche festejaremos la okupación de un chalet. Llegan de Lavapiés un par de fragonetas que traen a nuestras mujeres y a nuestras amigas. Habrá bailes, kalimotxo y Dyc…

El sagreño estaba inquieto.

-¿Dónde está todo eso?

Tomás señaló a lo lejos en varias direcciones.

-Allá están las luces nocturnas de los diferentes pueblos ¿Los ve?

-No.

-¡Maldita sea! ¡Ahí están! ¡El resplandor de Madrid se ve claramente!

-No.

Tomás se echó a reír.

-¡Está ciego!

-Veo perfectamente. ¡Es usted el que no ve!

-Pero ve el resplandor nocturno, ¿no es así?

-Yo veo una laguna, y con abundante agua.

-Señor, esa agua se evaporó hace siglos.

-¡Vamos, vamos! ¡Basta ya!

-Es cierto, se lo aseguro.

El sagreño se puso muy serio.

-Dígame otra vez. ¿No ve la ciudad que le describo? Las columnas muy blanca, las barcas muy finas, las luces de la fiesta… ¡Oh, lo veo todo tan claramente! Y escuche… Oigo los cantos. ¡No están tan lejos!

Tomás escuchó y sacudió la cabeza.

-No.

-Y yo, en cambio, no puedo ver lo que usted me describe -dijo el sagreño.

Volvieron a estremecerse. Sintieron frío.

-¿Podría ser?

-¿Qué?

-¿Dijo que «del Norte»?

-De Madrid.

-Madrid, ese nombre nada me dice -dijo el sagreño-. Pero… al subir por el camino hace una hora… sentí…



Se llevó una mano a la nuca.

-¿Frío?

-Sí.

-¿Y ahora?

-Vuelvo a sentir frío. ¡Qué raro! Había algo en la luz, en las ondulaciones, en el camino… -dijo el sagreño-. Una sensación extraña… El camino, la luz… Durante unos instante creí ser el único sobreviviente de este mundo.

-Lo mismo me pasó a mí -dijo Tomás, y le pareció estar hablando con un amigo muy íntimo de algo secreto y apasionante.

El sagreño meditó unos instantes con los ojos cerrados.

-Sólo hay una explicación. El tiempo. Sí. Usted es una sombra del pasado.

-No. Usted, usted es del pasado -dijo el madrileño.

-¡Qué seguro está! ¿Cómo es posible afirmar quién pertenece al pasado y quién al futuro? ¿En qué año estamos?

-En el año dos mil veinte.

-¿Qué significa eso para mí?

Tomás reflexionó y se encogió de hombros.

-Nada.

-Es como si le dijera que estamos en el año 1.123 Ab urbe condita. No significa nada. Menos que nada. Si algún reloj nos indicase la posición de las estrellas…

-¡Pero las ruinas lo demuestran! Demuestran que yo soy el futuro, que yo estoy vivo, que usted está muerto.

-Todo en mí lo desmiente. Me late el corazón, mi estómago siente hambre, mi garganta sed. No, no. Ni muertos, ni vivos, más vivos que nadie, quizá. Mejor, entre la vida y la muerte. Dos extraños cruzan en la noche. Nada más. Dos extraños que pasan. ¿Ruinas dijo?

-Sí. ¿Tiene miedo?

-¿Quién desea ver el futuro? ¿Quién ha podido desearlo alguna vez? Un hombre puede enfrentarse con el pasado, pero pensar… ¿Ha dicho que las columnas se han desmoronado? ¿Y que la laguna está vacía y la acequias, secas y las doncellas muertas y las flores marchitas? -El sagreño calló y miró hacia la ciudad lejana. -Pero están ahí. Las veo. ¿No me basta? Me aguardan ahora, y no importa lo que diga.

Y a Tomás también lo esperaban los perroflautas, allá a lo lejos, y las urbanizaciones, y las mujeres de Madrid.

-Jamás nos pondremos de acuerdo -dijo.

-Admitamos nuestro desacuerdo -dijo el sagreño-. ¿Qué importa quién es el pasado o el futuro, si ambos estamos vivos? Lo que ha de suceder sucederá, mañana o dentro de diez mil años. ¿Cómo sabe que esos templos no son los de su propia civilización, dentro de cien siglos, desplomados y en ruinas? ¿No lo sabe? No pregunte entonces. La noche es muy breve. Allá van por el cielo los fuegos de la fiesta, y los pájaros.

Tomás tendió la mano. El sagreño lo imitó. Sus manos no se tocaron, se fundieron atravesándose.

-¿Volveremos a encontrarnos?

-¡Quién sabe! Tal vez otra noche.

-Me gustaría ir con usted a la fiesta.

-Y a mí me gustaría ir a su urbanización y ver esas gentes de las que me habla, y oír todo lo que sucedió.

-Adiós -dijo Tomás.

-Buenas noches.

El sagreño voló serenamente hacia las ondulaciones en su vehículo de metal verde. El madrileño se metió en su camioneta y partió en silencio en dirección contraria.

-¡Dios mío! ¡Qué pesadillas! -suspiró Tomás, con las manos en el volante, pensando en los cohetes, en las mujeres, en el Dyc, en las noticias del Covid, en la fiesta.

-¡Qué extraña visión! -se dijo el sagreño, y se alejó rápidamente, pensando en el festival, en los canales, en las barcas, en las mujeres de ojos dorados, y en las canciones.

La noche era oscura. La luna se había puesto. La luz de las estrellas parpadeaba sobre la carretera ahora desierta y silenciosa. Y así siguió, sin un ruido, sin un automóvil, sin nadie, sin nada, durante toda la noche oscura y fresca.
 
Nada como unas páginas de los diarios de Flashman para alegrar una nordestada de sábado

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