He sacrificado mi libertad, mi patrimonio entero, mi despacho en casa que ahora es el cuarto de una jovencita que me mira con asco y sólo se dirige a mí para pedir dinero, mis diversiones, mis hobbies, mis aficiones, el partido de los domingos con los colegas, las fiestas y salir al cine el día que me diera la gana, las vacaciones a descubrir otras culturas, cientos de polvos con fulanas de todos los colores y nacionalidades, mis caprichos, la moto, la paz, la tranquilidad de mente, el llevar una vida desahogada, más viajes, más fulanas, más diversión, más dinero, más felicidad y ¿libertad, he dicho libertad? para trabajar como un esclavo para mis hijos.
Eh, pero el siete de noviembre de 2003 mi hijo, al salir del colegio, vino corriendo a mí y me dio un abrazo. Lástima que ahora se dedique a estar metido en la habitación en el móvil o si no en el parque fumando porros, porque ese abrazo compensa todo lo demás.
Eh, tíos, que sí. Que lo compensa. Que sí, joder. Creedme. ¡Creedme! ¡No me miréis así! ¡Creedme, hostias! ¡Bah, qué sabréis, sólo los que somos padres lo sabemos! Pero es así. Sí, es así. Sí... sí...