En el mastodóntico y teratogénico acúmulo que forman las decisiones equivocadas de nuestro pasado, comparables en magnitud y desorden a un campo de seracs del Himalaya, a veces podemos vislumbrar estrechos senderos que nos permitieron encontrar una mínima vía de escape para seguir con nuestro rutinario caos vital. Los formaron las escasas opciones correctas que fuimos capaces de elegir. Y a veces no fueron solamente asideros de emergencia colgados del vacío, sino fuente de muchas horas de placer que hubiesen podido convertirse en un infierno.
La actitud a tomar con respecto a las mujeres fue, en mi caso, una de esas escasas luciérnagas en la vereda del oscuro camino de la vida. Tras unos inicios inexpertos y alguna que otra hostia bien recibida y peor encajada, la luz de la verdad se abrió en el medio del diluvio, formando un arcoiris de paz remansada que sirvió de bálsamo a las heridas y permitió separar el grano de la paja a la hora de gestionar mi tiempo.
Son incuantificables los réditos devengados de la decisión de que las mujeres serían solo parte del paisaje de mi vida, un simple bien fungible para prestar ocasionalmente un servicio sexual a un precio correcto. La tranquilidad interior es difícilmente cuantificable, pero si existiese un patrón similar al metro de platino (o de iridio, o de lo que cojones sea) que se guarda en la oficina de pesas y medidas de París, podrían mirar en mi interior para tomar la medida que marcaría el canon del Sistema Métrico del alma. Utilizando palabras del gran Wetamir, librarse de ellas fue como compararse con esos murciélagos que cagan todo el buche antes de volar.
Podemos empezar por el tema económico. Y aquí aclaro que siempre me han parecido ridículos los que se tienen por seductores pero se gastan un dineral en regalos para sus seducidas. Un conquistador nato no se esfuerza, y menos por la cartera. Son ellas las que pierden el culo y, a veces, los billetes. En la época en la que poner mujeres en posición horizontal era mi principal entretenimiento, recuerdo una sola ocasión en la que el gasto pudo ser desproporcionado al valor del objetivo (conseguido, por otra parte). En las demás veces, siempre ajustando hasta el último real: no era lo mismo una cena o un fin de semana con un pivón que con una normalita (feas no me follaba y con las demás cualquier gasto era siempre posterior al primer polvo, nunca antes): hotel y restaurante de categoría para las primeras, pensión y plato del día para las segundas. Nada de joyería ni regalos caros. Nada de espectáculos a precios disparados. Nada de polladas de Victoria Secret, que si están buenas me da igual que lleven bragas de esparto o papel de lija. Pienso en esos hombres casados que se funden miles de euros para un par de polvos mediocres a la semana, en esos divorciados que pierden sus propiedades inmobiliarias y me da una risa floja comparable a la del perro de Pierre Nodoyuna.
Otro beneficio no menor de hacerlas prescindibles es librarse de sus juicios y conversaciones. Torticeros, injustos y sibilinos los primeros, planas, plomizas e insoportables las segundas. Estar rodeado de mujeres es aceptar el lugar en el que ellas te colocan en una peculiar jeraquía, en la cual, si no eres atractivo, como ya saben que es es mi caso, vas a formar parte de un lumpen del que no va a librarte tu inteligencia, tus cojones o tu carácter. No voy a insistir en el valor que puedan aportar a una tertulia interesante o a un ambiente de camaradería, del mismo modo que no voy a hablar de las alas de los elefantes o de las branquias de los leopardos. Recuerdo una lejana ocasión en que pude verlo desde fuera con una prístina claridad que nunca había percibido antes: cenando en compañía de una mujer agradable y silenciosa (por supuesto no era española) me dediqué a hacer observaciones de campo en la mesa de al lado, un nutrido grupo de estudiantes de ambos sexos celebrando el fin de un curso cualquiera: los patéticos intentos de ellos por hacerse interesantes, ser ingeniosos, hacerse notar, la poco fingida indiferencia de ellas, sus humos de pavotas estúpidas, sus asquerosos gestos de suficiencia. Estaba clarísimo que un servidor iba a ser el único en follar esa noche, y sentí un inmenso alivio de verme libre de todos esos humillantes y cansinos rituales seductivos. Aunque hubiese estado solo, de ninguna manera me hubiese cambiado por ellos.
Y si hablamos del tiempo que dedicamos a otras cosas en vez de a su obtusa compañía, la enumeración necesitaría la guía telefónica de Shangai para encontar espacio. Planificar nuestro tiempo en viajes, aficiones, lecturas, desarrollo profesional y francachelas con los amigos, sin hipotecas, voces censoras, caras amargadas, olores menstruales, amenazas, denuncias falsas, teatrillos de celos, cambios de humor, tímpanos fatigados de tanto oír estupideces, suegras, chantajes, envejecimientos lamentables, envidias, telebasura, pañales, egos podridos, mezquindad, decisiones estúpidas, histerias, manipulaciones, soberbias, mentiras, engaños y cinismos de toda laya, puede compensar el efecto de muchas de esas grandes avalanchas de mierda que la vida tiene a bien enviarnos de vez en cuando.
Y en esos momentos de debilidad que todos podemos tener al ver caminar por la calle una zorrupia atractiva que pueda llegar a parecernos diferente del resto, recitemos con unción, fervor y convencimiento el añejo y certero mantra: "Las putas siempre tienen veinte años"