Este jueves un milagro, entre la estaciones del Campo de las Naciones y Barajas. Desde Guzmán el Bueno mi esfínter anal llevaba resistiendo la embestida más brutal de mi vida. Aquello no era un apretón, era una avalancha, algo completamente inhumano, fuera de toda lógica. No tengo ningún problema en apretar el culo durante horas con absoluto dominio de la situación, pero la fortaleza acerada de mi recto estaba siendo desbordada por una serie de oleadas fecales grotescas, demoníacas, absolutamente ilegales. Al llegar a Nuevos Ministerios comenzaron a zumbarme los oídos. Casi no podía ni andar, delante de mis ojos estallaban miles de luciérnagas blancas. Me subí al vagón y me quedé inmóvil, sudando, con la mirada perdida. Noté como a mi alrededor se fue creando una especie de espacio de seguridad, la gente estaba esperando que me desmayara, que sacara una bomba o vomitara ácido sulfúrico. El metro se paró durante unos minutos en la estación de Campo de las Naciones, estuve a punto de echarme a llorar, el furor de mis heces me había derrotado. Las puertas se cerraron y mi esperanza de alcanzar los baños del aeropuerto se había convertido en una quimera. En ese vagón de metro iba a volver a mi niñez, me iba a cagar encima sin remedio. Exhale lentamente el aire contenido y relajé el esfínter. Mierda va. Pero no, no ocurrió nada. Un pedo silencioso, suave y reconfortante acarició mi ojete y llenó el vagón de una fragancia afilada y caliente. Alguien a mi lado tosió. Las puertas se abrieron y caminando con pasitos cortos, como si fuera una gheisa llegué hasta los baños. Me quité la camisa, saqué el móvil para echarme un sudoku y durante 20 minutos mi cuerpo y yo estuvimos haciendo las paces.