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- 22 Feb 2009
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Cual ermitaño social me hallo desvelado tan tarde, o tan temprano, como vuesas mercedes prefieran, en busca de respuestas plausibles y construídas sobre las bases del raciocinio que consigan templar la angustia que me acongoja.
Últimamente me vienen a la memoria centenares de imágenes de vertidos industriales. Ríos y lagunas emmohecidos, contaminados por la construcción de embalses, por catástrofes naturales o artificiales, u otros en los que su flora y fauna, ante los detritus cáusticos pululando por doquier y a falta de esperanzas y expectativas en la mejora de la situación, marcharon hace mucho tiempo. He visto montones de estos lugares, y la verdad es que en cada uno de ellos, bajo el manto del hedor sulfúrico se puede escuchar la voz del silencio, el murmullo del viento entrecruzándose con las propias palabras. Es, supongo, bastante parecido a aceptar la soledad y preguntarse si más allá de la atmosfera vive alguien.
La costumbre ancestral de mi padre de comer cebolla los domingos me advirtió eones ha de la necesidad de una buena higiene bucal, siempre he sido un asiduo del cepillo aprovechando mis maratonianas y lúdicas visitas al inodoro. Con la cabeza bien alta y las endrejas bien sanas no he tenido nunca ningún problema en caminar bajo el sol con un porte distinto y elitista, presumiendo de los chalets ibizencos que mi dentista no se ha podido costear gracias a mi conciencia bucal y sabedor de la superior catadura moral que atorga el hecho de ser un hombre mandibularmente higiénico.
Y ahí es donde mi perplejidad no me deja salir de mi asombro. Asumiendo que por lo bajo una persona del género femenino dedique un mínimo de una hora al día en retocarse y embellecerse, en realzar sus encantos externos para que los demás no vean lo espantosa que es por dentro, no cabe en mi cabeza cómo una mujer puede descuidar en su tuneo diario su segunda cavidad más importante, aquella con la que besa, come pan y pollas y despacha con la habilidad del arquero los más certeros flechazos al ego de sus amigas. Porque si bien es cierto que mi vida no ha cambiado significativamente a raíz de una moza de buen ver con la que estuve saliendo, también lo es que el horror que escondía en sus adentros me hizo conocer la bondad que subyace en mi filosofía dental de la vida a la par que los esquemas se quebraban en alguna parte de mi mente. Estoy hablando de la fosa séptica, el ojete supremo, el alcantarillado facial elevado a su máxima expresión. Soy un hombre bastante curtido y por lo general poco impresionable pero el pozo negro que tenía aquella fémina por boca realmente merecía los minutos de reflexión que le brindé entonces al tema y el post que ahora mismo escribo. ¿Cómo podía la boca de una chica tan atractiva oler tan mal? No hay palabras para describir la hez gaseosa que emanaba de su tráquea, cual olor empestado que parecía provener de las mismísimas entrañas de la Tierra. Aún me sigo preguntando si realmente ella misma se daba cuenta del terrible hedor que desprendía su boca, y me choca cuando lo contrapunto con la gran higiene en general, e incluso genital, con la que nos recibía a mí y a mi solícito manubrio. En ocasiones me llegué a preguntar si realmente no me odiaba de manera subrepticia y aquello no era más que una tragicomédica farsa para tumbarme de espaldas, una suerte de terrorismo sentimental aplicado mediante armamento bacteriológico alojado en sus encías.
No fue nada que a la práctica no se pudiera solventar con industriales cantidades de paquetes de chicles (comprados al por mayor, no es ninguna licencia poética) y rutinarios besos con lengüetazo que colocaran la goma de mascar en el interior de su buzón, sin esperar invitación alguna por su parte, pero por lo menos da para hilo, y es llegado este punto cuando os brindo una invitación al relato de vuestras hediondas experiencias bucales. ¿Qué percances habéis sufrido por la ausencia de cepillo? ¿Habéis conocido mujeres que comieran ajos crudos? ¿Sóis capaces de distinguir el menú de vuestros ligues con un simple lengüetazo?
Contad ahora vuestros males de halitosis o morid bajo su hediondo abrazo.
Últimamente me vienen a la memoria centenares de imágenes de vertidos industriales. Ríos y lagunas emmohecidos, contaminados por la construcción de embalses, por catástrofes naturales o artificiales, u otros en los que su flora y fauna, ante los detritus cáusticos pululando por doquier y a falta de esperanzas y expectativas en la mejora de la situación, marcharon hace mucho tiempo. He visto montones de estos lugares, y la verdad es que en cada uno de ellos, bajo el manto del hedor sulfúrico se puede escuchar la voz del silencio, el murmullo del viento entrecruzándose con las propias palabras. Es, supongo, bastante parecido a aceptar la soledad y preguntarse si más allá de la atmosfera vive alguien.
La costumbre ancestral de mi padre de comer cebolla los domingos me advirtió eones ha de la necesidad de una buena higiene bucal, siempre he sido un asiduo del cepillo aprovechando mis maratonianas y lúdicas visitas al inodoro. Con la cabeza bien alta y las endrejas bien sanas no he tenido nunca ningún problema en caminar bajo el sol con un porte distinto y elitista, presumiendo de los chalets ibizencos que mi dentista no se ha podido costear gracias a mi conciencia bucal y sabedor de la superior catadura moral que atorga el hecho de ser un hombre mandibularmente higiénico.
Y ahí es donde mi perplejidad no me deja salir de mi asombro. Asumiendo que por lo bajo una persona del género femenino dedique un mínimo de una hora al día en retocarse y embellecerse, en realzar sus encantos externos para que los demás no vean lo espantosa que es por dentro, no cabe en mi cabeza cómo una mujer puede descuidar en su tuneo diario su segunda cavidad más importante, aquella con la que besa, come pan y pollas y despacha con la habilidad del arquero los más certeros flechazos al ego de sus amigas. Porque si bien es cierto que mi vida no ha cambiado significativamente a raíz de una moza de buen ver con la que estuve saliendo, también lo es que el horror que escondía en sus adentros me hizo conocer la bondad que subyace en mi filosofía dental de la vida a la par que los esquemas se quebraban en alguna parte de mi mente. Estoy hablando de la fosa séptica, el ojete supremo, el alcantarillado facial elevado a su máxima expresión. Soy un hombre bastante curtido y por lo general poco impresionable pero el pozo negro que tenía aquella fémina por boca realmente merecía los minutos de reflexión que le brindé entonces al tema y el post que ahora mismo escribo. ¿Cómo podía la boca de una chica tan atractiva oler tan mal? No hay palabras para describir la hez gaseosa que emanaba de su tráquea, cual olor empestado que parecía provener de las mismísimas entrañas de la Tierra. Aún me sigo preguntando si realmente ella misma se daba cuenta del terrible hedor que desprendía su boca, y me choca cuando lo contrapunto con la gran higiene en general, e incluso genital, con la que nos recibía a mí y a mi solícito manubrio. En ocasiones me llegué a preguntar si realmente no me odiaba de manera subrepticia y aquello no era más que una tragicomédica farsa para tumbarme de espaldas, una suerte de terrorismo sentimental aplicado mediante armamento bacteriológico alojado en sus encías.
No fue nada que a la práctica no se pudiera solventar con industriales cantidades de paquetes de chicles (comprados al por mayor, no es ninguna licencia poética) y rutinarios besos con lengüetazo que colocaran la goma de mascar en el interior de su buzón, sin esperar invitación alguna por su parte, pero por lo menos da para hilo, y es llegado este punto cuando os brindo una invitación al relato de vuestras hediondas experiencias bucales. ¿Qué percances habéis sufrido por la ausencia de cepillo? ¿Habéis conocido mujeres que comieran ajos crudos? ¿Sóis capaces de distinguir el menú de vuestros ligues con un simple lengüetazo?

Contad ahora vuestros males de halitosis o morid bajo su hediondo abrazo.