FlorianSotoPeña
Clásico
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- 16 Ago 2009
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Hola a todos, en esta ocasión os quiero narrar las divertidas experiencias que, en los albores de mi despertar sexual, me entretuvieron más allá de las clásicas pajas que uno comienza a hacerse cuando tiene 12 años. Todos nos hemos frotado el manubrio hasta la extenuación, hemos usado revistas porno que escondíamos bajo el colchón o en cualquier otro rincón secreto, incluso hay quien se la ha cascado en grupo y una multitud de clásicas y alegres anécdotas que forman parte del acerbo pajeril de todo forero medio.
Sin embargo yo os voy a narrar otras pasiones menos frecuentes y nunca reveladas en medios cercanos de formas que ideé en mi pubescencia para alternarlas con mis poluciones nocturnas bajo las sábanas humedecidas por las ráfagas de lefa. A continuación paso a narraros un par de hábitos o costumbres que tenía en esa época:
Mi hermana, un año mayor que yo, era y es una apasionada de los peluches, y le encanta coleccionarlos, de hecho aunque ya no viva en casa tiene su habitación colapsada de ellos. Un día surgió en mi mente una idea para joderla a ella y de paso darle una alegría a mi nabo. Decidí entrar en su habitación, cosa que me tenía prohibido, y apropiarme de uno de sus peluches con la intención de follármelo, como lo oyen. Cogí un cuchillo de sierra y le abrí un agujero en la parte trasera, le saqué gran parte del espumillón y traté de hacer un agujero que no fuese ni demasiado pequeño ni demasiado grande para garantizar una adecuada fricción que proporcionase infinito placer a mi nabo. Eso ocurrió una tarde que se marchó con sus amigas, yo como no tenía amigos permanecía en casa a todas horas y de alguna manera tenía que entretenerme. La cuestión es que le hice un laborioso trabajo, cual cirujano plástico al peluche, con la firme intención de encularlo brutalmente en mi habitación. Cuando sabía que no había nadie en casa me desnudaba, bajaba las persianas y enculaba brutalmente al peluche hasta que quedaba totalmente lleno de grumos de lefa. Una vez acabada la faena lo escondía detrás del armario de mi habitación, en un pequeño hueco donde sabía que nadie iba a mirar.
Con el tiempo decidí que podría horadarle un agujero en la boca, y así podría simular una felación con corrida facial incluida. También pensé en recortar la cara de una tía buena de una revista y pegársela en la cara para darle más morbo, pero tras probarlo varias veces preferí hacer uso de la imaginación. Pasaron unos meses y el oso de peluche, al cual mi hermana no echó de menos en ningún momento pues le sobraban, apestaba pero le había cogido cariño, de modo que no me decidía a deshacerme de él. En ocasiones mi madre entraba a mi habitación a limpiar y comenzó a descubrir un hedor repugnante que invadía toda la habitación, la convencí de que yo mismo limpiaría la habitación y me desharía de ese olor nauseabundo. El olor no procedía de la lefa corrompida que había ido depositando día tras día en el peluche, sino de las defecaciones que había expelido sobre el oso, pues me daba morbo defecar sobre él y luego penetrarlo. Por cierto, empleaba aceite de oliva para lubricar los orificios bucogenitales.
Al final todo acabó degenerando demasiado y un día decidí deshacerme del peluche, lo metí en la mochila y me fui al lado del río y cavé un pequeño agujero junto a un árbol y allí decidí enterrarlo. Me di cuenta que mi nivel de cerdería había ido aumentando sin control, y que mis progenitores habían estado a punto de descubrir mis perversiones onanistas. Ante tal peligro decidí poner fin a esa locura y volver a pajearme como lo había hecho hasta entonces.
Sé que mi relato puede ser muy repugnante, que imaginárselo puede inducir al vómito pero es una historia que nadie conoce y quería compartirla. ¿Habéis tenido alguna perversión oculta similar durante la pubescencia-adolescencia? Espero ansioso vuestros relatos cerdos para regocijo de mi mente perversa.
Sin embargo yo os voy a narrar otras pasiones menos frecuentes y nunca reveladas en medios cercanos de formas que ideé en mi pubescencia para alternarlas con mis poluciones nocturnas bajo las sábanas humedecidas por las ráfagas de lefa. A continuación paso a narraros un par de hábitos o costumbres que tenía en esa época:
Mi hermana, un año mayor que yo, era y es una apasionada de los peluches, y le encanta coleccionarlos, de hecho aunque ya no viva en casa tiene su habitación colapsada de ellos. Un día surgió en mi mente una idea para joderla a ella y de paso darle una alegría a mi nabo. Decidí entrar en su habitación, cosa que me tenía prohibido, y apropiarme de uno de sus peluches con la intención de follármelo, como lo oyen. Cogí un cuchillo de sierra y le abrí un agujero en la parte trasera, le saqué gran parte del espumillón y traté de hacer un agujero que no fuese ni demasiado pequeño ni demasiado grande para garantizar una adecuada fricción que proporcionase infinito placer a mi nabo. Eso ocurrió una tarde que se marchó con sus amigas, yo como no tenía amigos permanecía en casa a todas horas y de alguna manera tenía que entretenerme. La cuestión es que le hice un laborioso trabajo, cual cirujano plástico al peluche, con la firme intención de encularlo brutalmente en mi habitación. Cuando sabía que no había nadie en casa me desnudaba, bajaba las persianas y enculaba brutalmente al peluche hasta que quedaba totalmente lleno de grumos de lefa. Una vez acabada la faena lo escondía detrás del armario de mi habitación, en un pequeño hueco donde sabía que nadie iba a mirar.
Con el tiempo decidí que podría horadarle un agujero en la boca, y así podría simular una felación con corrida facial incluida. También pensé en recortar la cara de una tía buena de una revista y pegársela en la cara para darle más morbo, pero tras probarlo varias veces preferí hacer uso de la imaginación. Pasaron unos meses y el oso de peluche, al cual mi hermana no echó de menos en ningún momento pues le sobraban, apestaba pero le había cogido cariño, de modo que no me decidía a deshacerme de él. En ocasiones mi madre entraba a mi habitación a limpiar y comenzó a descubrir un hedor repugnante que invadía toda la habitación, la convencí de que yo mismo limpiaría la habitación y me desharía de ese olor nauseabundo. El olor no procedía de la lefa corrompida que había ido depositando día tras día en el peluche, sino de las defecaciones que había expelido sobre el oso, pues me daba morbo defecar sobre él y luego penetrarlo. Por cierto, empleaba aceite de oliva para lubricar los orificios bucogenitales.
Al final todo acabó degenerando demasiado y un día decidí deshacerme del peluche, lo metí en la mochila y me fui al lado del río y cavé un pequeño agujero junto a un árbol y allí decidí enterrarlo. Me di cuenta que mi nivel de cerdería había ido aumentando sin control, y que mis progenitores habían estado a punto de descubrir mis perversiones onanistas. Ante tal peligro decidí poner fin a esa locura y volver a pajearme como lo había hecho hasta entonces.
Sé que mi relato puede ser muy repugnante, que imaginárselo puede inducir al vómito pero es una historia que nadie conoce y quería compartirla. ¿Habéis tenido alguna perversión oculta similar durante la pubescencia-adolescencia? Espero ansioso vuestros relatos cerdos para regocijo de mi mente perversa.