EL ARMISTICIO
Pero volvamos a Burdeos, donde, en plena reunión extraordinaria del Gobierno, la mitad de los ministros, con Petain como bandera, piden el cese de una lucha insensata. Reynaud presenta la dimisión. El presidente de la República, Lebrun, la acepta, y encarga a Petain que forme nuevo Gobierno. Éste es investido por la Asamblea Nacional; antes de la votación, Petain ha manifestado claramente que, en caso de contar con la Confianza de la Asamblea, su primera medida consistirá en tratar de obtener un Armisticio. La Asamblea Nacional otorga su confianza al viejo mariscal, que sube, así, al poder, de una manera irreprochablemente democrática.
El 17 de junio, a las dos y media de la tarde, Petain anuncia, por radio, al pueblo francés, que ha pedido al Gobierno alemán el cese de las hostilidades; un Armisticio entre soldados, sobre la base del honor.
El Armisticio se firma el día 21, en Compiégne, en el mismo escenario de la capitulación alemana en 1918. La delegación francesa, presidida por el general Huntziger es recibida con honores militares; Hitler, que espera a los franceses, se levanta al llegar Petain y le estrecha la mano. Se destina un apartamento privado a los franceses, para que puedan conferenciar; los delegados disfrutan de una ilimitada libertad de movimientos; las conversaciones se desarrollan correctamente (59).
Las condiciones impuestas por Alemania son extremadamente suaves, especialmente si consideramos que Francia ha sufrido la mayor derrota de su historia. Alemania no exige indemnizaciones de guerra desorbitadas, ni cesiones de territorio, ni devolución de las colonias alemanas arrebatadas por Francia en Versalles, faltando a su palabra. No pide, siquiera, la entrega de la flota de guerra, casi intacta aún y que constituye, por calidad y tonelaje, la tercera fuerza naval del mundo y que podría, en buena lógica, ser considerada como botín de guerra (60).
Alemania no obliga a Francia a reconocer que le corresponde toda la parte de culpa en el desencadenamiento de la guerra, como hicieran Poincaré, Clemenceau, Berthelot et alia en Versalles, con Alemania. No se obligaba, tampoco, a Francia, a romper sus relaciones con Inglaterra.
La condición más dura -aunque inevitable dadas las circunstancias- consistía en la ocupación temporal de la costa atlántica de Francia y de territorios del Norte del país, incluyendo París. El Gobierno de la zona libre se estableció en Vichy; a Francia se le permitió conservar todas sus instituciones y orientar sus relaciones exteriores de la manera que mejor le pluguiera, siempre que -claro es- no representaran un obstáculo para el Reich en guerra.
Pero en Inglaterra, donde lo único que han hecho durante la campaña occidental es enviar una «infantería de retroceso» que emprenderá la excursión Dover- Flandes-Dunkerque-Dover en un tiempo récord, consideran que Francia todavía no se ha sacrificado bastante. Y Churchill, el 22 de junio, prefiere unas frases despectivas para su aliada vencida, en medio de una cerrada ovación de la Cámara de los Comunes. Para el señor Churchill, por lo visto, Francia no ha vertido suficiente sangre aún. Ya tomará él las medidas adecuadas para colmar tal laguna...
EL «GAULLISMO», MERS-EL-KÉBIR, Y DAKAR Inglaterra rompe sus relaciones diplomáticas con Francia y crea, en Londres, un titulado «Gobierno de Francia libre», presidido por un general provisional, Charles De Gaulle, que desobedeciendo las órdenes recibidas, ha huido a Inglaterra. Albión, siempre hábil, necesita «cipayos» europeos, los cuales deben ser encuadrados por «gobiernos» sin fundamento legal y sin jurisdicción, residenciados en Londres. En vísperas del hundimiento de Francia, el general Spears, del Intelligence Service, busca, afanosamente, una figura relevante de la política o del Ejército francés, que se avengan a desempeñar el papel de líder de la «Francia libre», en Londres. Sucesivamente, el mariscal Juin, el almirante Darlan, los generales Gamelin y Weygand, Nogués, etc., rehusan. Spears, como último recurso, se dirige a De Gaulle que, el 18 de junio de 1940, desde los micrófonos de la B.B.C. se dará a conocer al francés medio.
He aquí cómo describe la «epopeya» el conocido escritor francés Pierre Antoine Cousteau: «El 18 de junio, un cierto general trashumante pronunció, ante cierto micrófono insular, cierto discurso «deroulediano», que nadie en Francia escuchó, que nadie en todo caso habría aprobado entonces y que, más tarde, por obra y gracia de la fortuna de las armas anglosajonas y soviéticas, se convirtió en la carta inmaculada de los neoconformistas de la hora veinticinco.
«Pero, apenas cuarenta y ocho horas después de ese momento incomparable de la conciencia humana, dicho general fue a visitar al coronel Lelong, jefe de la misión francesa en Londres y le anunció que, tras madura reflexión, había decidido regresar a Francia, para ponerse a la disposición del Gobierno del mariscal Petain. El coronel Lelong informó al ministro de la Guerra, en Burdeos, de esa decisión. Añadió que la misión no tenía ningún avión disponible, pero que el general iba a pedir uno a los ingleses, a titulo personal» (61).
Pero como, en tan críticos momentos, los ingleses no disponían de aviones para prestarlos a generales provisionales de tan provisionales ideas. El general trashumante debió quedarse -a la fuerza- en Londres y continuar sobre la gloriosa ruta del 18 de junio. Esta anécdota pertenece a la Historia, aunque no a la recargada leyenda de la «Résistance», que, provisionalmente, también, prima sobre la Historia. Evidentemente, los hagiógrafos patentados de la Résistance, que pulsan la cuerda vibrante al comentar la llamada proclamación del 18 de junio, evitan mencionar que el gallo cantó tres veces el día 20 de junio de 1940, en el despacho del coronel Lelong (62).
De Gaulle constituye, por fin, un Gobierno en el que predominan los judíos: Alphand, Economía; Schumann, Prensa y Propaganda; Pierre Bloch, Interior; René Mayer, Comunicaciones; general Koenig, Guerra. Otros dos judíos, René Samuel Cassin y Mantoux, son los secretarios de De Gaulle.
Pocos días después de haber constituido De Gaulle su Gobierno, se produce el ataque de la flota inglesa contra la base naval de Mers-el-Kébir, en Argelia. Los barcos franceses, anclados, atacados por sorpresa, no tienen oportunidad de defenderse; varios de ellos son hundidos; mil doscientos marinos perecen en esta agresión. La conciencia universal no parece indignarse mucho por este auténtico crimen de guerra, perpetrado contra el aliado de la víspera. Cinco días después, el 8 de julio, unidades de la R.A.F. y de la «Home Fleet» atacan a una flotilla francesa, estacionada en Dakar, y tratan de desembarcar unidades de infantería de marina. El ataque es rechazado, con pérdidas para los atacantes, entre los que se cuentan dos centenares de «gaullistas». En represalia por estos ataques ingleses, aviones franceses bombardean Gibraltar (63).
Siguiendo el ejemplo de los noruegos, daneses, polacos y «gaullistas», también los belgas y holandeses constituyen sus respectivos Gobiernos en el dorado exilio londinense. A pesar de que ha reconocido diplomáticamente a la Francia de Vichy. Roosevelt inicia relaciones con De Gaulle, y nombra a otro judío, R. E. Schoenfeld, agregado de Embajada encargado de las relaciones con tales Gobiernos fantasma.
Es necesario dar un salto atrás para analizar, con cierto detenimiento el episodio de Dunkerque, que la propaganda inglesa quiso presentar como un éxito de su Cuerpo expedicionario. La realidad, empero, fue muy otra. Porque hoy está históricamente demostrado que fue Hitler quien hizo, deliberadamente, posible la huida de los ingleses, con objeto de facilitar un acuerdo con el imperio británico. El eminente critico militar inglés Charles Liddell Hart publicó, en 1948 una documentadisima obra sobre los principales acontecimientos bélicos de la Segunda Guerra Mundial, titulada: The Other Side of the Hill (El Otro Lado de la Colina); el capitulo X del libro trata de «Cómo Hitler derrotó a Francia y salvó a Inglaterra». Entre otras cosas puede leerse: «El 22 de mayo, Hitler ordenó a las Divisiones Panzer que detuvieran su avance, para dar tiempo a las tropas británicas a reembarcar. El Führer envió un telegrama a Von Kleist concebido en los términos siguientes: «Las divisiones blindadas deben mantenerse fuera del alcance del tiro de artillería ligera, en Dunkerque. Sólo deben realizarse movimientos de reconocimiento y protección de nuestras líneas.»
Como Von Kleist, que tenía una aplastante victoria al alcance de la mano, creyera en un error de transmisión y pidiera aclaraciones, Hitler mandó, personalmente, un segundo telegrama en el que, enfáticamente, se ordenaba a los Panzer retirarse detrás del Canal de Dunkerque. Liddell Hart reproduce, igualmente, una conversación sostenida entre Hitler y el mariscal Von Rundstedt, en la cual el Führer dijo que «consideraba, pese a todo, al imperio británico, junto a la Iglesia Católica, como uno de los pilares del orden en el mundo. Hitler insistió en que no quería guerra con Inglaterra y que, para ello, quería evitarle la humillación de capturar a la totalidad de su Cuerpo expedicionario» (64).
Liddell Hart confirma que «si el Ejército británico hubiera sido capturado en Dunkerque, el pueblo inglés habría considerado que su honor había sido manchado... una mancha que hubiera debido ser lavada. Dejándole escapar. Hitler esperaba conciliarse la simpatía británica (65).
Los generales Guderian, Blumentritt, Von Brauchitsch, Von Kleist y Siewert confirmaron que fue, personalmente, Hitler, quien, por las razones aducidas, frenó a sus tropas ante Dunkerque.
Otro historiador británico, Desmond Young, precisa igualmente que el general Speidel le manifestó que Hitler debió repetir la orden de detenerse a Guderian, Von Bock y Von Kleist, detrás del Canal de Dunkerque, para permitir la huida de 350.000 soldados británicos. Los también ingleses Hinsley, Fuller y Leese, el canadiense Arcand, el húngaro Marschalsko, entre otros muchos, han descrito, con lujo de detalles, el episodio de Dunkerque, que, lejos de ser una «gesta» del Ejército británico, no fue más que otro intento hitleriano para impedir la continuación de la guerra (66).
El cálculo del Führer resultó falso, por que si, a veces, pueden perdonar una ofensa, lo que nunca perdonarán los mortales es un favor. O casi nunca.
La nueva propuesta de paz, hecha, oficialmente, cuando los últimos destacamentos británicos abandonaban Dunkerque, sería rechazada. Y el clamoreo ensordecedor de la propaganda haría creer a las masas desorientadas que el episodio de Dunkerque fue una heroica gesta del Cuerpo expedicionario inglés.
(59) En 1918, los delegados alemanes fueron tratados por los franceses de manera indigna; Foch ni se levantó ni respondió a su saludo; les sometió al régimen de prisioneros e incluso les amenazó... En 1945, Keitel, que estuvo en Compiégne, sería tratado por Eisenhower y Montgomety al estilo de Foch. (N. del A.)
(60) Los altos mandos de la Flota francesa habían prometido a Churchill que, en ningún caso, la Flota sería cedida a Alemania. Tal promesa sería mantenida. Peto no deja de ser sorprendente que con toda Francia metropolitana en poder de los alemanes, éstos toleraran una tal situación. (N. del A.)
(61) Lectures Françaises, n.0 16, París, junio-julio 1958. (62) Diversos historiadores y publicistas franceses han hablado de esta volte face singular. Recomendamos, entre otros, a Stephen Hecquet: Les Guimbardes de Bordeaux. (La Librairie Française, 51, Rue de la Harpa. París, Vème.)
(63) El almirante Sommerville, que dirigió los ataques contra Mers-el-Kebir y Dakar, hizo todo cuanto pudo para evitarlos, y se hizo repetir dos veces la orden por el propio Churchill. Unas semanas después, sería destituido. (N. del A.)
(64) Ch. Liddell Hart: The Other Side of the Hill; «Boswell Ed.»; Londres, 1948. (65) Ibid. íd. Op. cit.