stavroguin 11
Clásico
- Registro
- 14 Oct 2010
- Mensajes
- 3.780
- Reacciones
- 2.830
Recuerdo perfectamente la primera vez que nuestras miradas se cruzaron. Era la paciente que tenía asignada en el quirofano del día siguiente: yacía en la cama, convaleciendo de un duro accidente. Guapa, muy joven, extraordinariamente dulce en el habla, modesta, sin el menor asomo de yolovalguismo. Solo un tatuaje de antebrazo con nombre masculino desentonaba del conjunto. Tal vez sea una elaboración a posteriori, pero creo que los dos notamos como una especie de corriente eléctrica. O tal vez solo yo, y el resto sea una paja mental de solterón.
En los dos años que siguieron, con varias operaciones sucesivas, desarrollo una dependencia cuasi enfermiza de mi modesta persona, quizás solo en lo profesional. No permitía jamás que ningún otro medico la atendiese, aconsejase, y ni mucho menos le realizase ninguna intervención. Decía a todo el mundo que sólo se fiaba de mí, no se tranquilizaba hasta que yo aparecía, se ponía completamente en mis manos con una confianza y una sumisión que me dejaban pasmado. Era mi venganza particular contra el atajo de zorras prepotentes que pululan por el hospital mirando a todos con cara de asco: ver sus expresiones de rencor cuando su cara se iluminaba al verme aparecer era algo que no tenía precio. Era como una justificación vital, como si por fin pudiese convencerme de que no todas son basura, de que hay mujeres capaces de valorarte por lo que vales, no por lo que aparentas, aunque seas un feo misógino bien entrado en años.
Siempre entra en la consulta acompañada de su madre. El que supongo su novio se queda fuera. Nunca hemos hablado de nada personal, solo de su enfermedad. Y sin embargo sé que ella sabe que para mí no es una paciente más. Una certidumbre desde el día que cruzamos los ojos mientras la exploraba completamente desnuda, o desde aquella otra ocasión en que me ilumino una mañana miserable entrando en mi consulta para entregarme un regalo.
Nuestra relación llega a su fin. Esta casi curada y su próxima revisión probablemente sea la última. Modestia aparte, he hecho un buen trabajo. Una satisfacción agridulce, porque pude ver su cara llena de alegría mientras relataba sus próximos planes. Planes que no me incluyen ni podrían hacerlo jamás por nuestra diferencia de edad. Y porque sé perfectamente que, aunque tiene mi número de móvil por motivos profesionales, cuando la puerta se cierre tras ella, no volveré a verla y mi teléfono no sonará nunca.
En los dos años que siguieron, con varias operaciones sucesivas, desarrollo una dependencia cuasi enfermiza de mi modesta persona, quizás solo en lo profesional. No permitía jamás que ningún otro medico la atendiese, aconsejase, y ni mucho menos le realizase ninguna intervención. Decía a todo el mundo que sólo se fiaba de mí, no se tranquilizaba hasta que yo aparecía, se ponía completamente en mis manos con una confianza y una sumisión que me dejaban pasmado. Era mi venganza particular contra el atajo de zorras prepotentes que pululan por el hospital mirando a todos con cara de asco: ver sus expresiones de rencor cuando su cara se iluminaba al verme aparecer era algo que no tenía precio. Era como una justificación vital, como si por fin pudiese convencerme de que no todas son basura, de que hay mujeres capaces de valorarte por lo que vales, no por lo que aparentas, aunque seas un feo misógino bien entrado en años.
Siempre entra en la consulta acompañada de su madre. El que supongo su novio se queda fuera. Nunca hemos hablado de nada personal, solo de su enfermedad. Y sin embargo sé que ella sabe que para mí no es una paciente más. Una certidumbre desde el día que cruzamos los ojos mientras la exploraba completamente desnuda, o desde aquella otra ocasión en que me ilumino una mañana miserable entrando en mi consulta para entregarme un regalo.
Nuestra relación llega a su fin. Esta casi curada y su próxima revisión probablemente sea la última. Modestia aparte, he hecho un buen trabajo. Una satisfacción agridulce, porque pude ver su cara llena de alegría mientras relataba sus próximos planes. Planes que no me incluyen ni podrían hacerlo jamás por nuestra diferencia de edad. Y porque sé perfectamente que, aunque tiene mi número de móvil por motivos profesionales, cuando la puerta se cierre tras ella, no volveré a verla y mi teléfono no sonará nunca.