Argail
"Suicida" con rególver de bolitas de anís
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Antes de comenzar me gustaría dar las gracias, ya no solo por leerme y echarme una mano en el proyecto en el que llevo embarcado más de un par de años, sino por que, aunque esta idea de ir publicando poco a poco la novela aquí la tuve hace tiempo y un forero de esta casa me disuadió de ello alegando que este sitio no era el mejor lugar para ello. Me he dado cuenta de que este amigo estaba equivocado y para terminar con esta introducción diré que, si debo encuadrar en un género el manuscrito yo lo encuadraría en fantasía urbana distópica. Por supuesto hay sitio para el Lol y no me tomaré en absoluto a mal el cachondeo que un neonato en esto de las letras pueda producir. Sin más preámbulos.
CAPITULO PRIMERO
El dormitorio estaba en silencio; una fría luz de luna se colaba muda alumbrando una cama de matrimonio deshecha. En un rincón entre unas viejas cortinas y un armario se agitaba nervioso un niño pequeño. Su pelo, espeso y pajizo se pegaba a su nuca húmeda y caliente. Estaba sollozando y se frotaba los ojos de manera compulsiva. Sentado en el suelo con las pequeñas piernas colocadas en un extraño ángulo emitía de manera intermitente pequeños gemidos apenas audibles, y, en su tierna cabeza aturdida por la alta fiebre, se sucedían de manera vertiginosa pensamientos con olor a pesadilla, rápidos y confusos coloreados de rojo y negro, cortantes, luminosos.
Apartó los puños de sus mejillas dejando un cerco rojo en su piel y parpadeó deprisa para constatar una vez más la multitud de pequeñas presencias que sobrevolaban la fría habitación. El niño, que no tendría más de tres años no se sorprendió con el espectáculo visual que se desplegaba ante él. Lo cierto es que estaba acostumbrado a ver aquellas extrañas estructuras de colores estridentes y formas afiladas contrastando con la suavidad de los tonos pastel de las paredes; la fiebre solo le hacía más consciente de esos entes extraños y que él había aprendido a ignorar. Si lloraba era porque se sentía mal.
Intentó gatear hacia la cama aunque sabía que era demasiado alta para él pero las nauseas le hicieron parar en seco, su pelo húmedo y sudoroso apuntó hacia el suelo y sus espesas pestañas se mojaron con rapidez con lagrimas de angustia y frustración. Respiraba de manera entrecortada y un lejano pitido comenzó a taladrar su oído izquierdo convirtiendo la experiencia conjunta en algo inaguantable. A pesar de su corta edad era consciente de que estaba solo. Papá y mamá se habían marchado hacía demasiado tiempo y aunque eso no era extraño estaba acostumbrado a estar solo. Realmente eso no le preocupaba, pero si aquel estado extraño de frio angustioso y mareante. Consiguió llegar al borde de la enorme cama de matrimonio y con gran esfuerzo y tambaleante se puso en pie dejando descansar su cabeza en la fría y mullida colcha que Olía a mamá.
Tras unos minutos en esa posición y sintiéndose algo más recuperado alzo de nuevo la cabeza, lo que contempló lo dejo boquiabierto. Las extrañas criaturas -por llamarlas de algún modo- se arremolinaban rodeándolo, nunca las había visto flotando tan cerca del suelo, casi siempre las veía como manchas de luces en la retina a la altura del techo moviéndose como peces en un acuario y aquella noche las tenía tan cerca que casi podía tocarlas. Por un momento se olvidó de su malestar y maravillado giró sobre sí mismo para intentar rozar una de ellas pero una oleada de angustia y nauseas recorrió su cuerpo y se dio cuenta de lo débil y enfermo que se encontraba y de nuevo apoyó la cara contra la cama llorando en silencio. Al final, el cansancio le fue venciendo poco a poco mezclando de nuevo fiebre y agitados sueños.
“Aday”… —Aday— El sonido de su nombre le obligó a abrir los ojos. Estaba sentado en una incómoda silla de hospital, miró sus vaqueros de un azul oscuro desgastado y sus antebrazos apoyados en sus rodillas, inconscientemente su mirada se centro en las cicatrices de su mano y brazo izquierdos que el vello apenas lograba disimular; “heridas de guerra” las llamaba él cuando los curiosos le preguntaban. Pero alguien más observador quizá hubiera reparado en la extraña coincidencia en la longitud de las heridas y su reparto proporcionado en un intento de dar sentido a ese caos. —Aday— repitió de nuevo la voz de mujer. Este alzó la vista para mirar a la ceñuda doctora que lo observaba preocupada al otro lado de la mesa. Sonrió con familiaridad a aquella mujer de rostro y marcado acento sudamericano que tanto conocía.
— ¿Te he contado alguna vez que de niño veía “luces”? —dijo Aday
—Te preguntaba por la universidad, ¿Luces dices? —contestó la mujer entornando los ojos.
—No sé, “luces extrañas”, parecían estar vivas—
— ¿Vivas? ¿Crees que tuviste una especie de experiencia mística?— La doctora lo miraba interesada.
—Lo cierto es que de niño las veía a menudo. Y no, no digo que fueran experiencias místicas, no sé bien que eran aquellas luces. Solo sé que un día deje de verlas siendo adolescente—. concluyó serio.
La doctora lo miraba dubitativa. —Los niños tienen mucha imaginación además los recuerdos son engañosos como bien sabrás—
—Sí, eso es cierto, pero también leí que los niños pequeños resultan más receptivos y abiertos a percibir… presencias—
-Volvemos entonces al misticismo, ¿Crees que eran fruto de tu imaginación? ¿Te asustaban aquellas cosas?
Aday torció el gesto un instante y continuó —Esas cosas, entes, seres o lo que fueran los veía a menudo. Nunca sentí miedo en su presencia más bien lo contrario.
—Nunca me habías contado nada sobre esto —dijo la mujer con cara seria.
—No creí que fuera importante, pensé que era algo común en niños pequeños
— ¿Lo que me acabas de contar? Pues no, en mi experiencia te diré que esas experiencias no son comunes a ninguna edad- La doctora calló un momento y pensativa dijo- ¿Qué significa esto para ti? ¿Qué sentimientos te trae ese recuerdo?
Aday cerró los ojos unos instantes y concluyó —Supongo que me traen buenos recuerdos, sentía su presencia, de algún modo estaban vivos y me daban paz — La luz del sol de mediodía entraba con fuerza en la pequeña sala blanca deslumbrando por momentos a Aday que basculaba en la silla evitando el reflejo en la mesa como buenamente podía. María, su psicóloga, lo miraba curiosa esperando a que continuase. Al verle cerrarse de pronto continuó:
— ¿Te gusta la parapsicología?
—No, en realidad no
—Entonces, ¿por qué me contaste esto hoy? Preguntó María en voz baja.
—Solo… tan solo me acordé, nada más, ¿es importante?
— ¿Te preocupa el tema?
—No
—Entonces no veo problema —dijo la mujer sonriente.
El pabellón de salud mental era el último de la primera planta del enorme hospital provincial. Aday salió de la consulta de su psicóloga como siempre, algo aturdido y melancólico y avanzó por el estrecho pasillo de color blanco esquivando las sillas colocadas en el lateral y evitando mirar a otros pacientes. No quería saludar ni ser saludado por nadie, odiaba aquel lugar a pesar de su pátina luminosa y pulcra lleno de sonrisas piadosas y falsas esperanzas. Un día pensó en pararse delante de todo el mundo y gritar “¿No veis que aquí no se cura nadie?, somos solo locos socialmente aceptados, suficientemente cuerdos o lo bastante mansos para vivir en esta pantomima que solemos llamar sociedad moderna”. Pero claro, entonces ya no sería manso, ni lo bastante cuerdo o lo bastante hipócrita.
Abrió la pesada puerta y sintió el aire fresco de la mañana invernal, a veces pensaba que la puerta era tan gruesa para evitar que los “locos” escapasen de allí o que alguien entrase por equivocación, esos pensamientos eran los que le hacían dudar de su estado mental aunque, ¿No habían dicho siempre que los dementes no eran conscientes de su locura? “Eres demasiado rumiativo”, le decía María, y seguramente llevaba razón pero no podía evitarlo, ¿Cómo se apaga el cerebro? ¿Cómo se detienen los pensamientos por negativos que estos sean?
Cuando se dio cuenta estaba frente a la parada del autobús número uno. Llegaba tarde a clase, para variar, pero había bastante gente esperando el transporte, lo que quería decir que no tardaría en aparecer.
El viaje en autobús le relajó un poco, era curioso como los peatones rara vez fijaban su atención en los transportes públicos lo cual le daba a veces la vergonzosa impresión de estar observando a personas sin su consentimiento. Tanto si iba de pie como sentado era como mirar desde una pecera móvil la ciudad pasar bajo sus pies. La vibración y cadencia del motor del vehículo ejercían un efecto sedante en él, lamentaba llegar a su destino la mayoría de las veces.
Las clases habían empezado hacía meses y aunque Administración y Dirección de Empresas era la carrera que Aday había elegido no le motivaba en absoluto, de hecho, de un tiempo a esta parte nada le apasionaba ni despertaba su atención lo suficiente como para emocionarle. Apenas tenía unos pocos conocidos en la universidad y se habían cansado hace tiempo de invitarle a salir por ahí debido a sus constantes negativas. Lo único que le salvaba del eterno encierro en su casa era su novia Rosa.
Aday, tras un día de clases y prácticas, la esperaba con la carpeta de apuntes en la mano al pie de las escaleras que unían la calle con la urbanización en la que ella vivía. Era de noche y al tratarse de viviendas recién construidas, unifamiliares en su mayoría, se encontraba casi en las afueras de la pequeña ciudad y, la zona, no era de las más seguras.
Rosa, tenía la costumbre de hacerle esperar diez o quince minutos en los cuales Aday observaba los grafitis que adornaban los suelos y paredes de piedra grisácea del alto muro que conectaba la calle con la vieja estación de autobuses en la cual dormían los enormes vehículos tras su ajetreado día en la urbe. El silencio del lugar solo roto por el silbido del viento y el lejano ladrido de algún perro era habitual a esas horas lo cual parecía aumentar la sensación de frio.
Aday escuchó un taconeo a lo lejos y sonrió al reconocer su familiar cadencia. A los pocos segundos una muchacha de cabellos rubios semirizados rostro redondo y ojos negros se asomó a la barandilla que rodeaba la escalera luciendo una gran sonrisa.
—¿Llevas mucho esperando? —pregunto con fingida cara de pena.
—Un rato. Como siempre, ¿bajas? —respondió impaciente Aday. La chica desapareció un segundo para reaparecer bajando los escalones con rapidez a pesar de los tacones, al llegar a su lado le saludo con un rápido beso en los labios y se agarró a su brazo.
—Demos un paseo, ¿Qué tal te fue en salud mental?
El chico suspiro melancólicamente y contestó —bien, supongo —Rosa alzo sus ojos negros en un gesto cargado de ternura y comento en voz baja.
— ¿Algún avance? —Tras unos segundos Aday le contó lo que había recordado de su infancia en la consulta de la doctora. La chica lo miró con curiosidad y pregunto sorprendida.
— ¿En serio? Qué extraño es eso. ¿Los veías a menudo?
—Bastante. Tengo algunos recuerdos de ellos, aunque quizá fuese mi imaginación…
—Podría ser —dijo ella ladeando un poco la cabeza — ¿Has empezado a hablarle de tus padres? —
—Mis padres... —musitó el muchacho. —Le he contado algo, lo más importante supongo. — Aday sintió como Rosa apretaba su cuerpo al suyo acariciándole el brazo con delicadeza.
—Bueno, no hay prisa, lo importante es que te sientas seguro y bien. — Avanzaron por el enorme parque al que habían llegado caminando lentamente desde la estación de autobuses y a la luz de farolas negras de luz blanca se sentaron en silencio en un banco de piedra sin respaldo. Rosa se colocó con las piernas cruzadas encarada hacia Aday y al verlo algo ensimismado hundió su dedo índice en la mejilla de su novio que apenas reaccionó.
—¿Qué piensas?— le dijo casi al oído. Aday giro la cabeza y sus ojos de color gris se cruzaron con los de ella. Dudó unos instantes y respondió.
—No es nada. Nada importante, quiero decir. —Sus últimas palabras fueron silenciadas por un viento que inundó el paseo de losas plomizas, alborotó el cabello pajizo de ambos y agitó las semidesnudas ramas de los arboles de color ceniza arrastrando las ultimas hojas en pequeños remolinos. No hacía buen tiempo, desde luego, pero ni Rosa ni Aday sentían frio, solo el calor de sus cuerpos hormigueando su piel. Comenzó a llover. Sin decir palabra la pareja se puso en pie y se perdió abrazada entre los arboles de un intrincado jardín del solitario parque.
Tras una corta cita Aday se despidió de Rosa con un beso y se encaminó hacia casa con paso lento, sin prisa, nunca había prisa cuando se trataba de regresar a casa. No dudaba de las buenas intenciones de su novia, sabía que le quería; precisamente por ello no quería preocupar a Rosa con sus vaivenes emocionales. Si algo había aprendido en los años que llevaba enfermo es que siempre se podía estar mejor y peor, no era necesario transmitir su negatividad a una de las pocas personas a las que parecía importarle. La lluvia caía fría sobre la acera y en la calzada se empezaban a formar los primeros charcos.
Aday andaba por la parte cubierta del enlosado aunque el viento lo mojaba a menudo lanzándole agua gélida por todo el cuerpo. Sonreía. Normalmente le gente odiaba estos días, sin embargo, a él le encantaban, la noche, el frió, la lluvia, el olor a tierra mojada, la soledad… no tenía ganas de llegar a casa… lamentablemente al girar la esquina divisó a lo lejos su portal de mármol negro y puerta acristalada con motivos en dorado. Cualquiera diría que era un buen lugar ¿Por qué no iba a serlo? Sintió como su ánimo se ensombrecía a medida que se acercaba y sus pies se volvían pesados lastres ante el inevitable retorno a su infierno particular.
Lo primero que vio al entrar fue la televisión del salón encendida. No era una mala señal. Una cabeza blanca y peluda asomo por detrás de la puerta y con las orejas gachas su perra Len se acercó moviendo tímidamente la cola. Aday no pudo evitar sonreír al rozar su mano por el lomo del animal tras lo cual entró en el salón con paso decidido. Su hermana lo miraba desde su nueva silla de ruedas con ojos cansados. La habitación estaba torpemente iluminada con varias lámparas en un intento de simular luz diurna; solo se trataba de una costumbre más de su hermana mayor para mantener una falsa ilusión de luminosidad en el denso ambiente que impregnaba la casa.
Aday se acerco despacio y la beso en su cabeza de liso cabello castaño con ternura. En ese momento su padre salió en de su despacho y lo miró un instante. Parecía mentira que a su edad siguiera portando aquel aire autoritario y frío de siempre, Aday sintió que los viejos recuerdos de miedos pasados no parecían disiparse con el tiempo. Segundos después, su padre, se giró sin mediar palabra cerrando la puerta tras de sí. El muchacho suspiro y después miró a su hermana con una sonrisa sincera.
– ¿Dónde está mamá? –preguntó con voz grave. Ella encogió los hombros y negó con la cabeza. Desde el “incidente” su hermana apenas hablaba, no era solo que le molestasen aun las cuerdas vocales por la traqueotomía que le habían realizado, no. Aday estaba seguro que los meses que había pasado recuperándose en el centro de parapléjicos de Toledo habían dejado en ella una dura huella. Recordaba cuando la vio al llegar a la UVI tumbada en la cama con los ojos vidriosos, el rostro demacrado y hundido, pálida y enchufada a varias maquinas que la mantenían con vida. En aquellos momentos la morfina actuaba en ella y afortunadamente no recordaba nada del dolor, de las interminables intervenciones a las que fue sometida, del padecimiento psicológico que sufrió, pero él sí; sabía que nunca volvería a ser la misma. Solo quería que su vida fuera, a pesar de sus limitaciones, lo más llevadera posible.
Aday miraba con ternura a Diana cuando su madre entró en el salón y se dejó caer en un balancín que a fuerza de usarlo y quemarlo inintencionadamente con sus eternos cigarrillos había hecho suyo. Se acercó a ella con un nudo en la garganta y al verla con los ojos cerrados presionó con su mano su huesuda rodilla, su madre abrió los ojos y le dirigió una narcótica mirada mientras se ajustaba el implante metálico a su cabeza y el micrófono del oído.
—Te traje lo que me pediste —dijo Aday vocalizando al máximo para que su madre pudiera leerle los labios a la vez que le mostraba una bolsa de la farmacia que ella cogió rápidamente, el chico dejó escapar un soplido burlón, "Si, como si aquello fuera un gran secreto". La mujer tras guardarse la bolsa en el bolsillo volvió a cerrar los ojos recostando la cabeza con brusquedad en el balancín. El muchacho giro la cabeza hacia su hermana que lo miraba con gesto dubitativo y se encogió de hombros. Estaba demasiado agotado para intentar animar a su pobre hermana y se retiró sin cenar a su habitación. En el pasillo encontró de nuevo, temblorosa, a su perra, era dulce y miedosa una mezcla interesante de Alaska y perro lobo, lo que le daba cierto aspecto fiero en ocasiones. Aday siempre pensaba que era una pena que una perra de esa apariencia fuera tan asustadiza y dependiente.
Finalmente entró en su habitación. Se encontraba parcialmente iluminada por la luna y encontró con facilidad el interruptor de su mesita de noche. La potente luz blanca de la bombilla azul se derramo por toda la estancia dándole un aspecto limpio a su pequeño refugio, a su pequeña prisión. Se cambió de ropa ágilmente quedando con unos viejos pantalones grises de chándal y su pálido torso desnudo, y así, se metió en la cama antes de que el frío le calase los huesos. Las sabanas le acogieron de inmediato calmando un ligero temblor en su cuerpo, “pronto entraré en calor” pensó. El reloj despertador marcaba las 22:15,- mmm… demasiado pronto para dormir- pensó. Se estiró para alcanzar un libro que llevaba meses intentando acabar cuando sonó su móvil. Era Rosa.
Esbozó una sonrisa mientras contestaba porque, aunque era muy común que ella lo llamase antes de dormir, Aday, disfrutaba de todas las atenciones que su novia le proporcionaba. Charlaron, de nuevo, un rato sobre el día, las clases y cualquier cosa que mantuviese ocupada la mente de ambos. Él siempre intentaba desviar los temas relacionados con su familia pero al final acababa sucumbiendo a su empática novia y se desahogaba sintiéndose a menudo culpable y algo avergonzado por mostrar esa faceta suya tan negativa. Rosa siempre sabía como hacerle sentir cómodo y comprendido pero Aday temía que tantos problemas acabasen por afectar a la relación.
Sabía por experiencia que su novia no se asustaba fácilmente aunque intentaba decirle solo lo necesario sin entrar en detalles escabrosos o excesivamente morbosos si ella no insistía. Tras media hora de charla en la que Aday pudo alejarse un poco de sus problemas Rosa le indico a su pareja lo tarde que era y le pidió que se despidiera, ya que ella odiaba despedirse. El chico obedeció sonriendo y aun después de oír el chasquido del final de llamada se permitió unos segundos más a solas con sus pensamientos.
CAPITULO PRIMERO
El dormitorio estaba en silencio; una fría luz de luna se colaba muda alumbrando una cama de matrimonio deshecha. En un rincón entre unas viejas cortinas y un armario se agitaba nervioso un niño pequeño. Su pelo, espeso y pajizo se pegaba a su nuca húmeda y caliente. Estaba sollozando y se frotaba los ojos de manera compulsiva. Sentado en el suelo con las pequeñas piernas colocadas en un extraño ángulo emitía de manera intermitente pequeños gemidos apenas audibles, y, en su tierna cabeza aturdida por la alta fiebre, se sucedían de manera vertiginosa pensamientos con olor a pesadilla, rápidos y confusos coloreados de rojo y negro, cortantes, luminosos.
Apartó los puños de sus mejillas dejando un cerco rojo en su piel y parpadeó deprisa para constatar una vez más la multitud de pequeñas presencias que sobrevolaban la fría habitación. El niño, que no tendría más de tres años no se sorprendió con el espectáculo visual que se desplegaba ante él. Lo cierto es que estaba acostumbrado a ver aquellas extrañas estructuras de colores estridentes y formas afiladas contrastando con la suavidad de los tonos pastel de las paredes; la fiebre solo le hacía más consciente de esos entes extraños y que él había aprendido a ignorar. Si lloraba era porque se sentía mal.
Intentó gatear hacia la cama aunque sabía que era demasiado alta para él pero las nauseas le hicieron parar en seco, su pelo húmedo y sudoroso apuntó hacia el suelo y sus espesas pestañas se mojaron con rapidez con lagrimas de angustia y frustración. Respiraba de manera entrecortada y un lejano pitido comenzó a taladrar su oído izquierdo convirtiendo la experiencia conjunta en algo inaguantable. A pesar de su corta edad era consciente de que estaba solo. Papá y mamá se habían marchado hacía demasiado tiempo y aunque eso no era extraño estaba acostumbrado a estar solo. Realmente eso no le preocupaba, pero si aquel estado extraño de frio angustioso y mareante. Consiguió llegar al borde de la enorme cama de matrimonio y con gran esfuerzo y tambaleante se puso en pie dejando descansar su cabeza en la fría y mullida colcha que Olía a mamá.
Tras unos minutos en esa posición y sintiéndose algo más recuperado alzo de nuevo la cabeza, lo que contempló lo dejo boquiabierto. Las extrañas criaturas -por llamarlas de algún modo- se arremolinaban rodeándolo, nunca las había visto flotando tan cerca del suelo, casi siempre las veía como manchas de luces en la retina a la altura del techo moviéndose como peces en un acuario y aquella noche las tenía tan cerca que casi podía tocarlas. Por un momento se olvidó de su malestar y maravillado giró sobre sí mismo para intentar rozar una de ellas pero una oleada de angustia y nauseas recorrió su cuerpo y se dio cuenta de lo débil y enfermo que se encontraba y de nuevo apoyó la cara contra la cama llorando en silencio. Al final, el cansancio le fue venciendo poco a poco mezclando de nuevo fiebre y agitados sueños.
“Aday”… —Aday— El sonido de su nombre le obligó a abrir los ojos. Estaba sentado en una incómoda silla de hospital, miró sus vaqueros de un azul oscuro desgastado y sus antebrazos apoyados en sus rodillas, inconscientemente su mirada se centro en las cicatrices de su mano y brazo izquierdos que el vello apenas lograba disimular; “heridas de guerra” las llamaba él cuando los curiosos le preguntaban. Pero alguien más observador quizá hubiera reparado en la extraña coincidencia en la longitud de las heridas y su reparto proporcionado en un intento de dar sentido a ese caos. —Aday— repitió de nuevo la voz de mujer. Este alzó la vista para mirar a la ceñuda doctora que lo observaba preocupada al otro lado de la mesa. Sonrió con familiaridad a aquella mujer de rostro y marcado acento sudamericano que tanto conocía.
— ¿Te he contado alguna vez que de niño veía “luces”? —dijo Aday
—Te preguntaba por la universidad, ¿Luces dices? —contestó la mujer entornando los ojos.
—No sé, “luces extrañas”, parecían estar vivas—
— ¿Vivas? ¿Crees que tuviste una especie de experiencia mística?— La doctora lo miraba interesada.
—Lo cierto es que de niño las veía a menudo. Y no, no digo que fueran experiencias místicas, no sé bien que eran aquellas luces. Solo sé que un día deje de verlas siendo adolescente—. concluyó serio.
La doctora lo miraba dubitativa. —Los niños tienen mucha imaginación además los recuerdos son engañosos como bien sabrás—
—Sí, eso es cierto, pero también leí que los niños pequeños resultan más receptivos y abiertos a percibir… presencias—
-Volvemos entonces al misticismo, ¿Crees que eran fruto de tu imaginación? ¿Te asustaban aquellas cosas?
Aday torció el gesto un instante y continuó —Esas cosas, entes, seres o lo que fueran los veía a menudo. Nunca sentí miedo en su presencia más bien lo contrario.
—Nunca me habías contado nada sobre esto —dijo la mujer con cara seria.
—No creí que fuera importante, pensé que era algo común en niños pequeños
— ¿Lo que me acabas de contar? Pues no, en mi experiencia te diré que esas experiencias no son comunes a ninguna edad- La doctora calló un momento y pensativa dijo- ¿Qué significa esto para ti? ¿Qué sentimientos te trae ese recuerdo?
Aday cerró los ojos unos instantes y concluyó —Supongo que me traen buenos recuerdos, sentía su presencia, de algún modo estaban vivos y me daban paz — La luz del sol de mediodía entraba con fuerza en la pequeña sala blanca deslumbrando por momentos a Aday que basculaba en la silla evitando el reflejo en la mesa como buenamente podía. María, su psicóloga, lo miraba curiosa esperando a que continuase. Al verle cerrarse de pronto continuó:
— ¿Te gusta la parapsicología?
—No, en realidad no
—Entonces, ¿por qué me contaste esto hoy? Preguntó María en voz baja.
—Solo… tan solo me acordé, nada más, ¿es importante?
— ¿Te preocupa el tema?
—No
—Entonces no veo problema —dijo la mujer sonriente.
El pabellón de salud mental era el último de la primera planta del enorme hospital provincial. Aday salió de la consulta de su psicóloga como siempre, algo aturdido y melancólico y avanzó por el estrecho pasillo de color blanco esquivando las sillas colocadas en el lateral y evitando mirar a otros pacientes. No quería saludar ni ser saludado por nadie, odiaba aquel lugar a pesar de su pátina luminosa y pulcra lleno de sonrisas piadosas y falsas esperanzas. Un día pensó en pararse delante de todo el mundo y gritar “¿No veis que aquí no se cura nadie?, somos solo locos socialmente aceptados, suficientemente cuerdos o lo bastante mansos para vivir en esta pantomima que solemos llamar sociedad moderna”. Pero claro, entonces ya no sería manso, ni lo bastante cuerdo o lo bastante hipócrita.
Abrió la pesada puerta y sintió el aire fresco de la mañana invernal, a veces pensaba que la puerta era tan gruesa para evitar que los “locos” escapasen de allí o que alguien entrase por equivocación, esos pensamientos eran los que le hacían dudar de su estado mental aunque, ¿No habían dicho siempre que los dementes no eran conscientes de su locura? “Eres demasiado rumiativo”, le decía María, y seguramente llevaba razón pero no podía evitarlo, ¿Cómo se apaga el cerebro? ¿Cómo se detienen los pensamientos por negativos que estos sean?
Cuando se dio cuenta estaba frente a la parada del autobús número uno. Llegaba tarde a clase, para variar, pero había bastante gente esperando el transporte, lo que quería decir que no tardaría en aparecer.
El viaje en autobús le relajó un poco, era curioso como los peatones rara vez fijaban su atención en los transportes públicos lo cual le daba a veces la vergonzosa impresión de estar observando a personas sin su consentimiento. Tanto si iba de pie como sentado era como mirar desde una pecera móvil la ciudad pasar bajo sus pies. La vibración y cadencia del motor del vehículo ejercían un efecto sedante en él, lamentaba llegar a su destino la mayoría de las veces.
Las clases habían empezado hacía meses y aunque Administración y Dirección de Empresas era la carrera que Aday había elegido no le motivaba en absoluto, de hecho, de un tiempo a esta parte nada le apasionaba ni despertaba su atención lo suficiente como para emocionarle. Apenas tenía unos pocos conocidos en la universidad y se habían cansado hace tiempo de invitarle a salir por ahí debido a sus constantes negativas. Lo único que le salvaba del eterno encierro en su casa era su novia Rosa.
Aday, tras un día de clases y prácticas, la esperaba con la carpeta de apuntes en la mano al pie de las escaleras que unían la calle con la urbanización en la que ella vivía. Era de noche y al tratarse de viviendas recién construidas, unifamiliares en su mayoría, se encontraba casi en las afueras de la pequeña ciudad y, la zona, no era de las más seguras.
Rosa, tenía la costumbre de hacerle esperar diez o quince minutos en los cuales Aday observaba los grafitis que adornaban los suelos y paredes de piedra grisácea del alto muro que conectaba la calle con la vieja estación de autobuses en la cual dormían los enormes vehículos tras su ajetreado día en la urbe. El silencio del lugar solo roto por el silbido del viento y el lejano ladrido de algún perro era habitual a esas horas lo cual parecía aumentar la sensación de frio.
Aday escuchó un taconeo a lo lejos y sonrió al reconocer su familiar cadencia. A los pocos segundos una muchacha de cabellos rubios semirizados rostro redondo y ojos negros se asomó a la barandilla que rodeaba la escalera luciendo una gran sonrisa.
—¿Llevas mucho esperando? —pregunto con fingida cara de pena.
—Un rato. Como siempre, ¿bajas? —respondió impaciente Aday. La chica desapareció un segundo para reaparecer bajando los escalones con rapidez a pesar de los tacones, al llegar a su lado le saludo con un rápido beso en los labios y se agarró a su brazo.
—Demos un paseo, ¿Qué tal te fue en salud mental?
El chico suspiro melancólicamente y contestó —bien, supongo —Rosa alzo sus ojos negros en un gesto cargado de ternura y comento en voz baja.
— ¿Algún avance? —Tras unos segundos Aday le contó lo que había recordado de su infancia en la consulta de la doctora. La chica lo miró con curiosidad y pregunto sorprendida.
— ¿En serio? Qué extraño es eso. ¿Los veías a menudo?
—Bastante. Tengo algunos recuerdos de ellos, aunque quizá fuese mi imaginación…
—Podría ser —dijo ella ladeando un poco la cabeza — ¿Has empezado a hablarle de tus padres? —
—Mis padres... —musitó el muchacho. —Le he contado algo, lo más importante supongo. — Aday sintió como Rosa apretaba su cuerpo al suyo acariciándole el brazo con delicadeza.
—Bueno, no hay prisa, lo importante es que te sientas seguro y bien. — Avanzaron por el enorme parque al que habían llegado caminando lentamente desde la estación de autobuses y a la luz de farolas negras de luz blanca se sentaron en silencio en un banco de piedra sin respaldo. Rosa se colocó con las piernas cruzadas encarada hacia Aday y al verlo algo ensimismado hundió su dedo índice en la mejilla de su novio que apenas reaccionó.
—¿Qué piensas?— le dijo casi al oído. Aday giro la cabeza y sus ojos de color gris se cruzaron con los de ella. Dudó unos instantes y respondió.
—No es nada. Nada importante, quiero decir. —Sus últimas palabras fueron silenciadas por un viento que inundó el paseo de losas plomizas, alborotó el cabello pajizo de ambos y agitó las semidesnudas ramas de los arboles de color ceniza arrastrando las ultimas hojas en pequeños remolinos. No hacía buen tiempo, desde luego, pero ni Rosa ni Aday sentían frio, solo el calor de sus cuerpos hormigueando su piel. Comenzó a llover. Sin decir palabra la pareja se puso en pie y se perdió abrazada entre los arboles de un intrincado jardín del solitario parque.
Tras una corta cita Aday se despidió de Rosa con un beso y se encaminó hacia casa con paso lento, sin prisa, nunca había prisa cuando se trataba de regresar a casa. No dudaba de las buenas intenciones de su novia, sabía que le quería; precisamente por ello no quería preocupar a Rosa con sus vaivenes emocionales. Si algo había aprendido en los años que llevaba enfermo es que siempre se podía estar mejor y peor, no era necesario transmitir su negatividad a una de las pocas personas a las que parecía importarle. La lluvia caía fría sobre la acera y en la calzada se empezaban a formar los primeros charcos.
Aday andaba por la parte cubierta del enlosado aunque el viento lo mojaba a menudo lanzándole agua gélida por todo el cuerpo. Sonreía. Normalmente le gente odiaba estos días, sin embargo, a él le encantaban, la noche, el frió, la lluvia, el olor a tierra mojada, la soledad… no tenía ganas de llegar a casa… lamentablemente al girar la esquina divisó a lo lejos su portal de mármol negro y puerta acristalada con motivos en dorado. Cualquiera diría que era un buen lugar ¿Por qué no iba a serlo? Sintió como su ánimo se ensombrecía a medida que se acercaba y sus pies se volvían pesados lastres ante el inevitable retorno a su infierno particular.
Lo primero que vio al entrar fue la televisión del salón encendida. No era una mala señal. Una cabeza blanca y peluda asomo por detrás de la puerta y con las orejas gachas su perra Len se acercó moviendo tímidamente la cola. Aday no pudo evitar sonreír al rozar su mano por el lomo del animal tras lo cual entró en el salón con paso decidido. Su hermana lo miraba desde su nueva silla de ruedas con ojos cansados. La habitación estaba torpemente iluminada con varias lámparas en un intento de simular luz diurna; solo se trataba de una costumbre más de su hermana mayor para mantener una falsa ilusión de luminosidad en el denso ambiente que impregnaba la casa.
Aday se acerco despacio y la beso en su cabeza de liso cabello castaño con ternura. En ese momento su padre salió en de su despacho y lo miró un instante. Parecía mentira que a su edad siguiera portando aquel aire autoritario y frío de siempre, Aday sintió que los viejos recuerdos de miedos pasados no parecían disiparse con el tiempo. Segundos después, su padre, se giró sin mediar palabra cerrando la puerta tras de sí. El muchacho suspiro y después miró a su hermana con una sonrisa sincera.
– ¿Dónde está mamá? –preguntó con voz grave. Ella encogió los hombros y negó con la cabeza. Desde el “incidente” su hermana apenas hablaba, no era solo que le molestasen aun las cuerdas vocales por la traqueotomía que le habían realizado, no. Aday estaba seguro que los meses que había pasado recuperándose en el centro de parapléjicos de Toledo habían dejado en ella una dura huella. Recordaba cuando la vio al llegar a la UVI tumbada en la cama con los ojos vidriosos, el rostro demacrado y hundido, pálida y enchufada a varias maquinas que la mantenían con vida. En aquellos momentos la morfina actuaba en ella y afortunadamente no recordaba nada del dolor, de las interminables intervenciones a las que fue sometida, del padecimiento psicológico que sufrió, pero él sí; sabía que nunca volvería a ser la misma. Solo quería que su vida fuera, a pesar de sus limitaciones, lo más llevadera posible.
Aday miraba con ternura a Diana cuando su madre entró en el salón y se dejó caer en un balancín que a fuerza de usarlo y quemarlo inintencionadamente con sus eternos cigarrillos había hecho suyo. Se acercó a ella con un nudo en la garganta y al verla con los ojos cerrados presionó con su mano su huesuda rodilla, su madre abrió los ojos y le dirigió una narcótica mirada mientras se ajustaba el implante metálico a su cabeza y el micrófono del oído.
—Te traje lo que me pediste —dijo Aday vocalizando al máximo para que su madre pudiera leerle los labios a la vez que le mostraba una bolsa de la farmacia que ella cogió rápidamente, el chico dejó escapar un soplido burlón, "Si, como si aquello fuera un gran secreto". La mujer tras guardarse la bolsa en el bolsillo volvió a cerrar los ojos recostando la cabeza con brusquedad en el balancín. El muchacho giro la cabeza hacia su hermana que lo miraba con gesto dubitativo y se encogió de hombros. Estaba demasiado agotado para intentar animar a su pobre hermana y se retiró sin cenar a su habitación. En el pasillo encontró de nuevo, temblorosa, a su perra, era dulce y miedosa una mezcla interesante de Alaska y perro lobo, lo que le daba cierto aspecto fiero en ocasiones. Aday siempre pensaba que era una pena que una perra de esa apariencia fuera tan asustadiza y dependiente.
Finalmente entró en su habitación. Se encontraba parcialmente iluminada por la luna y encontró con facilidad el interruptor de su mesita de noche. La potente luz blanca de la bombilla azul se derramo por toda la estancia dándole un aspecto limpio a su pequeño refugio, a su pequeña prisión. Se cambió de ropa ágilmente quedando con unos viejos pantalones grises de chándal y su pálido torso desnudo, y así, se metió en la cama antes de que el frío le calase los huesos. Las sabanas le acogieron de inmediato calmando un ligero temblor en su cuerpo, “pronto entraré en calor” pensó. El reloj despertador marcaba las 22:15,- mmm… demasiado pronto para dormir- pensó. Se estiró para alcanzar un libro que llevaba meses intentando acabar cuando sonó su móvil. Era Rosa.
Esbozó una sonrisa mientras contestaba porque, aunque era muy común que ella lo llamase antes de dormir, Aday, disfrutaba de todas las atenciones que su novia le proporcionaba. Charlaron, de nuevo, un rato sobre el día, las clases y cualquier cosa que mantuviese ocupada la mente de ambos. Él siempre intentaba desviar los temas relacionados con su familia pero al final acababa sucumbiendo a su empática novia y se desahogaba sintiéndose a menudo culpable y algo avergonzado por mostrar esa faceta suya tan negativa. Rosa siempre sabía como hacerle sentir cómodo y comprendido pero Aday temía que tantos problemas acabasen por afectar a la relación.
Sabía por experiencia que su novia no se asustaba fácilmente aunque intentaba decirle solo lo necesario sin entrar en detalles escabrosos o excesivamente morbosos si ella no insistía. Tras media hora de charla en la que Aday pudo alejarse un poco de sus problemas Rosa le indico a su pareja lo tarde que era y le pidió que se despidiera, ya que ella odiaba despedirse. El chico obedeció sonriendo y aun después de oír el chasquido del final de llamada se permitió unos segundos más a solas con sus pensamientos.