stavroguin 11
Clásico
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- 14 Oct 2010
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No recuerdo exactamente si lo dijo Houellebeck, pero el concepto era este: la idea que puede encontrar un consenso más automático, masivo y unánime al ser expuesta es la de que todos nacemos solos , vivimos solos y morimos solos.
Estoy de acuerdo. Y vostros también.
Sobre todo si uno es un solterón misógino de cierta edad, nos acostumbramos a no esperar jamás apoyo, sostén ni afecto de nadie, y menos de una mujer. Vives tranquilamente tu vida y aficiones en una perfecta burbuja solipsista en la que el prójimo no es más que un ruido de fondo.
Pero existen algunos días en que nuestra autosuficiencia afectiva e intelectual se tambalea como rascacielos nipón: son los días de la lona.
Todos los conocéis, y seguro que los vivís en vuestras propias versiones. Os cuento como suelen ser los míos...
Empiezan casi siempre con alguna dura mañana de trabajo, en la que tengo experiencias desagradables con pacientes, compañeros o ambos. Muchas veces el desencadenante es el stress del trabajo quirúrgico, que se complica de forma indeseada y te pone las coronarias a punto de caramelo para una bonita isquemia. Llegas a casa hecho una piltrafa...
Entonces descubres que quizás lo único que podría aliviarte es un buen polvo. Y lo que se te viene encima es que lo único que tienes a mano es un servicio de pago impersonal, frío y aséptico. Lo que va a agravar todavía más tu sensación de aislamiento emocional...
Entonces puedes cometer dos errores...
Del primero nunca soy culpable, por orgullo: llamar a un familiar o amigo para contarle las penas. Antes la muerte. Lo que sí hago a veces es realizar aquellas llamadas a amigos que fui difiriendo con el tiempo para hablar de todo (menos de tu estado de ánimo), para que al menos una voz amiga te dé calor. Pero el diablo parece en tu contra ese día: no te contestan, o los pillas apresurados hablándote por compromiso, o se huelen la tostada de que pasa algo raro y se muestran recelosos. Cuando cuelgas estás mucho peor que antes...
Del segundo error si soy reo: llamar a alguna mujer que siempre te pareció especialmente empática para charlar un rato. Nunca te atreviste hasta ese momento, pero estás tan hundido y derrotado que tu distorsión perceptiva llega a convertirlo en una buena idea. Estás ahogándote, y tu cerebro dice que ahí hay un salvavidas.
Todavía recuerdo la última vez, hace varios años: su frialdad, su indiferencia, el cruel cotilleo posterior con sus amigas...
En esos momentos no eres más que una lombriz humana. Te encierras en casa porque no quieres que nadie te vea en ese estado. Puedes gritar, llorar o dar puñetazos a la pared. Envidias a los que están acompañados, a los que tienen un hombro donde apoyar la cabeza, aunque sea el hombro de una maruja, de una visillera, de un putón verbenero. Has perdido, la vida te ha vencido y lo ves con claridad meridiana. Eres un boxeador sonado, arrastrándose por la lona, con el protector babado colgando de la mandíbula. Y nadie espera que te levantes. En esos casos siempre recuerdo al protagonista de una película iraní: "El sabor de las cerezas", con su monomanía suicida y su brutal soledad.
Entonces llega la noche e intentas dormir un poco. Y cuando suena el despertador por la mañana aun estás mal, pero menos. Empiezas a recobrar la perspectiva y las ganas de vivir. Poco a poco te levantas de la lona y vuelves a colocarte el protector apretando los puños. Y recuerdas todas las veces que caíste . Y que siempre te levantaste, sólo, sin manos tendidas, sin trampa ni cartón. Y vuelves a recobrar tu orgullo. Y a recordar que son todas unas putas. Y que la vida te noqueará mil veces más, pero que nunca, nunca será un K.O definitivo hasta el día de la cita con la puerca de la guadaña.
Sales a la calle con la cabeza alta. Y si ves a alguien tan hundido como tú hace unas horas, aprovechas para pisarlo un poco. Son las reglas del juego
Estoy de acuerdo. Y vostros también.
Sobre todo si uno es un solterón misógino de cierta edad, nos acostumbramos a no esperar jamás apoyo, sostén ni afecto de nadie, y menos de una mujer. Vives tranquilamente tu vida y aficiones en una perfecta burbuja solipsista en la que el prójimo no es más que un ruido de fondo.
Pero existen algunos días en que nuestra autosuficiencia afectiva e intelectual se tambalea como rascacielos nipón: son los días de la lona.
Todos los conocéis, y seguro que los vivís en vuestras propias versiones. Os cuento como suelen ser los míos...
Empiezan casi siempre con alguna dura mañana de trabajo, en la que tengo experiencias desagradables con pacientes, compañeros o ambos. Muchas veces el desencadenante es el stress del trabajo quirúrgico, que se complica de forma indeseada y te pone las coronarias a punto de caramelo para una bonita isquemia. Llegas a casa hecho una piltrafa...
Entonces descubres que quizás lo único que podría aliviarte es un buen polvo. Y lo que se te viene encima es que lo único que tienes a mano es un servicio de pago impersonal, frío y aséptico. Lo que va a agravar todavía más tu sensación de aislamiento emocional...
Entonces puedes cometer dos errores...
Del primero nunca soy culpable, por orgullo: llamar a un familiar o amigo para contarle las penas. Antes la muerte. Lo que sí hago a veces es realizar aquellas llamadas a amigos que fui difiriendo con el tiempo para hablar de todo (menos de tu estado de ánimo), para que al menos una voz amiga te dé calor. Pero el diablo parece en tu contra ese día: no te contestan, o los pillas apresurados hablándote por compromiso, o se huelen la tostada de que pasa algo raro y se muestran recelosos. Cuando cuelgas estás mucho peor que antes...
Del segundo error si soy reo: llamar a alguna mujer que siempre te pareció especialmente empática para charlar un rato. Nunca te atreviste hasta ese momento, pero estás tan hundido y derrotado que tu distorsión perceptiva llega a convertirlo en una buena idea. Estás ahogándote, y tu cerebro dice que ahí hay un salvavidas.
Todavía recuerdo la última vez, hace varios años: su frialdad, su indiferencia, el cruel cotilleo posterior con sus amigas...
En esos momentos no eres más que una lombriz humana. Te encierras en casa porque no quieres que nadie te vea en ese estado. Puedes gritar, llorar o dar puñetazos a la pared. Envidias a los que están acompañados, a los que tienen un hombro donde apoyar la cabeza, aunque sea el hombro de una maruja, de una visillera, de un putón verbenero. Has perdido, la vida te ha vencido y lo ves con claridad meridiana. Eres un boxeador sonado, arrastrándose por la lona, con el protector babado colgando de la mandíbula. Y nadie espera que te levantes. En esos casos siempre recuerdo al protagonista de una película iraní: "El sabor de las cerezas", con su monomanía suicida y su brutal soledad.
Entonces llega la noche e intentas dormir un poco. Y cuando suena el despertador por la mañana aun estás mal, pero menos. Empiezas a recobrar la perspectiva y las ganas de vivir. Poco a poco te levantas de la lona y vuelves a colocarte el protector apretando los puños. Y recuerdas todas las veces que caíste . Y que siempre te levantaste, sólo, sin manos tendidas, sin trampa ni cartón. Y vuelves a recobrar tu orgullo. Y a recordar que son todas unas putas. Y que la vida te noqueará mil veces más, pero que nunca, nunca será un K.O definitivo hasta el día de la cita con la puerca de la guadaña.
Sales a la calle con la cabeza alta. Y si ves a alguien tan hundido como tú hace unas horas, aprovechas para pisarlo un poco. Son las reglas del juego