Hola, amigos, bienvenidos a una nueva CansinoHistoria sin-ni-puta-graciaTM. Por cierto, soy el del chat. ¡Holaaaaa! (UNBANUNMUERTO, gilipollas. :pla)
La Palmilla, como cualquier malagueño sabe, es un buen sitio. Empezó como un barrio para Guardias Civiles retirados y ha acabado como un inmundo criadero de gitanetes. Los gitanetes son una especie curiosa, dicen que están marginados y le meten el pañuelo en el coño a las niñas a ver si sangran y se juntan cuatro mil de la misma familia para ir a ostiar al primer payo que les cruce la mirada. Lo que os cuento hoy es un ejemplo de que la ley gitana, a pesar de todo, también se muestra efectiva en ocasiones...
(En realidad no tengo ni puta idea de la gitaneteidad de los protagonistas de esta anécdota más que por el entorno geográfico pero así me aseguro de que el_rey entre por aquí y se deje de visitar ese puto antro de chupismo de cuya dirección no puedo olvidarme. Olvida a la Goth_Perra, tú puedes hacerlo.)
El autobús que va a La Palmilla tiene la cabecera de línea justo en este barrio, en una plaza que está lo hondo de una pendiente. Un día andarían aburridos un puñado de niñatos subdesarrollados e idearon un genial entretenimiento: esconderse en unos matorrales en lo alto de la cuesta y tirarle piedras al autobús cuando pasara. Teniendo en cuenta que pasa un 17 cada cuarto de hora (menos cuando está lloviendo, hace frío o tienes prisa por llegar a casa a cenar y echar una cagada) se lo debieron de pasar de puta madre. El conductor y los pasajeros del bus no resultaron, no obstante, tan divertidos por el sano deporte. La verdad es que tiene que acojonar estar sentado y que empiecen a caer ñoscos y cristales a tu alrededor.
La situación se prolongó unos días y los simpáticos chavales no cejaban en su empeño. Así que empezaron a ir Pitufos en el autobús (si alguien no sabe que me estoy refiriendo a los inútiles de los municipales, que avise). Evidentemente los Pitufos (siendo los inútiles municipales que son, que son poco más que guardas del Carrefour venidos a más, saludos a los que me estarán leyendo) no consiguieron pillar a ninguno. O sea, tendrían que correr detrás de ellos. Y estaban cuesta arriba. Qué cansado, ¿no? Mejor me como un donut. Pues eso.
Así que mandaron más inútiles municipales en los autobuses, y venían en todos los viajes, aunque seguían haciendo el inútil. Pero, pese a ello, al final lograron su objetivo sin mover ni un solo dedo.
Y es que un día una segunda manada de kinkis en-busca-de-integración-sin-duda fueron por sorpresa y cazaron a la primera, echándola de su privilegiado lugar y metiéndole un buen par de hostias a cada uno para que no lo volvieran a intentar. Porque la policía en el autobús le daba mal rollo a los endrogaditos y estaban empezando a ir a otros sitios a por su dosis. Y eso era malo para el negocio.
La ley de la jungla. Real como la vida misma.
La Palmilla, como cualquier malagueño sabe, es un buen sitio. Empezó como un barrio para Guardias Civiles retirados y ha acabado como un inmundo criadero de gitanetes. Los gitanetes son una especie curiosa, dicen que están marginados y le meten el pañuelo en el coño a las niñas a ver si sangran y se juntan cuatro mil de la misma familia para ir a ostiar al primer payo que les cruce la mirada. Lo que os cuento hoy es un ejemplo de que la ley gitana, a pesar de todo, también se muestra efectiva en ocasiones...
(En realidad no tengo ni puta idea de la gitaneteidad de los protagonistas de esta anécdota más que por el entorno geográfico pero así me aseguro de que el_rey entre por aquí y se deje de visitar ese puto antro de chupismo de cuya dirección no puedo olvidarme. Olvida a la Goth_Perra, tú puedes hacerlo.)
El autobús que va a La Palmilla tiene la cabecera de línea justo en este barrio, en una plaza que está lo hondo de una pendiente. Un día andarían aburridos un puñado de niñatos subdesarrollados e idearon un genial entretenimiento: esconderse en unos matorrales en lo alto de la cuesta y tirarle piedras al autobús cuando pasara. Teniendo en cuenta que pasa un 17 cada cuarto de hora (menos cuando está lloviendo, hace frío o tienes prisa por llegar a casa a cenar y echar una cagada) se lo debieron de pasar de puta madre. El conductor y los pasajeros del bus no resultaron, no obstante, tan divertidos por el sano deporte. La verdad es que tiene que acojonar estar sentado y que empiecen a caer ñoscos y cristales a tu alrededor.
La situación se prolongó unos días y los simpáticos chavales no cejaban en su empeño. Así que empezaron a ir Pitufos en el autobús (si alguien no sabe que me estoy refiriendo a los inútiles de los municipales, que avise). Evidentemente los Pitufos (siendo los inútiles municipales que son, que son poco más que guardas del Carrefour venidos a más, saludos a los que me estarán leyendo) no consiguieron pillar a ninguno. O sea, tendrían que correr detrás de ellos. Y estaban cuesta arriba. Qué cansado, ¿no? Mejor me como un donut. Pues eso.
Así que mandaron más inútiles municipales en los autobuses, y venían en todos los viajes, aunque seguían haciendo el inútil. Pero, pese a ello, al final lograron su objetivo sin mover ni un solo dedo.
Y es que un día una segunda manada de kinkis en-busca-de-integración-sin-duda fueron por sorpresa y cazaron a la primera, echándola de su privilegiado lugar y metiéndole un buen par de hostias a cada uno para que no lo volvieran a intentar. Porque la policía en el autobús le daba mal rollo a los endrogaditos y estaban empezando a ir a otros sitios a por su dosis. Y eso era malo para el negocio.
La ley de la jungla. Real como la vida misma.