ruben_clv
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El viernes estuve hablando con una chica que conozco de hace un par de semanas; exótica, brava y de pelo arremolinado, que le debe crecer de esta forma por lo revuelto de su ser, de sus caderas o por los gestos que hace con las muñecas al bailar. El caso es que, bebidos los dos, tuve un momento de confianza plena con ella, de simbiosis, e hice una declaración que bien podría haber dado para hilo, una confesión entre extraordinaria e hilarante sobre algo referido a algún tema de trascendencia, como podría ser el accidente de los polacos o la inevitable brevedad de la vida, no lo recuerdo bien. Y aunque en esas me encontraba a gusto supe en pocos instantes que la cagada había sido generosa, que el contexto no era el adecuado y que donde yo veía comprensión putalocuriense quizá sólo había exhibicionismo torbellinesco, para más Inri sin peculio mediatorio. Por los gestos de su cara supe que algo habíase roto en su interior, como una fita de bonfim que no cumple con su fin, es decir, que hubo un punto y final entre nosotros, un desasosiego en forma de destello que nos ha separado para siempre y que imagino que me convierte en portador de alguna extraña enfermedad, una enfermedad no contagiosa y mortal que sólo es capaz de provocar lástima, porque las enfermedades mortales se dividen en dos tipos: las contagiosas y las no contagiosas, y unas provocan pena y las otras miedo, y puestos a elegir más vale palmar de enfermedad contagiosa porque el miedo le trasciende a uno y la lástima lo hace mil veces más palpable, y cuando uno va a morir lo último que quiere es estar presente para todo el mundo. Bastante hay con lo que te viene encima.
Y, como decía, poseído por completo, hablé lenguas extrañas para ella, revolcándome en el lodo con gusto, cual gorrino, y gozándomela en la pifia. Sabe, bella dama, que hay una parte de mí viciada, que entrena a diario y no tiene vergüenza, que se baña desnuda sin ocultar las imperfecciones y que, posiblemente, debiera permanecer oculta.
Los hay que tienen miedo a pensar y los hay que sufrimos si no pensamos. Por ejemplo, cuando yo pienso en Dalí ni hay tigres, ni hay piedras, ni hay relojes, sólo una cucharilla de plata y un sillon. Dalí sostenía una cucharilla plateada entre los dedos mientras descansaba en un sillón. Al dormirse, la cucharilla caía al suelo y con ese leve tintineo se despertaba. Recogía la cucharilla y cerraba los ojos de nuevo, así dormía las siestas. Y en esas estoy esta noche, porque creo que he dado con la clave.
Una historia dice que un hombre quiere ser escritor y le pide a las Musas el talento necesario. "El resto corre de mi cuenta". En los sueños el tiempo se dilata, los relojes se funden. Esa noche el hombre sueña el resto de su vida. Sueña innumerables noches en blanco, sueña los ensayos y sueña las obras; pasan los años y sueña el éxito. Sueña una mujer, sueña el amor y sus frutos. Sueña la madurez y el reconocimiento. Sueña su última puesta de Sol. Las Musas le sonríen. Con el amanecer el hombre despierta. Con la experiencia de una vida vivida en una noche, se sienta eufórico frente a la hoja en blanco y se sorprende por no ser capaz de escribir nada.
Seguro que conocéis esta cita:
El dilema de Coleridge es comprensible. El Universo nos es ajeno. Pasamos un breve espacio de tiempo en un lugar extraño, hostil y eterno. Ni presenciamos su nacimiento ni seremos testigos de su final. Y, cuando nos entreguemos al olvido, seguro que nuestro último pensamiento será "¿Y todo esto para qué?". Para contestar esa pregunta los poetas reclamaron el mundo de los sueños como la única propiedad real del ser humano, mejor, como la única propiedad intrínseca al hombre. No hay sueños sin hombres. El planteamiento es sencillo: si un hombre sueña que visita el Paraíso y en él recoge una flor, ¿acaso no se iguala el hombre a Dios? Y de esa bella imagen nace la poesía. El poeta se convierte en Dios cuando crea, porque sueña un mundo que antes no existía, porque sueña un mundo que existe gracias a él. Pero, si tal y como se preguntó Coleridge, ese hombre soñara que recoge una flor del Paraíso y se despertara con ella en la mano, ¿entonces qué?
De un plumazo acababa de desintegrar los cimientos del arte. Aquella rosa ya estaba allí, aquel Paraíso ya existía. Entonces, ¿todo esto para qué? Y por eso creo que he dado con la clave de Dalí, por eso creo que Salvador temía encontrar la rosa estigia y por eso se hacía despertar con el tintineo de la cuchara, para coger lo justo de sus sueños y poder plasmarlos en el lienzo. Dalí temía dormir porque seguramente temía morir; morir, que no es más que embriagarse de sueño, que no es más que olvidar en presente continuo.
Y por eso yo os quiero, porque aunque las melenas arremolinadas actúen como un laberinto para la comunicación sé que entre vosotros al menos hay uno que me entiende, y con eso me basta. Uno que tal vez ni siquiera ha llegado pero que nacerá bajo el mismo signo. No necesito cuestionar mis motivos para seguir aquí.
Hay quien nace póstumo, que decía aquel.
¡Salud!
Y, como decía, poseído por completo, hablé lenguas extrañas para ella, revolcándome en el lodo con gusto, cual gorrino, y gozándomela en la pifia. Sabe, bella dama, que hay una parte de mí viciada, que entrena a diario y no tiene vergüenza, que se baña desnuda sin ocultar las imperfecciones y que, posiblemente, debiera permanecer oculta.
Los hay que tienen miedo a pensar y los hay que sufrimos si no pensamos. Por ejemplo, cuando yo pienso en Dalí ni hay tigres, ni hay piedras, ni hay relojes, sólo una cucharilla de plata y un sillon. Dalí sostenía una cucharilla plateada entre los dedos mientras descansaba en un sillón. Al dormirse, la cucharilla caía al suelo y con ese leve tintineo se despertaba. Recogía la cucharilla y cerraba los ojos de nuevo, así dormía las siestas. Y en esas estoy esta noche, porque creo que he dado con la clave.
Una historia dice que un hombre quiere ser escritor y le pide a las Musas el talento necesario. "El resto corre de mi cuenta". En los sueños el tiempo se dilata, los relojes se funden. Esa noche el hombre sueña el resto de su vida. Sueña innumerables noches en blanco, sueña los ensayos y sueña las obras; pasan los años y sueña el éxito. Sueña una mujer, sueña el amor y sus frutos. Sueña la madurez y el reconocimiento. Sueña su última puesta de Sol. Las Musas le sonríen. Con el amanecer el hombre despierta. Con la experiencia de una vida vivida en una noche, se sienta eufórico frente a la hoja en blanco y se sorprende por no ser capaz de escribir nada.
Seguro que conocéis esta cita:
"Si un hombre atravesara el paraíso en un sueño y le dieran una flor como prueba de que ha estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces qué?"
El dilema de Coleridge es comprensible. El Universo nos es ajeno. Pasamos un breve espacio de tiempo en un lugar extraño, hostil y eterno. Ni presenciamos su nacimiento ni seremos testigos de su final. Y, cuando nos entreguemos al olvido, seguro que nuestro último pensamiento será "¿Y todo esto para qué?". Para contestar esa pregunta los poetas reclamaron el mundo de los sueños como la única propiedad real del ser humano, mejor, como la única propiedad intrínseca al hombre. No hay sueños sin hombres. El planteamiento es sencillo: si un hombre sueña que visita el Paraíso y en él recoge una flor, ¿acaso no se iguala el hombre a Dios? Y de esa bella imagen nace la poesía. El poeta se convierte en Dios cuando crea, porque sueña un mundo que antes no existía, porque sueña un mundo que existe gracias a él. Pero, si tal y como se preguntó Coleridge, ese hombre soñara que recoge una flor del Paraíso y se despertara con ella en la mano, ¿entonces qué?
De un plumazo acababa de desintegrar los cimientos del arte. Aquella rosa ya estaba allí, aquel Paraíso ya existía. Entonces, ¿todo esto para qué? Y por eso creo que he dado con la clave de Dalí, por eso creo que Salvador temía encontrar la rosa estigia y por eso se hacía despertar con el tintineo de la cuchara, para coger lo justo de sus sueños y poder plasmarlos en el lienzo. Dalí temía dormir porque seguramente temía morir; morir, que no es más que embriagarse de sueño, que no es más que olvidar en presente continuo.
Y por eso yo os quiero, porque aunque las melenas arremolinadas actúen como un laberinto para la comunicación sé que entre vosotros al menos hay uno que me entiende, y con eso me basta. Uno que tal vez ni siquiera ha llegado pero que nacerá bajo el mismo signo. No necesito cuestionar mis motivos para seguir aquí.
Hay quien nace póstumo, que decía aquel.
¡Salud!