Un trabajo incontestable, meticuloso, preciso. Una obra memorable de orfebrería técnica y determinación. Sin dejar la más mínima opción a un desenlace distinto, sin grietas ni fisuras para el miasma de la esperanza. Obstinados, desde el primer segundo en alcanzar la derrota, trabajándola error tras error, sin descanso, fanáticamente, con una perseverancia demente. Un hermoso suicidio a cara descubierta, sin ambigüedades, sin disimulos cobardes. Había que perder fuera como fuera, había que encaminar cada paso hacia un desastre sin excusas. Perder a toda costa, contra todo pronóstico, sin importar las virtudes propias y los defectos ajenos. Perder así, de este manera, porque no había otra forma ni se disfruta igual. Ni el consuelo de un triple a destiempo, ni la agonía de un par de rebotes de más o una cabriola de menos. No había que conformarse con hacer un mal partido. Eso hubiera sido demasiado peligroso, un mal partido podía haber sido suficiente para ganar a un equipo abisal en talento y negritud. No, había que hacer ESTE PARTIDO, así, consolidando minuto a minuto la firme e indestructible intención de descuartizar a la mejor generación del baloncesto europeo de los últimos 20 años.
Perder es fácil, tenemos experiencia y un reputado expediente. Pero perder con este equipo ante ese otro equipo nunca puede ser casualidad, no puede ser un accidente ni un mal día. Este descalabro de la armonía universal no ocurre si no existe una voluntad férrea de alcanzar el objetivo. El porcentaje de triples, los balones perdidos, los rebotes que siempre caían en manos ajenas, la rotación,...magnífico, quirúrgico, apocalíptico. Las piezas han encajado sin ninguna deserción. No ha habido disidencias, no había espontáneos huyendo del naufragio. Enhorabuena, ha sido emocionante ver como la determinación de los grandes hombres logra alcanzar horizontes imposibles.