Main man
Limpia, fija e invita a putas a coca-colas
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- 4 Feb 2006
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No sé si soy un loco, un cerdo o un sentimental, pero guardé con amor unos pantalones sobre los que había echado una lluvia de mierda, que lo que cayó en Vietnam era de risa.
Fue en la frontera de Brasil con Argentina, visitando las cataratas de Iguazú. Estuve una temporada en Buenos Aires por una beca y decidí un fin de semana aprovechar e irme a visitar el parque nacional y las famosas cataratas.
Llegué de noche y dormí en un bungalow. No había chicas. Sólo mosquitos y una gayola vaga y calurosa. A la mañana siguiente, desayuné en el hostal bungalowero y me dijeron que si no me daba prisa, al autobús que me llevaba a las cataratas no llegaba ni patrás. Salí zumbando y tuve que bajar una carreterilla sin asfaltar para casi subirme al bus en marcha, echando la pota. Ni Ben Jonson bañado en pasta de coca hubiera corrido más.
El caso es que una vez en el parque y vistas algunas de las espectaculares cataratas y los bichos disecaos del museíllo escolar que tenían allí, me apunté a una de las excursiones a la Garganta del Diablo (la confluencia de los ríos Aguazú y Paraná y frontera natural de Brasil, Argentina y Paraguay), el punto más jevi de caída de agua en la zona.
El camión que nos llevó a los turistillas, desfiló por carreteras internas del parque, lógicamente sin asfaltar. Ok. Llegamos a la parte del río en el que atracaban las barcazas que nos llevarían junto a la Garganta. Allí había unas pasarelas y puentes de madera que permiten al visitante admirarse con la caída libre de millones de metros cúbicos de agua.
“Ya te cagas...” musité extasiado, contemplando aquella maravilla. La frase no fue un decir. Comencé a cagarme. “Rediós --pensé para mis adentros, mientras una explosión mierdil amenazaba con estallar hacia mis afueras--. Esto sólo me puede pasar a mí. Estoy en Brasil, sobre una pasarela de tablas de madera, rodeado de desconocidos, delante de uno de los más increíbles espectáculos de la naturaleza y me voy a cagar encima. Sublime”.
El motivo era que con la carrera al autobús y el posterior traqueteo del camión por dentro del parque, se me habían revuelto las tripas de tal manera que la catástrofe era inminente.
Cómo estaría de atacao, que pensé en deslizarme y dejarme caer al agua (habría pirañas? Ni puta idea, el agua era marrón de la fuerza que traía), bajarme los pantalones y cagarme vivo allí mismo, oculto por las aguas y a riesgo de ir a parar a tomar pol culo arrastrado por la corriente en la mismísima Garganta del Diablo.
Traté de aguantar mientras mis tripas rugían como leones esquizofrénicos. Apoyado contra una viga de madera, con el culo encajao en una arista cual gein viciosa, no veía el momento en que la barcaza llegase a recogernos. Sudaba frío, a pesar de los 35 grados y el 80% de humedad. Por fin se acercó la barcaza y el viaje a la orilla fue el más largo de mi vida, a pesar de que no duraría más que unos 5 minutos. Fui todo el tramo sentado sobre un lado de la zodiac, con las piernas más apretadas que si se me fuera a salir el coño o la misma vida.
Por fin llegamos a tierra, di un salto y a zancadas, con algo quasi vivo que quería salir de mi y que se me escapaba, me metí en un drugstore que había para los turistas. Pillé las primeras bermudas que vi en una percha, y con al cara descompuesta, le solté la pasta que me pareció suficiente a la dependienta mientras le berreaba como si se me estuviera escapando el alma en vez de 18 kilos de mierda líquida. Me indicó con la mano y la dejé boquiabierta. “Cierra la jodida boca, cabrona, porque se preparan tiempos de tormenta”, pensé mientras llegaba casi rodando a los retretes.
Cerré la puerta de una patada, me arranqué el cinturón y apenas conseguí deslizar los pantalones, sobrevino la hecatombe: una brutal explosión de mierda que –lo juro, no se trata de una exageración literaria—salpicó todo a mi alrededor. Algo acojonante. Si CSI estuviera en antena, les hubiera encantado examinar los porqués de algo tan indescriptiblemente horrible.
Quedé embadurnado por la cara interior y exterior de ambos muslos, al tiempo que mi culo perdió su virginidad, hacia afuera, de una forma traumática. Conseguí limpiarme usando todo lo que tenía a mano: gasté una amazonia en papeles y el propio ex calzoncillo (parecía la gamuza de haber limpiado las patas traseras de un mamut) fue usado en un último servicio. Allí quedaron.
El caso es que me puse las bermudas, oliendo aún a Zotal, y salí al exterior a enfrentarme con la vida.
Los pantalones, por cariño, los enjuagué como pude y los envolví en una bolsa de plástico para conservarlos herméticamente aislados. Volví a Buenos Aires con ellos así dispuestos, dentro de mi mochila y, al finalizar la beca, regresé a España con ellos en la maleta.
No iban tan herméticos como hubiera deseado. Al sacarlos de la bolsa, parecían vivos. Del olor ni hablo, porque me cerrarán el hilo.
Pero los conservo. En el armario están, como supervivientes a un verdadero Hiroshima infecto y escatológico.
Y hoy me pregunto si los guardo por motivos sentimentales.
Fue en la frontera de Brasil con Argentina, visitando las cataratas de Iguazú. Estuve una temporada en Buenos Aires por una beca y decidí un fin de semana aprovechar e irme a visitar el parque nacional y las famosas cataratas.
Llegué de noche y dormí en un bungalow. No había chicas. Sólo mosquitos y una gayola vaga y calurosa. A la mañana siguiente, desayuné en el hostal bungalowero y me dijeron que si no me daba prisa, al autobús que me llevaba a las cataratas no llegaba ni patrás. Salí zumbando y tuve que bajar una carreterilla sin asfaltar para casi subirme al bus en marcha, echando la pota. Ni Ben Jonson bañado en pasta de coca hubiera corrido más.
El caso es que una vez en el parque y vistas algunas de las espectaculares cataratas y los bichos disecaos del museíllo escolar que tenían allí, me apunté a una de las excursiones a la Garganta del Diablo (la confluencia de los ríos Aguazú y Paraná y frontera natural de Brasil, Argentina y Paraguay), el punto más jevi de caída de agua en la zona.
El camión que nos llevó a los turistillas, desfiló por carreteras internas del parque, lógicamente sin asfaltar. Ok. Llegamos a la parte del río en el que atracaban las barcazas que nos llevarían junto a la Garganta. Allí había unas pasarelas y puentes de madera que permiten al visitante admirarse con la caída libre de millones de metros cúbicos de agua.
“Ya te cagas...” musité extasiado, contemplando aquella maravilla. La frase no fue un decir. Comencé a cagarme. “Rediós --pensé para mis adentros, mientras una explosión mierdil amenazaba con estallar hacia mis afueras--. Esto sólo me puede pasar a mí. Estoy en Brasil, sobre una pasarela de tablas de madera, rodeado de desconocidos, delante de uno de los más increíbles espectáculos de la naturaleza y me voy a cagar encima. Sublime”.
El motivo era que con la carrera al autobús y el posterior traqueteo del camión por dentro del parque, se me habían revuelto las tripas de tal manera que la catástrofe era inminente.
Cómo estaría de atacao, que pensé en deslizarme y dejarme caer al agua (habría pirañas? Ni puta idea, el agua era marrón de la fuerza que traía), bajarme los pantalones y cagarme vivo allí mismo, oculto por las aguas y a riesgo de ir a parar a tomar pol culo arrastrado por la corriente en la mismísima Garganta del Diablo.
Traté de aguantar mientras mis tripas rugían como leones esquizofrénicos. Apoyado contra una viga de madera, con el culo encajao en una arista cual gein viciosa, no veía el momento en que la barcaza llegase a recogernos. Sudaba frío, a pesar de los 35 grados y el 80% de humedad. Por fin se acercó la barcaza y el viaje a la orilla fue el más largo de mi vida, a pesar de que no duraría más que unos 5 minutos. Fui todo el tramo sentado sobre un lado de la zodiac, con las piernas más apretadas que si se me fuera a salir el coño o la misma vida.
Por fin llegamos a tierra, di un salto y a zancadas, con algo quasi vivo que quería salir de mi y que se me escapaba, me metí en un drugstore que había para los turistas. Pillé las primeras bermudas que vi en una percha, y con al cara descompuesta, le solté la pasta que me pareció suficiente a la dependienta mientras le berreaba como si se me estuviera escapando el alma en vez de 18 kilos de mierda líquida. Me indicó con la mano y la dejé boquiabierta. “Cierra la jodida boca, cabrona, porque se preparan tiempos de tormenta”, pensé mientras llegaba casi rodando a los retretes.
Cerré la puerta de una patada, me arranqué el cinturón y apenas conseguí deslizar los pantalones, sobrevino la hecatombe: una brutal explosión de mierda que –lo juro, no se trata de una exageración literaria—salpicó todo a mi alrededor. Algo acojonante. Si CSI estuviera en antena, les hubiera encantado examinar los porqués de algo tan indescriptiblemente horrible.
Quedé embadurnado por la cara interior y exterior de ambos muslos, al tiempo que mi culo perdió su virginidad, hacia afuera, de una forma traumática. Conseguí limpiarme usando todo lo que tenía a mano: gasté una amazonia en papeles y el propio ex calzoncillo (parecía la gamuza de haber limpiado las patas traseras de un mamut) fue usado en un último servicio. Allí quedaron.
El caso es que me puse las bermudas, oliendo aún a Zotal, y salí al exterior a enfrentarme con la vida.
Los pantalones, por cariño, los enjuagué como pude y los envolví en una bolsa de plástico para conservarlos herméticamente aislados. Volví a Buenos Aires con ellos así dispuestos, dentro de mi mochila y, al finalizar la beca, regresé a España con ellos en la maleta.
No iban tan herméticos como hubiera deseado. Al sacarlos de la bolsa, parecían vivos. Del olor ni hablo, porque me cerrarán el hilo.
Pero los conservo. En el armario están, como supervivientes a un verdadero Hiroshima infecto y escatológico.
Y hoy me pregunto si los guardo por motivos sentimentales.