ruben_clv
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- 5 Sep 2005
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Actualmente se considera que el drive más largo de la historia, el record de distancia, lo ostenta un fulano que hizo volar la bola a más de 700 yardas, que son casi los mismos metros. Si nos ponemos más exactos la correspondencia es 10/9 a favor de las yardas, así que por cada diez yardas recorridas perdemos un metro en el cómputo total. Son una unidad métrica británica y, dado que la medida oficial se moldeó en una aleación de bronce que varía de forma sensible según la temperatura, nadie sabe exactamente cuánto mide una yarda.
He ido un par de veces a la playa a practicar. Ni siquiera es necesario llevar un tee, basta con algo de paciencia a la hora de colocar la bola y una madera que no sea demasiado pesada. Casi no tengo fuerza, un palo más robusto podría darme muchos metros más, pero no creo ser capaz de moverlo bien. Suerte que tengo unos hombros sólidos y los brazos bastante largos. Todo eso ayuda. Es importante saber plantar los pies sobre la arena, ajustar la distancia a nuestro objetivo. La teoría es sencilla, cualquier niño puede entenderla. El swing, el movimiento que da origen a todo, hace que todos los músculos de tu cuerpo colaboren para atacar un pequeño objeto sobre la arena. Él no intentará nada para evitar el golpe, permanecerá quieto, esperándote. Sobre la arena brillante sólo es una concha nacarada más.
Cuando golpeas de pleno la bola el palo vibra de forma violenta en tus manos. Esa perturbación es el primer escollo que hay que superar para que el swing sea perfecto. Ante el pálpito salvaje de la madera uno se siente tentado de detener el movimiento de la cadera, tensar los brazos y concluir el giro antes de tiempo. Al poco te das cuenta de que, cualquiera que sea la sensación que recorra tu brazo, el movimiento debe ser ejecutado hasta el final. Es la única forma de hacer volar la concha que refleja el sol sobre la arena. He ido a la playa un par de veces a golpear, y la mayoría de las veces lo único que conseguirás es hacer volar la arena. Miles de granitos suben en el aire y luego caen sobre tu cuerpo, escondiéndose en las rendijas de tu piel, dejando un sabor salado en tus labios. Cadáveres marinos que quieren alejarse de la costa.
En realidad, la distancia es una ilusión. Lo importante, lo verdaderamente adictivo, es el sonido. La bola estalla y el vacío se hace presente, llena tus oídos y no te hace falta mirar hacia arriba para saber que lo has conseguido. Cierras los ojos. Intentas detener ese lamento hueco en el tiempo, pero es imposible de atrapar. Tras unos minutos casi lo has olvidado. La memoria, siempre anhelante, trata de engañarte. Caminas unos metros, intentas recordar dónde apareció el eco de tu golpe sobre la arena y piensas en la siguiente bola.
En la cama, tendido junto a ella, dejo de besarla un segundo. Aparto mi cara para ver cómo sus labios permanecen en espera. Los ojos cerrados, la boca entreabierta. Intenta atrapar un momento que pronto olvidará. Su cara avanza unos centímetros, reclama el siguiente beso. Presiono con los dedos en su interior, siento su cuerpo vibrar y por un instante temo hacer un poco más de fuerza. Mi mano concluye el movimiento, noto los pelos -salvajes, negros, brillantes- bajo mi mano y de aquella concha nacarada arrancó un grito vacío que se derrama en el cielo de mi habitación como una aurora boreal. Me divierto contando las gotas de colores que brillan en el cielo.
He ido un par de veces a la playa a practicar, y la mayoría de veces sólo consigo ese sabor salado del sudor en mi boca.
He ido un par de veces a la playa a practicar. Ni siquiera es necesario llevar un tee, basta con algo de paciencia a la hora de colocar la bola y una madera que no sea demasiado pesada. Casi no tengo fuerza, un palo más robusto podría darme muchos metros más, pero no creo ser capaz de moverlo bien. Suerte que tengo unos hombros sólidos y los brazos bastante largos. Todo eso ayuda. Es importante saber plantar los pies sobre la arena, ajustar la distancia a nuestro objetivo. La teoría es sencilla, cualquier niño puede entenderla. El swing, el movimiento que da origen a todo, hace que todos los músculos de tu cuerpo colaboren para atacar un pequeño objeto sobre la arena. Él no intentará nada para evitar el golpe, permanecerá quieto, esperándote. Sobre la arena brillante sólo es una concha nacarada más.
Cuando golpeas de pleno la bola el palo vibra de forma violenta en tus manos. Esa perturbación es el primer escollo que hay que superar para que el swing sea perfecto. Ante el pálpito salvaje de la madera uno se siente tentado de detener el movimiento de la cadera, tensar los brazos y concluir el giro antes de tiempo. Al poco te das cuenta de que, cualquiera que sea la sensación que recorra tu brazo, el movimiento debe ser ejecutado hasta el final. Es la única forma de hacer volar la concha que refleja el sol sobre la arena. He ido a la playa un par de veces a golpear, y la mayoría de las veces lo único que conseguirás es hacer volar la arena. Miles de granitos suben en el aire y luego caen sobre tu cuerpo, escondiéndose en las rendijas de tu piel, dejando un sabor salado en tus labios. Cadáveres marinos que quieren alejarse de la costa.
En realidad, la distancia es una ilusión. Lo importante, lo verdaderamente adictivo, es el sonido. La bola estalla y el vacío se hace presente, llena tus oídos y no te hace falta mirar hacia arriba para saber que lo has conseguido. Cierras los ojos. Intentas detener ese lamento hueco en el tiempo, pero es imposible de atrapar. Tras unos minutos casi lo has olvidado. La memoria, siempre anhelante, trata de engañarte. Caminas unos metros, intentas recordar dónde apareció el eco de tu golpe sobre la arena y piensas en la siguiente bola.
http://es.youtube.com/watch?v=Z2o1SYXaOHE
En la cama, tendido junto a ella, dejo de besarla un segundo. Aparto mi cara para ver cómo sus labios permanecen en espera. Los ojos cerrados, la boca entreabierta. Intenta atrapar un momento que pronto olvidará. Su cara avanza unos centímetros, reclama el siguiente beso. Presiono con los dedos en su interior, siento su cuerpo vibrar y por un instante temo hacer un poco más de fuerza. Mi mano concluye el movimiento, noto los pelos -salvajes, negros, brillantes- bajo mi mano y de aquella concha nacarada arrancó un grito vacío que se derrama en el cielo de mi habitación como una aurora boreal. Me divierto contando las gotas de colores que brillan en el cielo.
He ido un par de veces a la playa a practicar, y la mayoría de veces sólo consigo ese sabor salado del sudor en mi boca.