Ahora, la ciudad-barriada esa que están bombardeando de los moros es una cosa digna de preservar, eh. Ni una puta avenida con árboles, ni una puta zona verde ajardinada, ni una puta planta por ninguna parte, ni una triste flor en alguna puta ventana o algo. Nada, macho, eso es un estercolero sacado de una película distópica ochentera.
Es lo más parecido al talud de una autovía minada por las madriguera de los conejos misomatósicos. Que sitio tan jodidamente deprimente, calles estrechas, ni un puto balcón, ventanas pequeñas, edificios cuadrados sin un puto arco para alegrar la vista y el alma. Sucio, mortecino, agobiante, con olor a reguera de desagüe fecal, moscas revoloteando, de esas que se te meten en la puta boca, de las pesadas que ni espetándolas se te van.
Está todo hecho como bastamente con piedras toscas, el gris del cemento que impregna hasta el alma, seguramente que adobe o su puta madre sabe qué usan allí esa gente para construirse los refugios. De los cascotes de los edificios sacan el material para la próxima casa, se conoce que la pintura para las fachadas allí es un lujo porque brilla por su ausencia.
Los alrededores son un desierto sofocante y la ciudad un nido de ratas con barbas y pañuelos en la cabeza, y todavía esa gente lucha por esa tierra dando su propia vida.