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- 28 Jul 2003
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Mucho ha avanzado el deporte femenino desde los albores de nuestros tiempos. Y no me refiero a las cifras numéricas de sus records de longitudes y tiempos, detalle que en el fondo a mi, como supongo que al común telespectador de mi sexo o apetencias, me la repampinfla pero bien. Entendedme, no es que menosprecie los logros de las atletas, sino que, como varón masculino receptor sobre-excitable de feromonas, lo que suele interesarme más de las señoritas son otros aspectos bien diferentes…
Me remito específicamente, ahora que está en plena celebración de alto copete, al deporte del atletismo. Me causa estupor contemplar fotos de los antiguos tiempos de los primeros Juegos Olímpicos de la era “moderna” de principios del siglo XX, presididos por el mítico y aún no difunto Barón de Coubertain, en los que al puñado de mujeres participantes las obligaban a emperifollarse con camisas bombachas de raso y faldas hasta los pies, amén de ridículas pamelas de ala kilométrica estilo txapela o cornisa de rascacielos… pues imaginad que los espectadores de la época, cuando a Lilí Álvarez o a Suzanne Lenglen se les destapaba un tobillo en pleno frenesí competitivo, guardaban de allí material erótico suficiente para sus retinas como para estimularse durante meses en sus momentos privados de saludable onanismo paixilleiro…
Hoy día, afortunadamente para los buenos amantes del deporte, las cosas han cambiado: dejando de lado dudosos atuendos aerodinámicos como los monos tipo Burbujita de Freixanet que en su día lucieron Florence Griffith o la sudafricana Cathy Freeman, el traje oficial de la atleta es cada vez más ligero, ajustado y reducido, permitiendo a las atletas mayor comodidad y libertad de movimientos, y a nosotros, el público masculino, unas mayores erecciones y, consiguientemente, intereses por este área del deporte.
Ojo, no se trata tan sólo del atuendo: retrotraigámonos a los no muy lejanos tiempos del final de la Guerra Fría, años 70 y especialmente los 80, en los que las atletas de los países del interior del telón de acero triunfaban apabullando a sus rivales del resto del mundo. Atletas del bloque comunista, soviéticas y, especialmente, alemanas orientales, que, enfundadas en vestimentas ya más contemporáneas, convertían la visión de las competiciones deportivas femeninas en auténtico sufrimiento para los propios locutores de los medios, obligados laboralmente a presenciar cómo “mujeres” con más pelos en los sobacos y en las piernas que un servidor pulverizaban marcas deportivas una detrás de otra.
Un doping masivo y generalizado de pobres señoritas inocentes a base de hormonas masculinas que, en razones de beneficio publicitario para la patria, debían someterse a tratamientos inhumanos que acababan por transformar sus tonos de voz en graves de Constantino Romero y sus órganos genitales en andróginos vestigios de rabo. Mujeres que, pobrecitas mías, eran en añadidura más feas que pegar a un padre, tullidas en entrenamientos severísimos bajo el “cálido” sol de Ucrania o Leningrado, con ocasionales períodos de preparación intensiva en el agradable entorno de la nieve siberiana para curtir sus caracteres…
Eran atletas como Marita Koch o Jamila Kratochilova (anda que tenía cojones el nombrecito, y la tía otros que ni te cuento…) cuyas marcas aún hoy perduran, bajo multitud de sospechas, todas ellas casi evidentes fraudes, y sin embargo imperecederas por imposibilidad física de aportar pruebas…
Con la caída del telón de acero y los avances tecnológicos en los análisis antidopaje, los records epectaculares en cuanto a tiempos y longitudes alcanzadas se producen con cuentagotas, y cualquier Darwinista moderno se tiraría de los cabellos comprobando el anómalo incumplimiento de su teoría de la Evolución...
Sin embargo, deshechando este aspecto numérico del deporte en cuestión, todos los observadores, masculinos y no masculinos, pensamos exactamente lo contrario... que el deporte femenino, el atletismo, ha avanzado, y una barbaridad... ¡vaya...!
Cuerpos musculados, firmes, curvilíneos, femeninos al fin y al cabo, y con rostros agraciados, proporcionados a esa estructura como dios manda, que hace renacer nuestro interés por acontecimientos de otrora masiva expectación, como pudieran ser los Mundiales de Atletismo...
esto sigue, tranquilos...
(Síiiii, Quepassssa dixit...)
Me remito específicamente, ahora que está en plena celebración de alto copete, al deporte del atletismo. Me causa estupor contemplar fotos de los antiguos tiempos de los primeros Juegos Olímpicos de la era “moderna” de principios del siglo XX, presididos por el mítico y aún no difunto Barón de Coubertain, en los que al puñado de mujeres participantes las obligaban a emperifollarse con camisas bombachas de raso y faldas hasta los pies, amén de ridículas pamelas de ala kilométrica estilo txapela o cornisa de rascacielos… pues imaginad que los espectadores de la época, cuando a Lilí Álvarez o a Suzanne Lenglen se les destapaba un tobillo en pleno frenesí competitivo, guardaban de allí material erótico suficiente para sus retinas como para estimularse durante meses en sus momentos privados de saludable onanismo paixilleiro…
Hoy día, afortunadamente para los buenos amantes del deporte, las cosas han cambiado: dejando de lado dudosos atuendos aerodinámicos como los monos tipo Burbujita de Freixanet que en su día lucieron Florence Griffith o la sudafricana Cathy Freeman, el traje oficial de la atleta es cada vez más ligero, ajustado y reducido, permitiendo a las atletas mayor comodidad y libertad de movimientos, y a nosotros, el público masculino, unas mayores erecciones y, consiguientemente, intereses por este área del deporte.
Ojo, no se trata tan sólo del atuendo: retrotraigámonos a los no muy lejanos tiempos del final de la Guerra Fría, años 70 y especialmente los 80, en los que las atletas de los países del interior del telón de acero triunfaban apabullando a sus rivales del resto del mundo. Atletas del bloque comunista, soviéticas y, especialmente, alemanas orientales, que, enfundadas en vestimentas ya más contemporáneas, convertían la visión de las competiciones deportivas femeninas en auténtico sufrimiento para los propios locutores de los medios, obligados laboralmente a presenciar cómo “mujeres” con más pelos en los sobacos y en las piernas que un servidor pulverizaban marcas deportivas una detrás de otra.
Un doping masivo y generalizado de pobres señoritas inocentes a base de hormonas masculinas que, en razones de beneficio publicitario para la patria, debían someterse a tratamientos inhumanos que acababan por transformar sus tonos de voz en graves de Constantino Romero y sus órganos genitales en andróginos vestigios de rabo. Mujeres que, pobrecitas mías, eran en añadidura más feas que pegar a un padre, tullidas en entrenamientos severísimos bajo el “cálido” sol de Ucrania o Leningrado, con ocasionales períodos de preparación intensiva en el agradable entorno de la nieve siberiana para curtir sus caracteres…
Eran atletas como Marita Koch o Jamila Kratochilova (anda que tenía cojones el nombrecito, y la tía otros que ni te cuento…) cuyas marcas aún hoy perduran, bajo multitud de sospechas, todas ellas casi evidentes fraudes, y sin embargo imperecederas por imposibilidad física de aportar pruebas…
Con la caída del telón de acero y los avances tecnológicos en los análisis antidopaje, los records epectaculares en cuanto a tiempos y longitudes alcanzadas se producen con cuentagotas, y cualquier Darwinista moderno se tiraría de los cabellos comprobando el anómalo incumplimiento de su teoría de la Evolución...
Sin embargo, deshechando este aspecto numérico del deporte en cuestión, todos los observadores, masculinos y no masculinos, pensamos exactamente lo contrario... que el deporte femenino, el atletismo, ha avanzado, y una barbaridad... ¡vaya...!
Cuerpos musculados, firmes, curvilíneos, femeninos al fin y al cabo, y con rostros agraciados, proporcionados a esa estructura como dios manda, que hace renacer nuestro interés por acontecimientos de otrora masiva expectación, como pudieran ser los Mundiales de Atletismo...
esto sigue, tranquilos...
(Síiiii, Quepassssa dixit...)