Dos veces intenté que aquel instituto ardiera en el infierno. La primera hice una pila con sillas y mesas, las rocié con alcohol puro, prendí el asunto y escapé por la ventana, pero no cuajó. La segunda, un plan mucho más maduro, abrí todas las espitas de gas del aula de química, con la esperanza de que alguien fumara y todo fuera un gran LOL. El tipo lo descubrió y hubo represalia colectiva. También saltaba los plomos metiendo palitos de papel de aluminio en los enchufes, metía palillos con loctite en la cerraduras de los coches de los profes... esas cosas. Y el sexo era algo que se veía en las revitas.
El caso es que un día me fui yo solo a beberme un litro de Skol a un parque cercano, y allí había un pastor alemán de pelo largo, un macho en plenitud, como de dos o tres años, ENORME, y tremendamente salido, que por algún motivo me eligió como su pareja. Tan alto como yo era el animalito cuando se ponía de pie y me embestía con la lengua fuera y ríos de babas y amor en la mirada. No le quise pegar una patada con mis botas militares porque soy amigo de los animales, y sobre todo porque para semejante bestia, matarme sería un juego.
Huí. Y me siguió. Y tuve que hacer todo el trayecto de vuelta al instituto con la bestia berraca saltando sobre mi con la chistorra al aire, si corría era peor, ya que él podía tomar carrerilla y saltar con más ímpetu, por lo que la única forma medio decente de avanzar era sujetarlo por el pescuezo, lo que no siempre era posible e hizo el camino largo y tortuoso, y a medida que me acercaba al instituto, mi escasa popularidad se hundía en el infierno de donde nunca volvió a salir.