Lo malo es eso de "vienes" de consumo en el último párrafo pero, por lo demás, perfect.
Y escribir sobre todo junto, que salta un scritp de lo más loleante
Que se ven obligadas a ejercer la prostitución para no caer en la pobreza y en la marginalidad, dicen. Coño, como yo con el trabajo, no te jode, a ver si es que esa panda de subnormales se creen que yo madrugo todos los días por amor al arte.
Pero ahí tienes al personal, creyendo que las putas están ahí porque alguien las explota o las fuerza, cuando eso es absolutamente residual, cuando resulta que la inmensísima mayoría están ahí porque no tienen ni la más mínima dignidad ni los más elementales escrúpulos y porque ganan diez veces lo que ganarían limpiando escaleras.
No sé si habéis visto un reportaje, que tiene ya unos años, de Samanta Villar en el que se va a un poblado boliviano a seguir la vida de una mujer que trabajaba extrayendo oro de una mina abandonada porque ya no era productiva. Evidentemente, tenía que extraer oro de donde ya habían extraído oro antes, eran las migas de la mina que habían caído al suelo de lo que se alimenta esa mujer. El sitio era un secarral en altitud, abrasador por el día, helador por la noche, sin agua corriente, sin asfaltar, sin servicios, sin na-da. Vivía en un chamizo repugnante con sus tres hijos y en ese mismo poblacho su ex marido, un borracho pendenciero, la acosaba para matarla, habiendo intentado incluso pegarle fuego a dicho chamizo con ella y los niños dentro. Su vida era lo más miserable entre lo miserable. Pero eso no era lo peor. Lo peor era su trabajo de minera. Doce horas al día a centenares de metros bajo el suelo de una mina que no cumplía con el más mínimo requisito de seguridad, engañando al hambre y a la fatiga masticando hojas de coca. Bajar a donde ella escarbaba en la oscuridad era en sí una odisea sólo apta para valientes; estar ahí requería de una templanza sobrehumana. Uno no podía ver ese camino hacia el fondo del pozo sin congoja, cada paso era jugarse, literalmente, la vida. El riesgo de caer cien metros por un agujero y que tu cadáver quedara allí para siempre era constante; en cualquier momento un mal paso te despeñaba o el techo se te caía encima y ahí te quedabas. La vida de esta mujer era tal que, sinceramente, no merecía la pena ser vivida.
La tal Samanta sólo fue capaz de ir al fondo de la mina con esa mujer una día, el primero, y porque, claro, no sabía qué le esperaba. No pudo ni llegar al punto donde la mujer picaba en las entrañas de la tierra del auténtico pavor que le daba, pavor que hay que reconocer que el más templado de entre nosotros también sentiría. Acojanadita perdida, lo primero que le preguntó fue si no había pensado en qué sé yo, en meterse a otra cosa. A cualquier cosa. A puta, por ejemplo. Confesó que antes de hacer lo que hacía ella, se metía a puta. La mujer, de manera admirable, dijo que jamás lo había pensado, que cómo iba a ser ella eso. No se le ocurrió ponerse a fregar a la Samanta, ni irse a ningún otro lado donde pudiera hacer otra cosa, no. Lo primero que le vino a la cabeza fue ser puta. Como si lo llevara en los genes. No sé si veis por dónde voy.