—Hemos fracasado... —dijo con voz sorda—. Y nos hemos merecido el fracaso. Teníamos dirigentes de gran valor, hom- bres excepcionales, idealistas, que ponían el bien de la patria por encima del suyo propio. Recuerdo al comandante Che Guevara el día que vino a inaugurar la fábrica de tratamiento de cacao en nuestra ciudad; todavía veo su cara valiente y ho- nesta. Nadie ha podido decir nunca que el comandante se hubiera enriquecido, que hubiera intentado conseguir privi- legios para él ni para su familia. Tampoco fue éste el caso de Camilo Cienfuegos, ni de ninguno de nuestros dirigentes re- volucionarios, ni siquiera Fidel; a Fidel le gusta el poder, es cierto, quiere controlarlo todo; pero es desinteresado, no tie- ne grandes propiedades ni cuentas en Suiza.
Así que allí esta- ba el Che, inauguró la fábrica, pronunció un discurso exhor- tando al pueblo cubano a ganar la batalla pacífica de la producción tras la lucha armada del combate por la indepen- dencia; era poco antes de que se marchara al Congo. Podía- mos ganar esa batalla perfectamente. Esta región es muy fér- til, la tierra es rica y húmeda, todo crece a voluntad: café, cacao, caña de azúcar, toda clase de frutos exóticos. El sub- suelo está saturado de mineral de níquel. Teníamos una fá- brica ultramoderna, construida con ayuda de los rusos. Al ca- bo de seis meses, la producción había caído hasta la mitad de su nivel normal: todos los obreros robaban chocolate, en bru- to o en tabletas, se lo repartían a su familia o se lo revendían a los extranjeros. Y lo mismo ocurrió en todas las fábricas, a es- cala nacional. Cuando no encontraban nada que robar, los obreros trabajaban mal, eran perezosos, siempre estaban en- fermos, se ausentaban sin el menor motivo. Me pasé años in- tentando hablar con ellos, convencerlos de que hicieran un pequeño esfuerzo por el interés de su país, y el único resulta- do fue la decepción y el fracaso
Yo buscaba desesperadamente algo optimista que decirle al viejo, un impreciso mensaje de espe- ranza; pero no se me ocurría qué. Como decía él con amar- gura, Cuba no tardaría en convertirse al capitalismo, y de las esperanzas revolucionarias no quedaría más que el senti- miento de fracaso, la inutilidad y la vergüenza. Nadie respe- taría ni seguiría su ejemplo, que para las generaciones futuras sería incluso objeto de disgusto. Aquel hombre había lucha- do y luego había trabajado durante toda su vida absoluta- mente para nada.