Cuando le quitas las bragas a una buena hembra tienes que olerlas, es como el corcho de la botella de vino.
Y mientras las hueles le sobas cual cefalópodo y le miras a los ojos.
Es un momento clave. Es, literalmente, la prueba del algodón. Si esa combinación sensorial no te la pone como el hormigón, ese polvo es un mero trámite para expulsar el veneno.
Pero si la cosecha es buena se te ponen los ojos en blanco y el hormigueo, que antes se reducía a los genitales, te sube hasta el lóbulo frontal. Y luego gruñes y ya te da todo igual, sólo quieres más.
Tardé un tiempo en entender que nada me engancha más de una mujer que su olor. Quizás no fui consciente hasta que, tras una ruptura abrupta que creía estar llevando bien, me sentí en la mierda al oler su pelo en la almohada.
A veces, para alegrarme el día, sacaba de la cesta de la ropa las bragas de mi novia e inspiraba como salido del fondo del océano. Otras, me las llevaba de souvenir. Y en un momento de privacidad, las sacaba y esnifaba como si fuera una droga. Y enajenado me abstraía del mundo terrenal, me olvidaba de padecer y sólo sentía placer.
Pero jamás en la vida, ni harto de vino, olería las bragas de mi hermana o mi madre, prefiero comer mierda.