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- 22 Feb 2009
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Es la fórmula apaciguadora que se suele usar antes de soltar una gran falta de respeto. "Con el debido respeto, eres un puto subnormal de mierda".
Con el debido respeto, los hombres no saben expresar sus sentimientos. Si por cada vez que he tenido que escuchar esta frase me hubieran ingresado un euro, ahora estaría demasiado ocupado intentando hacer que Joan Laporta esnifara farlopa de encima del cuerpo desnudo de una menor de edad brasileña sin que me salpicara el agua cristalina que desplazaría mi yate de camino a un paraíso fiscal como para estar contruyendo ladrillos. Se trata, quizás, de la queja femenina más absurda de la historia de las competiciones de quejas femeninas absurdas, donde la competencia es muy dura. "Los hombres no sabéis expresar vuestros sentimientos" me escribió lapidariamente, el mismo día en que se mudaba a las Canarias para no tener que quedar conmigo.
Derribemos el mito. Los sentimientos del hombre pasan a menudo por la urgencia inmediata de satisfacer las necesidades más básicas: comer, cagar, follar, entrenar, descansar, beber, mear, dormir, tirarse un pedo, divertirse con alguna clase de tontería intranscendente o que lo dejen tranquilo. Sí: a veces, follar con amor, cagar en tu propia taza de váter o comer en casa de la Mamma mejoran la experiencia, llamadme romántico, pero no es la prioridad.
El eterno equilibrio entre la voluntad de la mujer para saber en todo momento qué pasa por la cabeza del hombre y el esfuerzo de este para ocultarlo tiene una función muy clara: evitar decepciones. Lo único que diferencia el niño del adulto es que al primero le está permitido exigir la satisfacción inmediata de sus necesidades (aunque como mínimo antes por lo menos se podía calzar alguna hostia a los más cretinos), y el segundo ya ha aprendido a vestirlas de misterio para ahorrarse la más que probable discusión subsiguiente.
Pero hay excepciones. Todos hemos conocido hombres sensibles (no confundir con gayers o con artífices de la argucia, masters que van de sensibles para penetrar en defensas despistadas). El hombre sensible es aquél que en su infinita ingenuidad se ha creído el discurso femenino de la disponibilidad emocional, y está dispuesto a compartir con ella todo lo que le pasa por la cabeza. Curiosamente, esta tipología de hombre acostumbra a gestionar un volumen desproporcionado de inquietudes, sentimientos e inseguridades bajo la falsa premisa de que ser complejo y profundo te hace atractivo a ojos femeninos. Y este hombre tiene un pequeño problema: es insoportable.
He conocido hamigas que me han confesado que después de años y años reclamando la aparición de un hombre sensible y entregado a sus vidas han aguantado dos meses con él antes de lanzarse a los brazos del primer crápula que las ha querido rescatar de su melodrama diario con la única intención de ponerlas finas. Y esta es una valuosa lección que os traigo sobre la naturaleza de ambos sexos: con el debido respeto, ellas son unas putas, pero pretender abrir las compuertas de un hombre a menudo equivale a encontrarse con una criatura egoísta, caprichosa y quejica y poner a prueba el instinto maternal de una mujer es una mala idea. Cae por su propio peso: haber entrado ocasionalmente de una vagina no te da los mismos derechos que haber salido de ella.
Con el debido respeto, los hombres no saben expresar sus sentimientos. Si por cada vez que he tenido que escuchar esta frase me hubieran ingresado un euro, ahora estaría demasiado ocupado intentando hacer que Joan Laporta esnifara farlopa de encima del cuerpo desnudo de una menor de edad brasileña sin que me salpicara el agua cristalina que desplazaría mi yate de camino a un paraíso fiscal como para estar contruyendo ladrillos. Se trata, quizás, de la queja femenina más absurda de la historia de las competiciones de quejas femeninas absurdas, donde la competencia es muy dura. "Los hombres no sabéis expresar vuestros sentimientos" me escribió lapidariamente, el mismo día en que se mudaba a las Canarias para no tener que quedar conmigo.
Derribemos el mito. Los sentimientos del hombre pasan a menudo por la urgencia inmediata de satisfacer las necesidades más básicas: comer, cagar, follar, entrenar, descansar, beber, mear, dormir, tirarse un pedo, divertirse con alguna clase de tontería intranscendente o que lo dejen tranquilo. Sí: a veces, follar con amor, cagar en tu propia taza de váter o comer en casa de la Mamma mejoran la experiencia, llamadme romántico, pero no es la prioridad.

El eterno equilibrio entre la voluntad de la mujer para saber en todo momento qué pasa por la cabeza del hombre y el esfuerzo de este para ocultarlo tiene una función muy clara: evitar decepciones. Lo único que diferencia el niño del adulto es que al primero le está permitido exigir la satisfacción inmediata de sus necesidades (aunque como mínimo antes por lo menos se podía calzar alguna hostia a los más cretinos), y el segundo ya ha aprendido a vestirlas de misterio para ahorrarse la más que probable discusión subsiguiente.
Pero hay excepciones. Todos hemos conocido hombres sensibles (no confundir con gayers o con artífices de la argucia, masters que van de sensibles para penetrar en defensas despistadas). El hombre sensible es aquél que en su infinita ingenuidad se ha creído el discurso femenino de la disponibilidad emocional, y está dispuesto a compartir con ella todo lo que le pasa por la cabeza. Curiosamente, esta tipología de hombre acostumbra a gestionar un volumen desproporcionado de inquietudes, sentimientos e inseguridades bajo la falsa premisa de que ser complejo y profundo te hace atractivo a ojos femeninos. Y este hombre tiene un pequeño problema: es insoportable.

He conocido hamigas que me han confesado que después de años y años reclamando la aparición de un hombre sensible y entregado a sus vidas han aguantado dos meses con él antes de lanzarse a los brazos del primer crápula que las ha querido rescatar de su melodrama diario con la única intención de ponerlas finas. Y esta es una valuosa lección que os traigo sobre la naturaleza de ambos sexos: con el debido respeto, ellas son unas putas, pero pretender abrir las compuertas de un hombre a menudo equivale a encontrarse con una criatura egoísta, caprichosa y quejica y poner a prueba el instinto maternal de una mujer es una mala idea. Cae por su propio peso: haber entrado ocasionalmente de una vagina no te da los mismos derechos que haber salido de ella.