Clark Gable
Master of pucheritos
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Obviamente es sólo un cacho, y de la wikipedia hay bastante poco, hoyga, casi todo son frikeces inventadas o racopiladas a través de páginas donde se relata la vida en las bases polares habitadas por civiles. Aún así, y con espíritu folletinesco, el siguiente cacho. Aquí es cuando empieza la historia de amor (y la historia en sí), así que tipos duros, abstenerse:
Y obviamente, no voy a escribir el relato entero porque no me da la gana que nadie más se apunte mi tanto, como usted comprenderá. Que sea cursi o no me la suda, sinceramente. Lo que importa es que me guste a mí.Manuel nació en un país llamado España, concretamente en un pequeño pueblecito manchego. La tierra era amarilla y polvorienta y el viento mecía los océanos de trigo año tras año, mes tras mes. Los días eran soleados y ocres, y las noches salpicaban sus ojos de estrellas brillantes como luciérnagas inalcanzables. Cuando niño, se sentaba junto a su padre en el porche de su finca, construida con piedras arrebatadas a la pequeña colina que había tras ella, y juntos miraban al cielo y se preguntaban cómo llamar a los pequeños puntos luminosos. El niño creció y aprendió que algunos de esos puntos eran planetas, y que tras sus nombres escondían cientos de historias de dioses, aventuras y epopeyas heroicas, y tiempos pasados y, tal vez, futuros. Tanta curiosidad le llevó a Manuel a dedicar su tiempo a la Astronomía, a intentar comprender qué extraño mecanismo componía el reloj del Cosmos que le fascinaba. Con 12 años identificaba todos los cráteres de la Luna y las constelaciones de ambos hemisferios, con 15 construyó su primer telescopio y con 18 dejó sus océanos de trigo y partió rumbo al mar de neón madrileño. A los 22 años, tras licenciarse en Física, marchó a Tenerife y obtuvo una plaza en el Instituto de Astrofísica. Desde la cima de un volcán, se sentía más cerca que nunca de sus amadas estrellas.
El Observatorio del Teide se levantaba desafiante como el ojo más poderoso de España. A través de él, Manuel observaba los vientos solares, los planetas exteriores, el cinturón de asteroides, estrellas lejanas… intentaba adivinar la existencia de otros planetas a través de las variaciones fotométricas en la trayectoria de los astros y analizaba las señales de radio en colaboración con el programa SETI. En el Observatorio se concentraban los mejores telescopios solares y los mejores científicos de Europa, y Manuel era uno de ellos. Al igual que Natalia lo era en su campo.
Tras abandonar el hielo, Natalia se trasladó con sus padres a Buenos Aires, y como una semilla que despierta al calor, abrazó la primavera argentina, renegando de su frío pasado. Descubrió el aroma de las flores, los revolcones en la hierba y el tórrido verano bonaerense, cargado de tangos y aroma a tabaco y sudor. Sus días pasaron a ser cortos y sus noches siguieron siendo largas, y vivió como nunca antes lo había hecho. Todo el mundo era nuevo para sus sentidos: se quedaba fascinada con el pavimento de las calles y el caos del tráfico, con el transcurso de las estaciones y la calidez del sol, con una lluvia que no teñía de blanco sus cabellos, con un viento que no traspasaba la carne. Enamorada de lo que el mundo le ofrecía, Natalia decidió estudiar Biología Marina y recorrer mundo para escuchar a las ballenas y recuperar el idioma que compartió con ellas en su niñez. Así es como conoció a Manuel.
Su primer encuentro fue fortuito, como el nacimiento de una estrella. En uno de sus viajes de observación, recaló en Tenerife, uno de los pocos lugares del mundo donde los cetáceos transitaban durante todo el año. Como parte del viaje universitario, era opcional una visita al Observatorio del Teide, y el guía de esa visita fue Manuel. Entre constelaciones y estrellas, sus ojos se encontraban con los de ella y los de ella se enamoraban de los de él. Y así sellaron su destino, regado de risas y besos, sobre las piedras negras de la falda de un volcán nevado. Y hablaron de hielos y soles y el mundo se puso a sus pies.
Fue a los dos años de instalarse juntos en La Laguna cuando Manuel oyó el rumor por primera vez. Sabía que era algo probable, pues cada cientos de millones de años pasaba. Pero era algo tan recurrente en las chanzas de los astrónomos como el contacto extraterrestre. Comenzó a preocuparse cuando en el Teide y en todos los observatorios del mundo se recibió la noticia del radiotelescopio de Borneo. Un correo electrónico en el que se mostraba una pantalla con las posibilidades de colisión de un asteroide contra la Tierra en cinco años. Eran de 1 entre 1.