¿Nadie teme, simplemente, morir viejo, solo, abandonado en un asilo de saldo por unos familiares que no tienen ningún apego por nosotros y para los que somos únicamente un gasto corriente, el de la mensualidad del parking de vejestorios? O sin vínculo de sangre alguno, depositados por la futura Ley Orgánica de Tratamiento de Sujetos no Productivos, en alguna institución pública, donde un robot made in Taiwan nos preguntará si hemos hecho caca hoy para, a continuación, limpiarla si la respuesta es afirmativa.
Impedidos, con abundantes limitaciones físicas propias de la vejez, con dolor. Rodeados de un mundo que gira demasiado deprisa, que no entenderemos, con nuevas tecnologías, costumbres y modas que escaparán a nuestra comprensión. Echando la vista atrás, viendo como las ilusiones y sueños de infancia y juventud devinieron en una vida gris, mediocre, igual a la de otros mil millones de hormigas, que no merece ser recordada, conscientes de que nuestro paso por el mundo ha sido del todo intrascendente. Tedio, aburrimiento, pesar, cansancio vital. Días iguales, uno detrás de otro, tras otro, esperando a que La Parca, por fin, haga acto de presencia.
¿Nadie?