Vengo pasando las últimas navidades en familia desde hace unos años, anteriormente me la pelaba todo y muchas veces andaba en paradero desaparecido, en mis andanzas de caballero errante. Y lejos de disfrutar de una velada familiar, con una buena cena, pues entre hermanos, madre, parejas de mis hermanas y sobrinos, llegamos a juntar a 10 personas, es un puto aburrimiento.
Por un lado está mi hermana, con sus mierdas del trabajo, anécdotas de mierda de como le intentan putear en el trabajo y no se deja, compañeras de trabajo que huelen mal, o una panchita convertida al Islam porque le está comiendo la polla a un moro y tal. Luego el cuñado, un cani pasado de rosca que se peina como cuando tenía 15 años con 46, dando la turra con sus anecdotones del trabajo también, con lo responsable y lo que lucha en el trabajo como representante sindical o de cómo le perdona la vida a un policía municipal que quería multarle y otras tantas gilipolleces que dan más risa que otra cosa. Luego, por otro lado, el griterío ensordecedor de la muchachada jugando y correteando de un lado para otro. Mi madre cocinando y sin parar un instante. El otro cuñado con el móvil y poniéndose ciego a chupitos.
Mientras yo me abstraigo de toda esa basura, que no me interesa nada, nunca comento nada del trabajo con nadie de la familia, y me escribo whatsapps con la puta gorda que me trajino, más gilipolleces sin importancia. Pero tengo que responderle, porque si no se enfada y luego le cogen rabietas y pataletas infantiles por días, y si planifico ir a encularla o darle vidilla a la patata ya no me da cova y me deja a dos velas. Debería ponerme a repartir con la mano abierta y disciplinar a esta familia para que aprendieran el verdadero sentido de la navidad. Al cuñado cani ni le hablo porque en más de una ocasión he estado por darle algo más que una colleja, que tío más tonto y más zoquete, se cree que avasalla a todo el mundo y cualquiera le pisa la cara sin mucho esfuerzo. Las Navidades se inventaron para odiar a los cuñados que nunca ves.